Terrorismo moderno: días de furia

Cinta policial alrededor del lugar donde ocurrió una explosión en Ansbach, Alemania, el 25 de julio de 2016. Murió un hombre, hubo 12 heridos. Aún no se conocen los motivos de la explosión. Daniel Karmann / European Pressphoto Agency.
Cinta policial alrededor del lugar donde ocurrió una explosión en Ansbach, Alemania, el 25 de julio de 2016. Murió un hombre, hubo 12 heridos. Aún no se conocen los motivos de la explosión. Daniel Karmann / European Pressphoto Agency.

El 14 de julio, día en que se conmemora la toma de la Bastilla, en Niza, Francia, 85 personas murieron después de ser arrolladas por un hombre que conducía un camión por el paseo marítimo. Cuatro días después, un hombre de 17 años atacó con un hacha a los pasajeros de un tren cerca de Würzburg, Alemania. Cuatro días más tarde, un hombre de 18 años mató a disparos a ocho personas en un centro comercial de Múnich.

A los dos días, un hombre de 27 años hizo explotar una bomba que llevaba consigo afuera de un festival de música en Ansbach, al sur de Alemania. Ese mismo día, un refugiado sirio de 21 años mató a una mujer a machetazos en Reutlingen, cerca de Stuttgart, también en Alemania.

Dos días después, dos hombres jóvenes atacaron una iglesia en St.-Étienne-du-Rouvray, en el norte de Francia, y degollaron a un sacerdote. La semana pasada, una persona fue asesinada por un hombre con un cuchillo en medio de una multitud en el centro de Londres.

No es de sorprender que un artículo del mes pasado en la revista alemana Der Spiegel haya preguntado: “¿El mundo ha enloquecido?”. Parece que vivimos en una época de violencia psicópata y furia política. “Muchos de nosotros”, concluye el texto, “simplemente ya no entendemos el mundo”.

No es que Europa, de repente, se haya vuelto susceptible a ataques terroristas. La base de datos de terrorismo mundial muestra que en Europa occidental las muertes por terrorismo han disminuido a partir de principios de los años noventa. Lo que ha cambiado es la naturaleza del terrorismo.

En el pasado los grupos que recurrían al terrorismo, como el Ejército Republicano Irlandés (IRA), lo hacían motivados por objetivos políticos específicos: una Irlanda unida o una Palestina independiente, en el caso de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Por lo general había una relación entre la causa política de la organización y sus actividades violentas.

Los yihadistas son diferentes. No suelen tener un objetivo político explícito y los motiva un odio visceral hacia Occidente. Algunos analistas sostienen que un ataque como el de Niza es una “repercusión” de las políticas externas occidentales, pero es difícil discernir cualquier nexo racional entre las políticas de Occidente en Irak o Libia y el asesinato de gente que celebraba fiestas patrias en un paseo marítimo.

Por supuesto, en la mente de los perpetradores siempre hay una relación; están llevando a cabo una guerra justificada contra Occidente, al que ven casi como un monstruo mítico. Es por eso que un acto yihadista casi nunca está relacionado con una demanda política, sino que se entiende más bien como una batalla existencial para derrotar al monstruo, en la que cualquier acto está permitido.

Sin importar lo que uno piense sobre las actividades de grupos como el IRA o la OLP, estos obedecían ciertas reglas y contenían un fundamento racional. Son la arbitrariedad de la violencia yihadista y su indiferencia a cualquier límite moral lo que la hacen tan aterradora.

Lo que define la violencia yihadista de hoy no es un enojo justificado ni una cólera política, sino una sensación de furia amorfa y a menudo personal. Esta furia no es exclusivamente islamista.

Cuando un hombre armado de origen iraní se desquició en un centro comercial de Múnich el mes pasado, de inmediato se asumió que era un terrorista islamista. El hombre, Ali David Sonboly, pudo haber sido terrorista, pero no era islamista. Claramente era un joven que sufría de un trastorno mental, orgulloso de compartir su fecha de nacimiento con Hitler y obsesionado con los tiroteos masivos y en particular con Anders Breivik, el neonazi noruego que mató a 77 personas en 2011.

Sonboly no es el único asesino no islámico motivado por la furia. En junio, dispararon y apuñalaron a una integrante del parlamento británico, Jo Cox, en Bristall, un pueblo de Yorkshire, quien murió mientras hacía campaña antes del voto sobre la pertenencia del Reino Unido a la Unión Europea. Cuando le preguntaron en la corte cuál era su nombre, Thomas Mair, el hombre acusado de asesinarla, respondió: “Mi nombre es muerte a los traidores y libertad para el Reino Unido”.

Un año antes, Dylann Roof, un estadounidense de 21 años obsesionado con ideas sobre la supremacía de la raza blanca, mató a tiros a nueve personas negras en una iglesia en Charleston, Carolina del Sur. El mes pasado, Micah Xavier Johnson, un veterano del ejército, asesinó a balazos a cinco policías en Dallas, al parecer en venganza por las personas negras que han sido víctimas de la policía.

Ni el ataque en Londres ni el ocurrido cerca de Stuttgart tuvieron motivos políticos; ambos parecen más bien actos de sujetos con trastornos mentales. Sin embargo, algunas personas se negaron a creer que no fueran ataques yihadistas, y advirtieron sobre una oscura conspiración para ocultar la verdad. Esto puede ser irracional, pero también refleja el cambio en la naturaleza de la violencia pública.

En el pasado, la distinción entre la violencia política y la furia psicópata era relativamente clara. Ya no es así. Ahora parece haber un continuo entre la violencia ideológica, la ira inconexa y un cierto grado de sociopatía o enfermedad mental. Aquello que constituía la violencia ideológica está en decadencia; en cambio, la ira amorfa se ha convertido en una característica constante de la vida pública.

Esto sucede, en parte, por el derrumbe de los límites sociales y morales que alguna vez funcionaron como protección ante tales conductas. Las sociedades occidentales están más separadas socialmente y más escindidas por políticas de identidad. Algunas instituciones como la iglesia y los sindicatos, que alguna vez ayudaron a que las personas socializaran e inculcaban un sentido de deber hacia los demás, ya no tienen la misma influencia de antes.

Esas identidades amplias se han erosionado, y tanto las redes sociales tradicionales como las fuentes de autoridad se han debilitado, por lo que el sentido de pertenencia de las personas se ha vuelto más provincial. Los movimientos progresistas que le daban a la injusticia social una forma política se han desvanecido. En cambio, los nuevos movimientos de oposición a menudo tienen su origen en la identidad religiosa o étnica, y toman formas sectarias o separatistas.

Hay una creciente insatisfacción con todo aquello que suene a “corriente dominante”, y existe la percepción de que el mundo es un lugar fuera de control, dominado por fuerzas malignas. Todo esto ha ayudado a incubar un sentimiento de furia sin vía de escape, ha socavado los vínculos entre los seres humanos y ha debilitado la distinción entre la sociopatía y la violencia política.

Como la canciller alemana Angela Merkel señaló hace unos días, es un mundo donde los “tabús de la civilización” se rompen con mucha facilidad. Lo que hace del terrorismo actual algo tan amenazante no son los actos de violencia en sí mismos, sino la aparente fragilidad de nuestros órdenes sociales y morales.

Kenan Malik es el autor de “The Quest for a Moral Compass: A Global History of Ethics” y un columnista de opinión.

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