Teoría del fracaso

Sobre la esencia y significado del fracaso parece haber poco que decir, y todo bastante sencillo y no muy brillante ni novedoso. Es sabido, por ejemplo, que cualquier persona de bien anhela el fracaso de los prevaricadores, los plagiarios y los pederastas y deplora el de los filántropos, los oncólogos y los bomberos. En general se tiende a desear el fracaso del mal y el éxito del bien, a pesar de que a veces hay gentes turbias que gozan con la frustración del adversario, aunque de ella se sigan perjuicios para el bien común e incluso para el propio (el placer de contemplar el fracaso de ciertas personas puede justificar, no en vano, sacrificios nada desdeñables).

También es cierto que a menudo se dan por buenos los fracasos de uno, o los de la causa a la que uno sirve, en virtud de la regla que aconseja fracasar en las tareas que importan relativamente poco o en trances prematuros para así poder triunfar en lo esencial y en la ocasión decisiva. Pero, salvo excepciones como éstas, regidas por la perversidad o la astucia, se da por seguro que todos buscamos el éxito y rehuimos el fracaso, con mayor o menor fortuna.

De hecho, uno de los medios más eficaces de que el político suele valerse hoy día para adular al súbdito es hacerle creer que todo el aparato del Gobierno y la Administración constituye un dispositivo pensado para reducir al mínimo la tasa de fracaso de cada cual en los más variados quehaceres. Allí donde se tiene al pesimismo por vicio y al eufemismo por virtud, la posibilidad de que cualquier empresa humana se malogre no será más que un accidente desgraciado, fruto de no haber dado todavía con las soluciones correctas. Lo normal en este mundo es que las cosas salgan bien, de modo que, cuando no es así, alguien habrá a quien echar la culpa de ello. Con frecuencia, el súbdito se tiene a sí mismo por ciudadano cuando llega a creer que quien gobierna triunfará si inmuniza eficazmente contra el fracaso al cuerpo social y fracasará si no logra este propósito. Vuestros fracasos serán los míos: apenas podría encontrarse mejor lema que éste para una campaña electoral, de no ser porque la mención misma de la palabra tabú sería contraproducente en tales ocasiones.

Pero lo cierto es que la negación del fracaso no puede resultar más infantil ni más supersticiosa. La terca observancia de este tabú produce, desde luego, estragos muy variados, aunque quizá sea en la enseñanza, y en general en todo lo que atañe a la edad juvenil, donde sus secuelas son más dañinas. Es, en efecto, un dogma que el niño y el joven deben estar protegidos contra todo fracaso porque cualquier experiencia desgraciada los deformaría y echaría a perder. Y no se trata de que se los quiera mantener, por piedad, apartados de males que ya tendrán ocasión de sufrir en la edad adulta -como cuando se le ahorra al niño conocer los pormenores de la enfermedad, de la muerte o de la infamia-, sino de prepararlos para una vida, ciertamente pueril, en la que el fracaso será objeto de tanta prohibición como disimulo.

Nadie ignora, por ejemplo, lo que significa el llamado fracaso escolar y nadie lo celebra -por lo menos en público- ni propone su fomento. No es raro, en consecuencia, que los gobernantes atentos al bien común y el variado séquito de sus asesores y portaestandartes muestren el mayor interés en reducir dicho fracaso. Pero seguramente éste es uno de los deseos que ningún político puede satisfacer nunca, y menos a fuerza de jaculatorias pedagógicas. Hacer que los niños de toda clase y lugar asimilen sin perturbación las ecuaciones de segundo grado o que ningún adolescente se atasque en la consecutio temporum son logros que no están al alcance del legislador ni del gobernante, salvo de manera rebuscadamente indirecta y con muy traicionera incertidumbre. Sin embargo, una vez que pasa a ser tarea del político no estorbar al éxito de sus súbditos e incluso promoverlo activamente, la pervivencia del fracaso escolar se convierte en fracaso del gobernante mismo o, como suele afirmarse poniendo cara de haber dicho algo infalible y muy profundo, del sistema (siendo tarea del político, claro está, sanar los desperfectos del sistema o convencer, por lo menos, de que funciona con éxito).

El procedimiento más sencillo para acabar con los males mencionados sería, sin duda, rebajar los criterios que deciden si un alumno fracasa o triunfa, y permitir que se tomase por éxito lo que antes era fracaso. Si para superar el bachillerato había que traducir a Jenofonte, a Platón y a Homero, baste, por ejemplo, con saber encontrar a Sócrates y a Aquiles en la Wikipedia, y quede lo demás para subir nota. Este proceder, sin duda fraudulento, resultaría, no obstante, menos corruptor que el que de hecho se usa, consistente no en bajar las exigencias, sino en adulterar la materia misma de estudio de manera que el fracaso resulte imposible. Sólo se enseñará lo que esté libre de todo riesgo de no ser asimilado, y lo demás se juzgará inoportuno, obsoleto, trasnochado, rancio y casi fascista.

