Teoría y práctica del odio

Una mujer con la bandera de Venezuela confronta a la policía durante una manifestación a favor de la oposición en marzo. Credit Adriana Loureiro Fernandez para The New York Times
Una mujer con la bandera de Venezuela confronta a la policía durante una manifestación a favor de la oposición en marzo. Credit Adriana Loureiro Fernandez para The New York Times

Hace unos días en Caracas fue detenido el politólogo venezolano Nicmer Evans, director del portal de noticias Punto de Corte. Funcionaros de la Dirección General de Contrainteligencia Militar y del cuerpo de investigaciones criminalísticas allanaron su vivienda y —al no encontrarlo— retuvieron a su familia y, después de unas horas, decidieron llevarse a su abogado “en calidad de testigo”. Es una práctica común de los cuerpos represivos del Estado venezolano. Como medida de presión ya antes se han llevado a padre, hijos menores de edad, e incluso mascotas de los ciudadanos que están buscando. Esa misma noche, Evans fue finalmente capturado. Luego pasaron 48 horas sin que nadie pudiera verlo o hablar con él. Es otro de los procedimientos policiales frecuentes en Venezuela: la detención trabucada en secuestro y desaparición.

Nicmer Evans acompañó al chavismo hasta el año 2013. Hace casi un año, contó cómo había sido su proceso y por qué se había separado de la autoproclamada “Revolución bolivariana”. La orden de aprehensión firmada por un juez lo acusa de “promoción o incitación al odio”. Tampoco es una novedad. No se trata de un caso especial, aislado. Es parte de un sistema que ha instrumentalizado el odio para poder ejercerlo con absoluta impunidad en contra de cualquier disidencia o crítica.

En la presentación ante el tribunal para ratificar la privativa de libertad, según reseña el propio portal Punto de Corte, el juez José Mascimino Márquez dijo que a Evans se le imputa el delito de promoción del odio por “unos señalamientos a Globovisión y a Maduro en unos tuits que sugieren una ‘narcodictadura’”. Aunque parezca absurdo, incluso ridículo, este argumento funciona para mantener preso a Evans.

Su caso se suma a la lista de venezolanos que —a cuenta de la supuesta promoción del odio— terminan en la cárcel. Ahí entran desde un trabajador del metro que se quejó en Facebook de que con su sueldo no podía comprar el detergente para lavar su uniforme; hasta unos bomberos que filmaron y subieron a las redes un video parodiando a Maduro, pasando por un periodista que osó publicar información sobre la situación hospitalaria, en tiempos de pandemia. En lo que va de este año ha habido al menos 21 detenciones vinculadas con las llamadas “instigaciones al odio”.

En agosto de 2017, Maduro le solicitó a la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), un institución fraguada y elegida fraudulentamente para competir con el parlamento que controlaba la oposición, que redactara una nueva ley para regular y castigar los mensajes de odio social que, según él, eran los responsables de las protestas que sacudían al país. En noviembre, la encomienda ya estaba terminada. La actual vicepresidenta, Delcy Rodríguez, entonces presidenta de la ANC, siempre comedida, ofreció al mundo ese nuevo instrumento legal, asegurando que “queremos exportar paz, amor, tolerancia”. Tres años después, los informes sobre la situación de los derechos humanos en el país señalan que el Estado en Venezuela detiene ilegalmente, secuestra, tortura de diferentes maneras y es responsable de miles de ejecuciones extrajudiciales.

Se trata de un proceso perverso: la revolución fatalmente ha privatizado el odio. Ahora se adjudica incluso de poder de legislarlo y utilizarlo en contra de cualquiera que considere su adversario. La desfiguración del sistema de justicia ha dado paso a una estructura irregular, donde diferentes factores de poder pueden actuar de manera conjunta o separada, según sus intereses, incluso según sus propios caprichos. Cualquier cosa puede ser considerada una instigación al odio.

Un instrumento legal que, en teoría, pudiera ser un mecanismo ideal para regular la intolerancia, en la práctica se convierte en lo contrario: en una forma eficaz para ejercer la violencia del Estado en contra de los ciudadanos. El espejismo de la revolución necesita permanentemente ser traducido.

Un claro ejemplo de este espejismo está en un ensayo que publicó esta semana William Ospina. Todo el análisis que propone el escritor colombiano sobre Venezuela se sostiene, en el fondo, en un acto de fe: él cree que Chávez originalmente era bueno pero que las fuerzas que se le oponían —las élites nacionales y el imperialismo— lo empujaron a hacer cosas malas. Este esquematismo devocional pretende explicar la historia, simplificándola. También en su momento, cierta derecha apeló al ataque comunista para justificar la represión en las dictaduras de Videla o de Pinochet. La realidad siempre es más compleja.

Unos días antes de la detención de Nicmer Evans, Michelle Bachelet, la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, presentó una actualización de su informe sobre la situación en Venezuela. Alertó sobre el aumento de casos torturas: “Fuertes palizas con tablas, asfixia con bolsas de plástico y productos químicos […], descargas eléctricas en los párpados […] y en los genitales”. Estos son los subtítulos que hay que leer cada vez que el chavismo hable en contra del odio y a favor del amor y de la tolerancia.

Alberto Barrera Tyszka es escritor. Su libro más reciente es la novela Mujeres que matan.

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