Terror y economía

Estados Unidos acaba de solemnizar el regreso a casa de sus tropas de combate en Irak. Dejan atrás una democracia sin gobierno y una nación étnicamente dividida. Entretanto, en Afganistán el Ejército talibán continúa avanzando y Osama Bin Laden sigue huido. Washington y sus más fieles aliados no solo no han ganado la guerra contra el terror sino que además están en quiebra. Asolados por deudas insoportables y víctimas de la peor recesión existente desde 1929, esos países temen que las agencias de calificación rebajen la categoría de sus economías. ¿Existe una relación entre ambos hechos?

Para contestar a eso tendremos que reconsiderar la idea de Osama Bin Laden, tomada por absurda, de que el 11-S infligiría una herida mortal a la economía de Estados Unidos.

Aunque el ataque supuso un daño insignificante para Wall Street, la respuesta de la Administración Bush puso en marcha una cadena de acontecimientos negativos. La Patriot Act, introducida pocas semanas después de la destrucción de las Torres Gemelas, no consiguió frenar la financiación terrorista sino que provocó una masiva huida del dólar: por miedo a ser perseguidos, los inversores musulmanes repatriaron inversiones por un valor aproximado de un billón de dólares; para evitar la vigilancia de las autoridades monetarias norteamericanas, la banca internacional sugirió a sus clientes cambiar a inversiones en euros en lugar de en dólares; finalmente, las organizaciones criminales y terroristas trasladaron sus actividades de lavado de dinero de Estados Unidos a Europa. Ya desde diciembre de 2001 estos hechos provocaron un retroceso de la demanda de dólares, haciendo bajar así el valor del billete verde.

En 1993, Dick Cheney había puesto claramente de manifiesto el deseo de los neocon de relanzar la hegemonía mundial estadounidense. Irónicamente, la guerra contra el terror representó esa oportunidad tan largamente codiciada.

En consecuencia, era necesario un cambio de régimen en Irak para asegurarse una base amiga en el corazón de una región estratégicamente importante. Con el fin de recaudar fondos con los que financiar una aventura militar tan ambiciosa, la Administración Bush acudió al mercado internacional de capitales y en pocos años vendió bonos del Tesoro por valor de 4.000 millones de dólares.

Para que la deuda de Estados Unidos fuera competitiva, la Reserva Federal redujo drásticamente los tipos de interés, que cayeron del 6% en vísperas del 11-S al 1,2% a comienzos del verano de 2003, cuando Washington creyó que había ganado la guerra en Irak. El presidente de laFed, Alan Greenspan,

continuó con esta estrategia incluso cuando la economía mundial estaba creciendo demasiado deprisa y en realidad necesitaba establecer tipos más altos para prevenir la formación de burbujas financieras.

Durante más de una década se ha empleado la bajada de los tipos de interés como instrumento para contrarrestar las crisis recurrentes de la globalización -como la del rublo y la crisis asiática- y la pequeña recesión desencadenada en el mundo occidental por el 11-S. Hoy sabemos que esa política en realidad no ha resuelto nunca los problemas subyacentes, sino que los ha ocultado hasta la crisis siguiente.

Si la Casa Blanca y la Reserva Federal hubieran prestado atención a las señales de una economía global sobrecalentada -el boom del mercado inmobiliario y el creciente endeudamiento de los años noventa-, las cosas habrían sido diferentes y posiblemente el mundo habría evitado la grave crisis económica en la que se encuentra.

La brusca caída de los tipos de interés norteamericanos y mundiales entre 2001 y 2003 creó las condiciones ideales para la extensión de la crisis de las hipotecas subprime y la titulización de malas deudas, génesis de la restricción crediticia.

Esa política también precipitó la bancarrota de Islandia, un país que acumuló una deuda de 12 veces el volumen de su PIB, y la crisis de solvencia de Grecia. En ambas circunstancias, gigantes de Wall Street tales como Goldman Sachs y JP Morgan Chase se aprovecharon de los menguantes tipos de interés para dejar que países, compañías y personas vivieran por encima de sus posibilidades. Naturalmente, durante el proceso, se embolsaron grandes cantidades de dinero.

La obsesión de Washington por una intervención militar impidió también la formulación de una política efectiva para frustrar la financiación del terrorismo, que nadie consideró nunca como una prioridad real.

Los países europeos, que tenían una larga experiencia en antiterrorismo, consintieron ese desvarío. Incluso no pudieron alcanzar un acuerdo sobre la regulación de los paraísos fiscales hasta que la recesión contrajo los ingresos por impuestos, lo que indujo a los ministros de Finanzas a perseguir a los evasores fiscales. Así es cómo los europeos supieron que desde el 11-S su continente se había convertido en el epicentro global del lavado de dinero, gracias principalmente a diversas joint ventures entre el crimen organizado italiano y los magnates de la cocaína de América Latina.

El mundo ha cambiado drásticamente mientras Estados Unidos hacía su guerra contra el terror: Occidente gastó un dinero que no tenía luchando en una guerra que no tenía nada que ver con llevar a Osama Bin Laden ante la justicia; para sustentarla, Estados Unidos alimentó una masiva burbuja financiera que finalmente estalló; desde América Latina, el narconegocio llegó a Europa vía África occidental gracias también a la novedosa colaboración con organizaciones armadas tales como Al Qaeda del Magreb; y los talibanes han llamado exitosamente a las puertas del comercio de la heroína utilizándolo para financiar su guerra contra las fuerzas de la coalición.

La oculta interdependencia entre terrorismo y economía va bastante más allá de la restricción del crédito, de la recesión y de la crisis del euro. Desde el 11-S ha ido extendiendo las fronteras de un mundo en la sombra que amenaza con reemplazar al nuestro si no nos desprendemos del legado de la guerra contra el terror. Traer a las tropas a casa no es suficiente; debemos centrar la atención en el verdadero objetivo de esta guerra, en la cuerda de salvamento del terrorismo: el dinero.

Loretta Napoleoni, economista italiana. Traducción de Juan Ramón Azaola.