Terra eterna

Cuando ya nada quede de nosotros, cuando nuestra memoria no sea más que una cernudiana piedra sepultada entre ortigas y nuestros sueños apenas una invisible pátina de olvido, cuando de nuestras voces no subsista más que un eco remoto disperso entre la atmósfera de los siglos, seguirá ahí esta sólida tierra ocre dorada por la luz aún fresca de febrero. Cuando nuestros afanes se desvanezcan y nuestras quimeras se deshilachen como una bandera rota por el viento, cuando la logomaquia oportunista de la política se diluya en el tiempo como la estela de un meteoro de vanidades, seguirán de pie los olivos que puntean las colinas de Andalucía como centinelas silenciosos de la Historia. Quién sabe cuánto llevan ahí, plantados sobre el perfil ondulado de la tierra, batidos por el aire y el sol y la lluvia; largas hileras oscuras que cada atardecer dibujan sombras de plata en el paisaje cárdeno y violeta de los cerros, como un ejército incólume al desafío de la eternidad.

Estaban ahí antes de que este solar tuviese nombre, cuando los hombres eran tan sólo proyectos de una soledad desamparada que inventaba mitos para explicar el mundo. El olivo fue entonces la referencia de una cosmogonía y de una cultura. Explicado como un regalo de Atenea, se convirtió en el árbol tótem y medicinal de dioses y de héroes; de olivo era la maza con que Hércules fecundaba el suelo del jardín de las Hespérides, de olivo era el aceite que prendía la lámpara de Ulises y de olivo la rama de la paloma del Génesis, cuyo pacto de refundación de la especie se renovó en una alianza de sangre cerrada en el huerto de Getsemaní mientras Judas se ahorcaba del tronco retorcido de un acebuche.

Hubo un tiempo en que el Mediterráneo era un gran lago entre vides y olivos, por el que navegaban los barcos que transportaban a Roma el vino y el aceite de la Bética. Andaluces que aún no sabían que lo eran molían la aceituna en almazaras de la campiña del Guadalquivir y lo vertían en vasijas de arcilla horneadas a la vera del Genil y el Corbones para enviarlo a través del mar hasta la capital del imperio. Amontonadas por millones en un inmenso vertedero extramuros, esas ánforas conformaron la colina de Monte Testaccio, donde los arqueólogos han encontrado el ADN de la agricultura de la Andalucía romana. Quizá los hombres que firmaron las inscripciones de esas cántaras varearan estos mismos olivos sobre cuyo perfil verdinegro se recorta el horizonte de las torres ducales de los viejos señoríos: Osuna, La Puebla, Marchena, antiguas tierras de moriscos y frontera en que los Téllez-Girón, los Ponce de León y otras casas nobiliarias supieron erigir un esplendor artístico y cultural de iglesias, palacios y hasta una Universidad que traía ecos de Salamanca, de Alcalá y de Bolonia a los secarrales del solar agrario. De todo eso apenas si queda el rastro monumental del pasado, huellas de lo que acaso fuese una oportunidad perdida entre los sustratos de la Historia, pero en los campos que vieron alzarse aquellos blasones permanecen y se renuevan los árboles robustos que modelaron, entonces como ahora, el fondo del paisaje del trabajo y de la vida.

Toda esa memoria escondida entre los pliegues del tiempo brota actualizada en el portento sencillo, en la verdad primaria y elemental de un chorro de aceite sobre un pan de leña, un rito que actualiza como una transustanciación profana la herencia discurrida a través de los meandros de un río de siglos. El aceite contiene las claves del genoma de la cultura mediterránea, cifradas en un proceso que se ha actualizado con la tecnología hasta modificar las estructuras sociales del medio rural, pero cuya esencia persiste intacta como una reliquia milenaria. En las complejas notas de aroma de ese líquido verde y dorado, en el perfume intenso y ácido de ese zumo que hace apenas unos meses fue una aceituna prensada en frío en una almazara, se ocultan ecos frutales y sabores antiguos, un hondo bouquet de campo, soles y siglos que remiten al hondo, repetido, inmanente milagro de la tierra. La «terra eterna» que ha cimentado todo ese largo proceso de identidades superpuestas que hoy permite a los políticos engrandecer su retórica con ascuas de fatuidad inflamada de un orgullo estéril; la tierra que da continuidad a un pasado turbulento y a un presente indeciso; la tierra perenne fecundada con el sudor y la sangre, arada con la energía de generaciones capaces de transmitirse unas a otras el secreto de la tenacidad, de la persistencia y del orgullo.

Toda la historia de Andalucía, que en días como éstos de cada febrero agitan los falsos demiurgos para reconstruir el rastro de la estela de un pueblo, se resume en la presencia sigilosa del olivar como símbolo y escenario de una supervivencia. Por entre las filas oscuras que pintan la sierra con reflejos vegetales de plata ha discurrido un sendero de invasiones y luchas, de colonizaciones y asentamientos, de agitaciones sociales y de intensos chispazos convulsos que incendiaban de cuando en cuando el horizonte del conformismo. Pegando el oído a los terrones podría sentirse el eco telúrico de las voces dormidas durante milenios bajo el compás retorcido de esas ramas añosas: el seco latín de los romanos, el musical árabe hispanizado de los musulmanes, el castellano recio de la conquista, la prosodia sinuosa y coronal del andaluz y hasta el francés de las tropas napoleónicas que tras modernizar el mundo recibieron junto a los olivares de Jaén la derrota liminar que señaló el comienzo de su declive. Hoy, en un rizo caprichoso del destino, al final de una larga asíntota de encuentros, desencuentros y mestizajes, en el verdeo se escucha de nuevo el árabe de los inmigrantes que han vuelto como jornaleros del árbol del Corán a la tierra sobre la que sus ancestros califales alumbraron con el «az-zayt» el fulgor de un imperio.

Eso es lo que los andaluces somos, al fin: la cosecha de un azar incierto recogida por manos sucesivas, el simple atrezzo de un paisaje infinito, la memoria borrosa de un tránsito recortada en la bruma de una tierra abonada de derrotas y surcada por las cicatrices del tiempo. Y al final, cuando de los himnos y de las palabras y de las banderas no quede más que un recuerdo ceniciento, cuando los discursos solemnes y las proclamas huecas no sean sino la leve psicofonía del paisaje, cuando la Historia se sacuda el polvo de nuestra impronta, cuando todas nuestras rutinas, nuestras codicias, nuestras imposturas, nuestras vanidades y nuestras utopías queden arrumbadas en el pardo rastrojal de los fracasos, esa piel terrosa salpicada de olivos y encinares seguirá cada tarde acariciada como hoy por la luz tibia y la última brisa fresca del invierno. Eso es lo que al cabo de todo permanecerá más allá de la desmemoria y del abandono: el leve cimbreo de las hojas, acaso el eco lejano de una esquila o el ladrido de un perro en el horizonte sobre el que alguna vez nos creímos capaces de ser eternos.

Ignacio Camacho