Aún resuena punzante la pregunta proferida por Hölderlin en su elegía «Pan y vino», ya en los bordes de su razón exaltada y de su locura final: «¿Para qué poetas en tiempos de penuria?». Esta pregunta cayó después sobre nuevos destinatarios, como los filósofos y teólogos. Unos y otros, ¿responden a algo que el hombre necesita? ¿O es que el hombre ya no los siente necesarios porque se le ha atrofiado el órgano para descubrir algo que le es esencial para existir con sentido y esperanza en el mundo? La pregunta parece suponer que no responden a necesidades fundamentales de la vida humana ni nos aportan nada para la consecución de algo esencial.
Esta es la pregunta a una cultura que ha dado primacía a la eficacia en el orden material sobre el sentido en el orden espiritual y a los medios inmediatos sobre las metas últimas. Necesitamos todo, mas, finalmente, ¿para qué? ¿No es justamente esa ceguera sobre lo más esencial y santo la que constituye, en medio de tanta riqueza, la penuria de la que habla Hölderlin? Nihilismo que luego diagnosticó Nietzsche. Porque ¿no es esa ausencia del pensar y el sentir fundamentales la que ha dado muerte a Dios?
Heidegger ha comentado así la frase manida de Nietzsche. «Esos hombres no son no creyentes porque Dios en cuanto Dios haya perdido su credibilidad ante ellos, sino porque ellos mismos han abandonado la posibilidad de creer en la medida en que ya no pueden buscar a Dios. No pueden seguir buscándolo porque ya no piensan… El pensar solo comienza cuando hemos experimentado que la razón, tan glorificada durante siglos, es la más tenaz adversaria del pensar». Razón instrumental elevada a categoría dominadora que se yergue expulsando de la ciudad otros ejercicios de la racionalidad. En esa ciudad de la razón instrumental, como criterio supremo y excluyente, los teólogos no tienen sitio, porque no lo pleno Dios. Y Dios no lo tiene porque no lo tienen el pensar y el hombre.
El hombre es un amasijo de necesidades: físicas, biológicas, sociales, morales, espirituales y religiosas. Diferentes entre sí, religadas y articuladas, todas ellas deben ser reconocidas y respondidas tanto en el orden personal como en el orden social. El hombre necesita pan y agua, aire y luz, belleza y amor, justicia y esperanza. Cada una de ellas cumple su función directa, pero a la vez colabora en la realización de las demás, porque está afectada de la insatisfacción del órgano cuando se lo separa del organismo. Todas ellas deben encontrar en la sociedad apoyo, defensa y cultivo. El Gobierno tiene la misión de recogerlas, responderlas y coordinarlas dentro del orden constitucional y de la regulación jurídica del bien común y orden público. En función de ellas, ¿qué aporta el teólogo? Pone el oído sobre el tambor de la tierra y de la conciencia humana para oír pulsiones que vienen de más lejos, las recoge, filtra, discierne y traduce a sus hermanos los hombres. Acoge esa palabra suprema que nos acompaña desde su alumbramiento: Dios. La más invocada y la más profanada, la más anhelada y la más temida. Ella ha encendido las brasas del corazón humano, desde la violencia a la ternura; por eso hay que velarla y vigilarla. Dios no ha sido vivido en la historia ante todo como un concepto elaborado por el hombre, sino cual presencia real instalada a la puerta de su vida como los tres ángeles ante la tienda de Abraham en el encinar de Mambré.
