Terrorismo de género

Yo siempre había sido la hija de mis padres, la hermana de mis hermanos, la vecina de mis vecinos, la compañera de los que trabajaban conmigo, la amiga de mis amigos. Él consiguió separarme de todos y de pronto me di cuenta de que no era amiga de nadie, ni vecina de nadie porque evitaba hablar con los vecinos para evitar conflictos con él, no era la compañera de nadie porque me obligó a dejar de trabajar... De pronto me di cuenta de que ya no era nada de nadie. De que ya no era nada». Me lo contó una mujer en una sesión de terapia inolvidable, una confesión que resumió en apenas un puñado de palabras la historia de millones de mujeres en miles de países a lo largo de todos los siglos.

Violencia de género: tres ministros se han reunido ex profeso, el PSOE quiere que el tema alcance rango parlamentario, los informativos enfocan sus cámaras un rato... Todo parece responder a la impresión de la muerte. De la muerte acumulada en pocos días, claro. Varios asesinatos en dos semanas sirven para hablar de «repunte». Pero no es cierto. Cuando acabe este año, el número de asesinadas será más o menos el mismo que el del pasado y ningún ministro habrá ido a un funeral. Cuando acabe este año, la cifra de mujeres heridas se medirá en decenas de miles, pero no la conoceremos. Cuando este año acabe, habrá más de 100.000 denuncias y algún millón más oculto de mujeres que no se atreven, que no pueden, que no saben... «¿Repunte»? ¿Y cuando pasen dos semanas sin un asesinato habrá... «descenso»?

Terrorismo de géneroEsta violencia no se mide sólo en sangre. Es persistente, verbal, económica, educativa, psicológica. Está en las canciones de moda, en la publicidad sexista, en la desigualdad laboral. No está aislada, no ocurre nunca una vez, ni a una sola mujer. Genera miedo. Es brutal y sutil. Es personal y estructural. Es una violencia histórica. Como el terrorismo.

Yo trabajo en un centro de recuperación y rehabilitación integral de mujeres maltratadas. Una vez fuera de la violencia nos gusta, y les gusta, llamarlas supervivientes.

Muchas de ellas no están en las estadísticas. Y aun así, las cifras son tan terribles que convierten la violencia machista en uno de los problemas más graves de la Humanidad. La estadística de muertes, agresiones, órdenes de alejamiento y de protección o de supervivientes atendidas no debería ser soportable para esta sociedad, porque nos habla de mujeres asesinadas y de otras, de número incalculable, que sufren a diario la tortura de la violencia machista. Ninguna banda terrorista tuvo nunca tantas personas secuestradas al mismo tiempo como tiene el terrorismo de género.

Y ahora traten de ver a las víctimas no sólo como una estadística, sino de una en una. Intenten ver su sufrimiento, ponerse en su piel con cada matiz de dificultad que supone su vida diaria. Estas mujeres comparten conmigo la angustia que sufren al escuchar cómo su pareja introduce la llave al llegar a casa. Cómo alguno de los niños y niñas se orinan encima, asustados por el peligro que llega con su padre. Cómo ellas y sus hijas e hijos se hacen expertos en identificar cualquier cosa en ese sonido que les dé una pista del ánimo con el que él llega a casa, para anticipar si con él aparece la tortura del terror o será una noche razonablemente tranquila.

La violencia, y esto la hace especialmente devastadora, la ejerce alguien con quien la víctima tiene un vínculo importante. Es su pareja o ex pareja y, en muchas ocasiones, el padre de sus hijas e hijos. Alguien a quien eligieron, en quien confiaron y, muchas veces, por el que aún tienen fuertes sentimientos de amor o de compromiso. Esto las convierte en víctimas diferentes que requieren de una intervención específica.

Es una creencia popular que a las mujeres víctimas de violencia les resulta difícil salir de la situación de maltrato porque son muy dependientes de su maltratador. Mi experiencia profesional con ellas es muy distinta. La dependencia es de ellos. Es significativo que los centros para mujeres víctimas de violencia de género sean lugares ocultos. La realidad es que son ellos los que las buscan y persiguen sin descanso.

Es tan específica esta violencia, está tan interiorizada bajo nuestra piel, que ellas, las víctimas, tienen sentimientos de compromiso y responsabilidad hacia sus agresores. He visto mujeres que tras años de tortura diaria, una vez tomada la decisión de escapar, pasaron la tarde anterior a su partida cocinando y congelando comida por miedo a que su torturador no fuera capaz de cocinar para sí mismo.