En muchos países la enseñanza media va aproximándose a pasos agigantados a semejante patrón (en España lo hizo en los años 80 de manera violentamente rauda) y la universitaria lleva camino de tomarle la delantera: primero en las nuevas humanidades, reducidas a mera quincalla divulgativa, y ahora en el resto de las enseñanzas, gracias a la declaración de Bolonia y a una política fundada -como si de cualquier otro bien de consumo se tratara- en el culto a la calidad, es decir, en la adulación al cliente y en la satisfacción de sus caprichos.

En general, la superstición del derecho al éxito puede mantenerse siempre que el súbdito haya perdido el sentido de la diferencia entre triunfo y fracaso. El papel de la escuela es decisivo para adiestrar a la población en la atrofia de esa capacidad y así podrá esperarse con toda confianza que el súbdito adulto -orgulloso ya de ser llamado ciudadano- entre en el mercado de trabajo, y en general en el de la vida, convencido de que el fracaso no existe y de que cuando existe hay que buscarle otro nombre. En la familia, en la escuela, en lo que se llama cultura, en el ocio, en el espectáculo y en la política correcta, el fracaso ha sido abolido y el éxito se ha convertido en derecho, pero ésa no es más que la cara simpática de la moneda. La otra es la de un mercado implacable donde el fracaso está garantizado para casi todos.

En el mercado vamos desnudos, pero se nos ha enseñado a decir que llevamos un traje de la mejor hechura y a actuar contra quien afirme lo contrario. Poco importa que tu vida no sea especialmente gloriosa, porque siempre podrás gastar, mucho o poco, en bienes de consumo cuya propaganda te pinte como un triunfador o como alguien único y muy especial que tiene derecho a no ser tratado como todo el mundo. La aciaga verdad de la pedagogía moderna es que está pensada para la educación del consumidor, y de ahí que, con todo desparpajo, al alumno se le llame cliente. Si mientras tanto se destruye el servicio público de la enseñanza, que en las generaciones anteriores servía para templar el carácter, salir del entorno familiar y social y adquirir conocimiento no consumible, tanto mejor para el mercado.

Todos sabemos, sin embargo, que cualquier logro estimable es hijo y a veces también padre del fracaso, que surgió de no haber triunfado en otros torneos o de haberse abstenido de acudir a ellos, y que va acompañado de toda clase de frustraciones y derrotas. En realidad, la obra bien hecha, admirable o ejemplar suele estar compuesta de fracasos y raras veces constituyó un triunfo o condujo a él. Si por algo se recuerdan casi todos los hechos memorables es por haber fracasado injustamente, por haberse negado a competir o por haber desprestigiado a la larga lo que venía tomándose por éxito.

El buen maestro no enseña casi nunca una sucesión de triunfos, sino más bien la crónica de una serie de derrotas en las que, sin embargo, se logró poner coto parcial a la estupidez, a la rutina, a la fealdad o a la mentira, derrotas sufridas en agotadoras peleas por seres que en general no fueron felices, que no gozaron de la estima de sus contemporáneos y cuya moralidad, en numerosas ocasiones, dejaba mucho que desear: misántropos intratables, malos padres de familia, negligentes esposos y extravagantes ciudadanos, aunque a veces lo bastante hábiles para labrarse una fama virtuosa. Contar la historia universal como una cadena de éxitos es la peor lección que puede impartirse y lleva a maleducar a la juventud de la peor manera posible.

La superstición del derecho a triunfar es todo un negocio para gobernantes y capitanes de industria, pero una ruina para la inteligencia. Seguramente no resultarían muy viables una política y una enseñanza fundadas en que el mundo es un amasijo de fracasos (y seguramente un fracaso en sí mismo) con algunas sorpresas memorables surgidas a contrapelo. Quien quisiera convencer de una cosa así a súbditos o alumnos sería desalojado con violencia antes de terminar la misión. Sin embargo, la tarea del político, como la del maestro, consiste precisamente en persuadir de aquello que todos se resisten a aceptar. Desde luego fracasarán casi siempre, pero lo que no sería buena cosa es que llegaran a creerse su propia cantilena y acabasen reclamando su propio derecho al éxito.

Antonio Valdecantos, catedrático de Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid. Sus últimos libros publicados son La fábrica del bien y La moral como anomalía.