Andar en su presencia, ordenar la vida conforme a su revelación, recibir de él un nombre y una misión: tal experiencia es la matriz bíblica de la categoría de persona, que luego la filosofía ha elaborado con ayuda del pensamiento griego, romano y moderno. Las categorías conexas con ella ya son irrenunciables: vocación, misión, responsabilidad, libertad, prójimo, culpa, perdón, gracia, redención. Sin este vocabulario no son comprensibles nuestra historia de la razón y de la libertad ni, en última instancia, la política y la economía, que constituyen hoy el suelo de nuestra existencia. Detrás de ellas está la historia de nuestra relación con Dios. No son nudas palabras, meros nombres como quiere la razón débil y la reducción de todo a lenguaje. Así, Umberto Eco en El nombre de la rosa: «Stat rosa pristina nomine/ nomina nuda tenemus = La rosa originaria consiste en un nombre/ Solo nos quedan meros nombres». Pero esto no es verdad: las palabras son creadoras de realidad. Palabras son amores y obras. Una de ellas es Esta: Dios. Al vocalizarla invocándole nos da y se nos da. Desde el principio existía la Palabra creadora. Y ella tomó carne creatural, carne histórica y carne humana. Por eso tenemos sus tres grandes libros: libro de la Creación, libro de la Escritura, libro de la Vida. Palabra encarnada y crucificada en nuestro mundo y en cada hombre. De ella debe ser testigo, vigía, intérprete, rehén y servidor el teólogo. Esa es su gloria y su condena.
Acompañar el camino de Dios a los hombres (revelación) y el camino de los hombres hasta Dios (fe). Largo trayecto empedrado de guijos y minas. En ese camino Dios aparece primero como Vacío, luego como Poder y finalmente como Amor. El gran filósofo y matemático A. N. Whitehead concluye su obra «Process and Reality» mostrando cómo el hombre avanza hacia Dios pasando por un desierto, confrontándose luego con él como enemigo de su libertad, hasta reconocerle finalmente como compañero. Un compañero silencioso de existencia que por ello comprende nuestro dolor, lo porta sin bendecirlo y lo soporta sin trivializarlo. Y concluye: «Tal es la noción de redención por el sufrimiento que obsesiona al mundo». El teólogo debe ser guía y maestro en ese caminar comprendiendo y sufriendo con el hombre, aceptando sus batallas con Dios y llevándolo hasta aquel umbral donde la luz del misterio nos alumbra y redime. Llegados hasta allí, solo la atención, la fe y la oración crean ojos que ven y oídos que oyen. Porque el Misterio, como la persona, solo se abre desde dentro, sin que ni a ella ni a Dios los podamos forzar desde fuera. Sería violarlos, y con ello degradar y quedar degradados. Nadie arranca su misterio al Otro ni a los otros: es siempre fruto de revelación. Creer es siempre una gracia.
Los teólogos han hablado de Dios de dos formas fundamentales: recogiendo las palabras y preguntas que los hombres han hecho por Dios y los testimonios que los creyentes nos han dado de Dios. Los primeros nos han dicho lo que nosotros pensamos de Dios y sobre Dios. Los segundos nos han dicho lo que Dios piensa sobre nosotros. Preguntas y respuestas son igualmente esenciales: tanto las de los hombres buscando a Dios como las de Dios buscando a los hombres. Esas preguntas y respuestas no cesan nunca, pero ni Dios deja de hablar ni el hombre deja de preguntar por él. Podrá haber un silencio social de Dios, pero ¿qué pasa en las conciencias? ¿Dónde están sus anhelos verdaderos? ¿Añoran a Dios y lo reprimen? Hay que dejarle que pase a la luz pública, porque todo lo reprimido, personal o colectivo, vuelve. Una vuelta salvaje de la religión es indirectamente fruto de esa represión. Retesada, el agua de los estanques rebosa por los acirates.
Pascal, filósofo y matemático, ha recordado al teólogo que solo «Dios habla bien de Dios»; que por ello fe, oración y pensamiento le son igualmente esenciales. Antonio Machado, por su parte, afincado en la humilde grandeza de decirnos unas pocas palabras verdaderas, amonesta: «Poetas, solo Dios habla». A él quedamos remitidos todos. Una vez enseñado por los maestros, cada hombre tiene que responder esa divina llamada dirigida a él personalmente por Dios. Ante Él debemos ayudarnos unos a otros, pero nadie suple a nadie.
Olegario González de Cardedal, teólogo.