Tenemos que hablar de los pueblos

Para desgracia de los expertos, muchos de los problemas que nos afectan como sociedad no sólo no tienen solución, sino que, en ocasiones, ni siquiera entendemos bien ni su complejidad ni su alcance. Un ejemplo de libro es lo que (nos) pasa con la España rural, ese país abandonado a su suerte desde el cambio tectónico de la emigración que ocurrió en España a lo largo del último tercio del siglo XX. Una transformación que aceleró una tendencia que había comenzado décadas atrás y que cambió para siempre la configuración social y económica de nuestro país: el centro rural se fue vaciando para llenar una periferia en gran parte irrelevante en términos de población hasta ese momento.

Tenemos que hablar de los pueblos
Raúl Arias

En 1940, la provincia de Cuenca tenía más habitantes que la de Gerona, y la de Soria estaba más poblada que la de Álava, por poner dos ejemplos que hoy parecen impensables. El proceso migratorio vino acompañado, además, de un cambio en la estructura productiva en el que las actividades primarias fueron perdiendo peso de manera gradual. Tantos años después, el resultado es una España articulada en torno al Gran Madrid y a la costa (ninguna de las provincias que eligen menos de cuatro diputados al Congreso en las elecciones generales tiene salida al mar, por ejemplo), y con un España rural fuertemente envejecida, altamente despoblada y cada vez más desagrarizada. Las actividades ganaderas exigen mucha presencia diaria en el territorio, y las agrícolas un considerable esfuerzo físico: no hay relevo generacional y se dibuja en el horizonte a largo plazo un mundo en el que quizá los alimentos no vengan ya del medio rural.

Ante esta situación, es pertinente plantearnos como sociedad qué tipo de relación queremos tener con el medio rural y con los ciudadanos que allí viven, personas que pagan impuestos y que tienen derecho no sólo a servicios sino, también, a la valoración de sus vecinos urbanos. No hay remedios mágicos, pero es bueno que hablemos de temas que suelen pasar desapercibidos fuera de esa España cosmopolita que mira por encima del hombro a sus vecinos del campo. Y es bueno que valoremos propuestas mirando fuera de la caja, como dicen los anglosajones, y busquemos alternativas que nos ayuden a construir un modelo más equilibrado de relación, y más amable en cuanto a las formas entre una España y otra.

Un primer elemento, y creo que es el que enmarca todos los demás, es un elefante en la habitación del que no se habla y que está relacionado con lo cultural: si seguimos viendo el campo como un hábitat de paletos, y a la España rural como apenas un conjunto de áreas de servicios que hay de camino a la costa, todos los esfuerzos que emprendamos nos conducirán de manera directa a la melancolía. La realidad es más compleja: la 'ciudad de los 15 minutos' que algunos quieren imponernos a martillazos en las grandes urbes está desde hace mucho presente en decenas de capitales de provincias y en múltiples ciudades de tamaño medio, donde la calidad de vida es altísima y donde uno no está todo el día sentado en su coche. Una excelente trama de carreteras, junto con la magnífica -aunque aún demasiado radial- malla de ferrocarril que articula nuestro país, pueden ser buenas palancas de cambio ante la transformación en los modelos productivos que está sufriendo la economía.

Dichas circunstancias pueden servir de acicate para que una parte de la población decida pasar una parte de su jornada laboral -de manera diaria, semanal o mensual- fuera de las grandes ciudades, originado con ello una ciudadanía 'mixta' que resida en dos o más localidades a lo largo del año. El mercado laboral está cambiando, y esta movilidad puede ayudar a combatir las altas tasas de absentismo, de presentismo, y de excesiva rotación que padece nuestra economía. Generar una cultura laboral más flexible que fomente el trabajo por objetivos y normalice el teletrabajo es bueno para todos, y ahí hay un hueco tan alentador como ineludible para la España rural.

