Tentación y peligro del derrotismo

Ante el putinismo, los occidentales han reaccionado con una determinación y una unidad un tanto inesperadas. El honor le corresponde, admitámoslo, a Joe Biden. Los europeos le han seguido sin dudarlo mucho. Esta determinación occidental no estaba escrita de antemano. Recordemos que, antes de Ucrania, otros pueblos habían resistido a la barbarie sin provocar nuestra solidaridad: sirios, ruandeses, kosovares, birmanos, congoleños, egipcios, entre otros, se sacrificaron por la democracia dejándonos indiferentes, meros espectadores. Sin duda estos combates parecían exóticos y muchos occidentales creen que la democracia es buena para ellos, mientras que el despotismo les va bien a los árabes, africanos y asiáticos. El heroísmo de los ucranianos nos resulta más accesible, porque son de los nuestros, europeos y cristianos.

A diferencia también de los conflictos mencionados anteriormente, en Ucrania se distingue claramente entre el bien y el mal: independientemente de lo que se piense de los ucranianos y los rusos, tomar partido es fácil y un imperativo tanto moral como estratégico. En cambio, pobre Rusia; sus soldados mueren por nada, sin saber dónde se encuentran, carne de cañón en manos de su innoble dictador. Vistos desde Europa, los ucranianos tienen rostro, los soldados rusos, no. La mayoría de las veces no son para nosotros más que adolescentes anónimos, a los que sus familias llorarán sin comprender la necesidad de su sacrificio.

Esta guerra por el alma de Occidente nos lleva a redefinir el mapa del mundo. Contrariamente a algunas ilusiones liberales, el comercio entre naciones no es suficiente para difundir la paz y los valores de la civilización. La economía no basta para extinguir las pasiones nacionales, ni dentro de países que redescubren su identidad, ni entre países que sueñan con el poder. Estas nociones de poder o identidad a menudo no tienen un significado real; son mitos que apenas contribuyen a la felicidad individual. Pero los mitos gobiernan el mundo.

Las nuevas fronteras trazadas por el conflicto en Ucrania no siguen las fronteras nacionales; comparten la democracia de la tiranía. Esto, evidentemente, es lo que está en juego en Ucrania, como lo estuvo ayer en Yugoslavia y como lo sigue estando en Siria. Esto podría ser lo que estaría mañana en juego entre China y Taiwán, entre Corea del Sur y Corea del Norte. Por lo tanto, Occidente no tiene elección: somos a la vez el arsenal de la democracia y su alma. Durante la Primavera Árabe de 2011, fracasamos en nuestro destino, lo que devolvió el despotismo a estos países, prueba no de que los árabes no saben nada sobre democracia, sino de que Occidente no apoyó a los demócratas árabes. ¿Apoyaremos mañana, si es necesario, a los demócratas chinos y coreanos? Si nos abstenemos, los tiranos extenderán su control sobre el mundo y los occidentales perderán la guerra, su alma y su honor. Entonces no habrá Occidente que valga, excepto como relieve arqueológico.

Si recuerdo nuestras obligaciones y lo que nos jugamos en Ucrania es porque no son evidentes para todos. Otro presidente en Estados Unidos y una multiplicación de los Orbán en Europa podrían hacernos perder el norte. El derrotismo es siempre una tentación frente a los tiranos. Occidente cedió ante Adolf Hitler en Múnich en 1938, ¿pero no se doblegó, más recientemente, ante Bashar al Assad en Siria y ante los militares birmanos frente a Aung San Suu Kyi? En Europa, oigo a columnistas y políticos de extrema derecha y de extrema izquierda acusar a Estados Unidos y a la OTAN de «ir demasiado lejos» contra Rusia. ¿Deberíamos tolerar a Putin, como Chamberlain y Daladier toleraron a Hitler en 1938? Conocemos el resultado inevitable de tender la mano a los tiranos. Desde luego, sería tranquilizador negociar con Putin. O negociar con Xi Jinping para que no anexione a sus vecinos a su delirio imperial. Pero Putin o Xi Jinping, por limitarnos a los dos principales tiranos, no negocian; ni siquiera saben lo que significa negociar. Lo deploramos, pero lo comprobamos. Solo conocen y practican la fuerza, nada es negociable. Por eso me angustia cuando oigo a uno de los columnistas nacionalistas más famosos de Estados Unidos, Tucker Carlson, admirador de Donald Trump, pedir en el canal Fox News la retirada total de Estados Unidos del conflicto ucraniano. Una treintena de diputados del Partido Republicano ya han suscrito su llamamiento al aislacionismo. Esto genera una gran incertidumbre sobre el futuro del compromiso de la OTAN. Si este conflicto durara varios años, como probablemente sucederá si Putin permanece en el poder, la fatiga democrática bien podría apoderarse de las mentes de Occidente; los estadounidenses son inconstantes, como atestiguan los vietnamitas y los afganos. De ahí la urgencia de una defensa europea que esté fuera del alcance de las tergiversaciones de la política interior de Estados Unidos.

Por último, ¿no es asombroso que el destino del mundo dependa, en este momento, de dos megalómanos, Putin y Xi Jinping? Esto debería recordarnos la virtud cardinal de los regímenes democráticos frente a los regímenes tiránicos, tal como los define el filósofo Karl Popper. En una democracia, no necesariamente elegimos al mejor líder, pero sabemos cómo deshacernos de él en una fecha fija, sin derramamiento de sangre. En ausencia de democracia, el final del tirano solo puede ser trágico.

Guy Sorman

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