Territorio «abertzale»

Uno de los elementos que llaman más poderosamente la atención en el análisis de la conducción de las actividades de las organizaciones terroristas, es el que alude a la fluidez de su base territorial. Mary Kaldor, en su estudio de las nuevas guerras, ha destacado así que el escenario geográfico de éstas -y entre ellas de las que adoptan las tácticas terroristas de ejercicio de la violencia sobre la población civil- es difuso y con frecuencia cambiante, abarcando incluso zonas transfronterizas. Sin embargo, ese carácter borroso del territorio en el que principalmente operan dichas organizaciones no oculta que, para ellas, es esencial contar con lugares en los que organizar sus fuerzas, desarrollar la logística de sus atentados, reproducir su base humana y depredar los recursos económicos que requiere su sostenimiento. Tales sitios se delimitan en función de la existencia de una población de referencia cuya singularidad étnica o ideológica se pretende defender mediante las campañas de terror, a la vez que se tiene en cuenta que, en ellas, es posible socavar la autoridad del Estado despojándole el monopolio del ejercicio legítimo de la violencia.

El caso de ETA no es diferente al de otras organizaciones terroristas, de manera que, en efecto, para el desarrollo de sus actividades ha requerido la formación dentro del País Vasco de un territorio abertzale, de una «zona liberada», sustraída al control del Estado democrático, en la que por medio de Batasuna ha podido ejercer su hegemonía. Para lograr ese dominio, que se plasma en el control de las instituciones administrativas municipales, ETA no ha dudado en ejercer todo tipo de coacciones, imponiendo las candidaturas de su propio partido, fiscalizando a los electores y coartando su libertad de voto, y tratando de eliminar a sus rivales políticos. A este respecto no es vano recordar que, a los largo del último cuarto de siglo, la geografía del terrorismo en el País Vasco ha estado en buena medida determinada por un objetivo de exclusión de los opositores al nacionalismo y, singularmente, a la propia ETA.

La participación electoral en el ámbito municipal ha sido, en todo esto, esencial. Herri Batasuna, el partido constituido en 1978 mediante la unificación de HASI, LAIA, ESB y ANV con el objetivo de lograr la independencia de Euskal Herria, que en 2001 adoptó la denominación de Batasuna, inició su andadura en las elecciones locales de 1979 logrando un poco más del 15 por ciento de los votos emitidos y apenas una décima parte de los concejales electos. Posteriormente, tras retroceder en 1983, creció apreciablemente en su voto al alcanzar, en los comicios de 1987, el apoyo de casi una quinta parte de los electores, lo que le valió una participación en el poder político cifrada en más del 21 por ciento de los ediles. La década de los noventa marcó un importante retroceso en cuanto a los resultados electorales de esta formación política que, sin embargo, supo aprovechar el paréntesis de la tregua decretada por ETA con ocasión del pacto de Lizarra y lograr, bajo la promesa de la «paz», sus mejores marcas en 1999. Y así, en este último año, obtuvo un 19,9 por ciento de los votos y un 26,5 por ciento de los regidores municipales. Pero, como fruto de su ilegalización, cuatro años después ya no pudo presentar sus candidaturas en las elecciones.

En el culminar de su poder político, Batasuna gobernaba en 44 pueblos, por lo general pequeños, aunque seis de ellos superaban los 10.000 habitantes, y extendía su influencia sobre otro centenar. El territorio abertzale abarcaba una apreciable extensión de Guipúzcoa y tenía una menor entidad en Vizcaya y, sobre todo en Álava. Su censo era próximo a las 350.000 personas, correspondiendo 204.000 a las poblaciones cuyo alcalde se encuadraba en el partido de ETA. Francisco Llera describió el perfil sociológico de este territorio señalando su baja densidad demográfica, el carácter tradicional de su estructura social, la homogeneidad socioeconómica de sus habitantes y el elevado control social que la organización terrorista ejercía sobre éstos. Dentro de su ámbito geográfico, agregó el profesor Llera, el Estado quedó seriamente disminuido, propiciándose de esta manera que se experimentara el nuevo orden nacionalista con su simbología y sus rituales, y se desarrollaran sus campañas de desobediencia civil, su maniquea división del mundo entre abertzales y españoles, y su deslegitimación sistemática de las instituciones democráticas. Y así, ETA-Batasuna acabó imponiendo un nuevo (des)orden público y, por medio del terrorismo callejero, la intimidación y la amenaza, ejerció el monopolio (i)legítimo de la violencia. Ello le sirvió, además, para obtener cuantiosos recursos económicos en forma de subvenciones a partidos políticos, créditos de entidades financieras o gestión de subvenciones a las organizaciones afines, que sumaron no menos de trece millones de euros anuales y pudieron ser destinados a la financiación de las actividades terroristas. Asimismo, encontró en los Ayuntamientos un lugar en el que colocar y pagar la nómina de unos mil militantes ocupados en tareas de captación, propaganda y control. El territorio abertzale sirvió también de base logística y refugio para los activistas empleados en la ejecución de la violencia. Y todo ello se vio premiado con la adhesión política de una parte de la sociedad vasca, de manera que al comenzar el siglo alrededor del 11 por ciento de la población adulta podía calificarse como extremista pro-etarra.

La ilegalización de Batasuna, añadida a los éxitos de la política de derrota de ETA articulada en torno al Pacto por las Libertades, desbarató el poder de la banda terrorista y, en buena medida, diluyó su capacidad de control en el territorio abertzale. Recordemos algunas cifras significativas de los efectos inducidos por aquella decisión conjunta del Gobierno presidido por José María Aznar y la oposición socialista: clausura y embargo de 220 inmuebles y, con ello, pérdida de gran parte de la infraestructura material; rescisión de los contratos a los 39 empleados en los servicios centrales de Batasuna; imposibilidad de acudir a las elecciones locales y, consecuentemente, privación de las alcaldías y los puestos de trabajo municipales de la militancia más activa; imposibilidad de gestionar subvenciones o de desviar una parte de los 200 millones de euros de presupuesto de los ayuntamientos a los fines terroristas. En definitiva, ETA acabó perdiendo su poder municipal, vio reducida de manera drástica su capacidad económica y se enfrentó en poco tiempo a una caída sustancial de su proyección política. Y así, desde 2003 la adhesión incondicional a la organización terrorista se redujo al 2 por ciento de los vascos.

Con el acceso al poder de Rodríguez Zapatero el éxito de la política antiterrorista de su predecesor fue puesto en cuestión y se impuso la apertura de un proceso de negociación con ETA. Tal negociación, lejos de ser el resultado de un efectivo final de las actividades terroristas, se ha acabado convirtiendo en un fetiche al que el Gobierno se agarra para no reconocer que el saldo que dejan sus esfuerzos se escribe en rojo, tanto por la sangre derramada como por la frustración inducida en una buena parte de la sociedad española, singularmente de los vascos. Y ahora, en este momento, se aproxima la batalla decisiva. El presidente ha accedido a que, por intermediación de ANV, Batasuna participe en las próximas elecciones municipales, propiciando así la restauración del territorio abertzale. Si no hay un tribunal que lo evite -y, aunque difícil, aún ello es posible- entonces se habrá alentado la persistencia del terrorismo nacionalista en el País Vasco. La democracia saldrá debilitada y, quién lo sabe, tal vez estemos más cerca que nunca de la independencia añorada por los muñidores de la violencia.

Mikel Buesa, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.