Pero no sólo hablamos de nómadas digitales cuando nos referimos al empleo; estas buenas infraestructuras deberían favorecer la implantación de industrias tecnológicas en lugares donde el suelo es barato y el gasto de refrigeración es mucho menor. ¿Tiene sentido que los data centers se instalen en grandes polígonos al sur de Madrid, por ejemplo, y no en la provincia de Soria o en el norte de Palencia? Y, además, se consumiría la energía cerca de donde se produce, ahora que nos hemos vuelto todos tan campeones de la proximidad.

Este cambio social debería venir acompañado de algunas transformaciones que, como hipótesis al menos, deberíamos plantearnos. No es fácil mover a tu familia si, en la siguiente crisis, alguien desde el Paseo de la Castellana decide cancelar el tren que te lleva a diario a la ciudad desde el pueblo al que te has ido a vivir: no conseguiremos nómadas en la comarca de Sanabria, por ejemplo, si no tenemos la garantía de que los que allí se instalen a tiempo parcial seguirán estando a poco más de una hora y media de La Coruña y de Madrid, por ejemplo. Un contrato con el territorio es clave para conformar la voluntad de cambio de los ciudadanos que puedan estar planteándose moverse de sitio y vivir sus vidas de otra manera. Y algo similar ocurre con la disponibilidad de terreno en estos lugares: muchos pueblos de la España interior están llenos de casas deshabitadas o directamente en ruinas que, en realidad, ya no pertenecen a nadie, porque los dueños emigraron hace décadas, pero que tampoco salen al mercado.

No se trata sólo de proponer acciones en positivo: es necesario un urbanismo más sencillo que no convierta en un viacrucis cualquier intento de edificar en un pueblo. También hay que plantearse recargar de manera sustancial el recibo del IBI de las viviendas en ruinas, o recurrir incluso a la expropiación cuando un bien no tiene dueño conocido (llevar, por ejemplo, 10 años sin abonar impuestos puede ser una buena pista). Todo ello sacaría al mercado mucha propiedad que está sin uso, en un escenario donde pueden volver a estar habitadas. En esta misma línea, optar por una fiscalidad diferenciada, aunque sea con microcirugía, serviría también de acicate para dinamizar la economía de la zona. Si cualquiera entiende que un bar en la segoviana tierra de Hornuez tiene un nivel de clientela menor y más irregular que el de uno en Segovia capital, no podemos tratarlos a los dos por igual.

Y, en esta misma lógica, deberíamos darle una vuelta también al derecho de voto en las elecciones municipales: anclados en una idea que tenía sentido hace 150 años, seguimos ligando el derecho de voto al padrón municipal: en 1870 los ciudadanos viajaban poco y tenía todo el sentido que votaras donde vivías. Pero, ahora, si paso medio año trabajando en Denia y tengo además intereses allí, ¿por qué no puedo elegir al alcalde? En escenarios de crisis de representación y de participación débil, no tiene sentido limitar los derechos de muchos ciudadanos por seguir ligando el ejercicio del voto al lugar donde te has censado: la sociedad está cambiando y los modelos de articulación social y política deberían tomar nota de estos cambios.

Y un último consejo, lector urbano: no se ría de la situación de estos lugares rurales, envejecidos y sin actividad económica. Los científicos descubren ahora el valor que para la salud tienen las relaciones cara a cara que se establecen en estos entornos, así como lo beneficioso que es estar inmerso -frente al frío desapego urbano- en una trama de afectos dentro de una comunidad. Carecer de una red primaria de relaciones cara a cara tiene el mismo efecto para la salud que fumarse un paquete de cigarrillos al día, como recuerda Susan Pinker en su último libro; así que olvídese de esa mítica dieta mediterráneas que en realidad ya no consumimos -nuestra dieta es occidental en el peor sentido de la palabra- y búsquese un pueblo de adopción. Eso sí que le alargará la vida...

Manuel Mostaza Barrios es politólogo.

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