Por Gustavo de Arístegui, portavoz del PP en la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso (ABC, 18/05/03)
Los atentados de Casablanca y de Riad han horrorizado a la opinión pública mundial y nos recuerdan que el terrorismo acecha y golpea con saña donde y cuando puede. Su finalidad resulta cada vez más clara: desestabilizar al mayor número de regímenes que ellos consideren «corruptos, impíos y apóstatas» y sustituirlos por dictaduras islamistas radicales con el objetivo final de establecer un califato de igual ideología, además de expansivo y agresivamente proselitista. Mucho se ha escrito sobre las conexiones entre el Islam más conservador y el islamismo, por lo que conviene hacer una sosegada reflexión sobre sus conexiones y diferencias.
La alianza forjada en el año 1744 entre Mohammed Abdel-Wahab y Mohammed Ibn Al-Saud ha hecho correr ríos de tinta entre historiadores y analistas. Hoy, más de uno se empeña en relacionar el islamismo radical con el wahabismo, sin hacer un análisis más sosegado de las fases intermedias que llevan del Islam conservador al islamismo, además de no entender la realidad religiosa, social e histórica de la península Arábiga. El Islam sunní, que practican el 80 por ciento de los creyentes musulmanes, está dividido en cuatro escuelas jurídicas (en realidad de interpretación teológica), que en orden de rigor son la hanbalí, malekí, hanafí y sha´afí. El wahabismo, por lo menos la parte más oficial del mismo, sigue de forma inflexible la primera escuela, que a su vez propugna la aplicación literal del Corán y demás fuentes del derecho Islámico.
A lo largo de la historia, el wahabismo ha sido acusado de proselitismo violento y de una extrema rigidez e intolerancia hacia otras formas y escuelas del Islam. Desde sus inicios contaron con una fuerza armada ágil y muchas veces brutal, llamada los Ijwan (la hermandad), que se dedicaba a intentar imponer sus ideas y su forma de ver el Islam al resto de los musulmanes. En ocasiones poblaciones enteras eran masacradas si no se sometían a sus dictados
Buena muestra de este talante fue la destrucción de la tumba del Profeta en el siglo XIX, así como de los restos del Iman Hussein (nieto del Profeta, mártir y héroe del chiísmo) en la ciudad santa chií de Karbala, en Irak. Para el wahabismo cualquier práctica del Islam que admita la veneración a personas, tumbas o «santos» se considera una expresión de idolatría incompatible con su interpretación de la fe musulmana y por ello perseguían a todo aquel que peregrinaba a la tumba del Profeta, puesto que, según ellos, sólo se puede adorar a Dios, del que el Profeta fue su mensajero. Para los wahabíes lo único importante es la revelación, y por mucho respeto que le tuviesen, ni el mismo Profeta debía rivalizar con el Dios único y su Revelación. La adoración, admiración a las personas, o la peregrinación a las tumbas se castiga severamente. Sirva como anécdota señalar la polémica suscitada entre los ulemas (doctores de la ley) cuando se instauró la televisión en Arabia Saudí o cuando se quiso grabar el retrato de los reyes de la dinastía Al-Saud en los billetes del rial, moneda saudí, puesto que en ambos casos ciertos ulemas consideraron estas manifestaciones como graves casos de idolatría.
