Desde la perspectiva del feminismo internacionalista, las mujeres que hemos nacido y vivimos en los países desarrollados, además de progresar y afianzar la conquistas de nuestros derechos superando las barreras que van más allá de las meras declaraciones, tenemos la obligación de apoyar los procesos de liberalización y avance de las mujeres que, con peor suerte, viven en otros países en situaciones de desigualdad, no solo práctica sino incluso legal. Pero ésta no debe ser solo una mirada de género. En el momento actual, entiendo que tanto el pensamiento político como el económico internacional deberían ser feministas y, por tanto, atender los problemas especiales a los que las mujeres se enfrentan a causa de su sexo, evitando que en situación de vulnerabilidad se las use, no como fines en sí mismas, sino como medios para los fines reproductores o de descarga sexual de otros.
Entre los más actuales han entrado en el debate político dos problemas que se relacionan directamente con el cuerpo de las mujeres, el de la prostitución y la gestación por subrogación o por vientres de alquiler. Tanto la prostitución como la citada forma de gestar son objeto de análisis para su posible regulación, tanto desde perspectivas meramente mercantilistas y tributarias, como de protección de derechos. Y a tales fines creo necesario señalar que el objetivo de una regulación de situaciones como las citadas no puede efectuarse ni desde la perspectiva de los empresarios (o incluso del interés tributario del Estado), -que pretenden lucrarse del trabajo sexual o la necesidad de otros- ni desde la de los que pretenden convertir en derechos sus deseos.
Ceder el útero debe ser una prestación gratuita, producto de la generosidad por amor, altruismo o solidaridad, como lo es ceder un órgano, donación que tan adecuada regulación tiene en nuestro país, pero no puede implicar la instrumentalización del cuerpo de una mujer, que lo cede movida por la necesidad, que es la realidad en la mayoría de casos de gestación “por encargo”.
Del mismo modo, regular la prostitución no puede conllevar la legalización de una situación de explotación que impida a quien la ejerce decidir cuándo, con quién y a que precio realizar una actividad sexual. Anteriores experiencias de regulación en muchos países europeos supusieron el inicio, en el siglo XIX, del fenómeno de la denominada “trata de blancas”, por el que se “surtió” a Rusia, Egipto y Argentina, entre otros muchos países, de mujeres europeas reclutadas entre las más pobres de la población. En la actualidad, esa trata supone la traída masiva a Europa de mujeres engañadas o en situación de necesidad para ser explotadas sexualmente por mafias, que deben mantenerse formalmente en una relación de prostitución “consentida”, movidas por las deudas o la obligación de ayudar a su familia en África o países del Este de Europa.
No se puede mantener que unas formas de consentimiento tan precarias como las señaladas se consideren el fundamento de la aceptación de las mujeres para que sus cuerpos se usen para gestar para otros o para el trabajo sexual mediante precio. La libertad, con no tener precio, puede ser objeto de contrato, pero la dignidad de todos los seres humanos, también de las mujeres, carece de precio y no debe ser objeto de transacción. De estas premisas debe partir cualquier regulación al respecto de las dos cuestiones mencionadas.
Mercedes Boronat Tormo es magistrada doctora en Derecho. Coordinadora de la Comisión de Igualdad de la Asociación Jueces para la Democracia.