La violencia de género crece lentamente. La relación comienza a llenarse de comportamientos abusivos, de quejas implícitas, de peticiones de todo tipo y tan frecuentes que consiguen que la víctima invierta en atenderlas toda su energía y todo su tiempo. Hablo de mujeres que conviven con alguien que continuamente les critica o menosprecia. «Inútil, fea, guarra, puta, qué va a ser de ti sin mí, mala madre, loca, torpe, tú qué sabes, cierra la boca...» son expresiones que se harán cada día más frecuentes. Tanto, que llegará un momento en el que no consigan recordar cuándo se sentían listas, guapas, fuertes...

Cuando la violencia se extiende en el tiempo la víctima normaliza comportamientos de fuerte componente agresivo. Se trata de un proceso cognitivo por el que la víctima trata de ver como «normal» algo que de otro modo le resultaría insoportablemente doloroso. Tal proceso deriva en un aumento de la tolerancia hacia la violencia.

Las víctimas acarrean intensos sentimientos de culpa por razones que conviven y que parecerían incompatibles. Culpa por «destrozar» a su familia, por no haber «sabido llevarle», por «aguantar tanto en la relación». Y al mismo tiempo, por «no haber aguantado lo suficiente» y así seguir intentando que todo fuera bien. Y con el sentimiento de culpa, el agresor controla a la mujer culpabilizándola de cualquier cosa, especialmente de sus estallidos de violencia. «Mira cómo me haces poner», «sólo tú consigues sacar lo peor de mí».

LAS SUPERVIVIENTES sufren un alto grado de vergüenza. Las víctimas de violencia de género no tienen el mismo reconocimiento social que otras víctimas. No les resulta fácil presentarse ante los demás con el orgullo de haber conseguido salir de una situación de violencia cruel. Siempre se sienten sospechosas de algo porque una parte de la sociedad así las presenta. De exagerar, de mentir para obtener beneficios, de haber aguantado la situación de forma voluntaria, de no saber defenderse de los ataques, de no haber sabido llevar a su marido... Sus sentimientos de culpa son resultado de la forma en que la sociedad percibe el problema. De la constante sospecha de que detrás de una denuncia hay un interés de la mujer por conseguir algo diferente a su seguridad.

No podemos olvidar su miedo a no ser creídas. El fantasma de las denuncias falsas, tan bien manejado por algunos sectores, ha contribuido al temor de las mujeres a que nadie las crea. Este miedo refuerza el mantra escuchado permanentemente de labios del agresor: «¿Quién te va a creer?».

La violencia contra las mujeres es una consecuencia directa del patriarcado. El hecho de entenderse como parte de algo, no como una mujer asilada, tiene un papel fundamental en el proceso de recuperación de la mujer. Cuando una mujer dice «ahora sé que es una lucha de todas» y mejora la forma de percibirse a sí misma está empezando a salir del infierno.

Las víctimas de violencia de género tienen herida la autoestima, derrumbada en añicos su identidad, rotas las pautas de relación materno filial. Y viven en la ansiedad, la depresión, el síndrome de estrés postraumático, el proceso de elaboración de duelo... Y con todo ese equipaje de dolor encima, algunas se atreven a denunciar. Y se meten en un largo y en ocasiones doloroso proceso judicial.

En la recuperación de las víctimas de esta lacra supondría una importante ayuda que la actitud social hacia ellas fuera otra. Ojalá consiguiéramos entender la valentía de las mujeres que consiguieron decir ¡basta! Es un deber social darles el lugar que merecen, tal y como se hace con víctimas de otros terrorismos.

España ayudará a recuperar a las víctimas cuando trate la violencia de género como una cuestión de Estado, cuando las noticias de sus asesinatos sean portada, cuando a sus funerales acudan cargos políticos como en otros funerales de Estado, cuando se reciba a las supervivientes en actos oficiales, cuando no dudemos de ellas y rechacemos de plano al agresor. Puede que entonces recuperarse no les resulte tan difícil.

Nunca he conocido a personas más grandes y valientes que con las que tengo el honor de trabajar cada día.

Susana Enciso es psicóloga clínica especializada en violencia de género y trabaja en un centro de recuperación de mujeres maltratadas.

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