Los terribles atentados de Arabia Saudí y Casablanca corroboran que Islam e islamismo no sólo son realidades distintas sino antagónicas. El islamismo radical es la negación del Islam. No obstante lo anterior, la frontera entre las formas y escuelas más conservadoras y rigoristas del Islam y los partidos y grupos islamistas son cada vez más difusas. Estamos ante un movimiento que pesca fantásticamente bien en las turbulentas aguas del radicalismo, el fanatismo y el ultra-rigorismo religioso. El Islam y los musulmanes, en consecuencia, son la primera víctima del islamismo. No es menos cierto que las formas más conservadoras del Islam son el mejor caldo de cultivo para generar brotes de islamismo radical y así reclutar a sus militantes y sus terroristas. Por eso, es especialmente lamentable que algunos países con concepciones muy rígidas y conservadoras del Islam hayan favorecido o tolerado la aparición de madrassas (escuelas coránicas) islamistas radicales, pensando que en realidad se trataba sólo de expresiones especialmente rigoristas del Islam, pero que no eran necesariamente violentas. En este contexto se ha producido la financiación y el apoyo por parte de algunos gobiernos e individuos a ciertos movimientos, partidos políticos de corte religioso, fundaciones y ONG que en realidad, más que conservadoras, eran claramente islamistas radicales. En algunos casos las contribuciones públicas y privadas fueron hechas de buena fe, sin saber realmente el destino que se iba a dar a ese dinero; en otros se hacía a sabiendas del carácter violento de esos grupos y de que entre sus fines se encontraba el terrorismo.
En el caso concreto de Arabia Saudí se ha practicado una peligrosa estrategia del avestruz, ignorando las consecuencias a medio y largo plazo que algunas ayudas a esos movimientos podrían acabar teniendo, no ya para el Islam en su conjunto, sino incluso dentro del propio Reino Saudí. En consecuencia, se produjo un curioso fenómeno que podría calificarse, quizá, de un «pacto de no agresión», permitiendo a los proselitistas más radicales ejercer sus labores en el extranjero siempre y cuando aceptaran no desestabilizar «en casa» con su doctrina, arengas y propaganda intolerantes y violentas. No conviene deducir automáticamente que las autoridades saudíes supieran de antemano de las verdaderas intenciones de estos grupos radicales, pero no parece aventurado inferir cuál era su verdadera naturaleza.
Por todas estas razones, hay que aplaudir como buena noticia la seria advertencia hecha a estos grupos por parte del Príncipe Heredero de Arabia Saudí, que, sin embargo, se nos antoja un tanto tardía. Sin embargo, los atentados de los días 12 y 16 de mayo no fueron los primeros cometidos en tierras árabes (recordemos la toma de la gran mezquita de la Mecca en 1979 o el camión bomba de Dahran, los atentados de Líbano, Argelia, Egipto y tantos otros). Mucho me temo que no serán los últimos.
El islamismo radical, por otra parte, es algo bien distinto al Islam conservador, aunque muchas veces beban en fuentes comunes. Se trata de un fenómeno que tiene orígenes históricos e ideológicos diferentes, que dista mucho de ser homogéneo y unívoco. Las diferentes tendencias en el seno del islamismo tampoco coinciden sobre los medios para obtener los fines que en apariencia son idénticos: la instauración de un califato islamista dictatorial y opresivo en toda la Umma (unidad de creyentes). Entre grupos islamistas de distinta naturaleza y origen se está produciendo una dura pugna por el poder y la influencia de los círculos más radicales del mundo musulmán.
Para diferenciarse del islamismo radical, el Islam moderado debería condenar enérgicamente la barbarie del terrorismo, dejar de denominar a sus partidos como «islamistas» (recordemos que tanto en Turquía como en Marruecos los partidos islámicos moderados se llaman «islamistas moderados»). En Occidente deberíamos huir de la tentación de demonizar a todo el Islam político, que por ser conservador o de inspiración netamente religiosa no tiene por qué ser considerado violento o ilegítimo.
Por último, no conviene perder de vista que muchos analistas y políticos se apresurarán a hacer lecturas prematuras y sin fundamento suficiente de lo ocurrido en Riad y Casablanca. El islamismo radical nunca ha necesitado excusa alguna para cometer brutales atentados; su historia lo demuestra más allá de toda duda. Ninguna democracia que se precie debe amedrentarse ante el chantaje del terror. No lo hemos hecho los demócratas españoles con ETA y resulta impensable que lo vayamos a hacer con Al-Q´aeda o la sanguinaria ideología que lo alimenta.