Terrorismo y perversión de la acción política

Mikel Buesa, Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid (ABC, 21/01/04).

La reciente atención que Ernest Benach, presidente del Parlamento de Cataluña, ha prestado, recibiéndolos en audiencia oficial, a los familiares de los terroristas de ETA encarcelados para cumplir la condena a la que fueron sentenciados por sus crímenes, ha puesto otra vez de relieve el problema de la degradación moral a la que pueden verse sometidas las instituciones políticas -y quienes en ellas ostentan su dirección o su representación- cuando el terrorismo acaba enquistándose en la sociedad. Porque el terrorismo no es un simple fenómeno delictivo que extiende su acción letal sobre sus víctimas inmediatas -una tras otra, individualmente consideradas- o que causa destrucciones materiales que, no por horrendas, dejan de estar acotadas dentro un pequeño espacio geográfico. No; el terrorismo, por la finalidad política que persigue, busca destruir también los fundamentos de la organización de la sociedad y, en particular, trata de pervertir los valores establecidos en ella que la generalidad de los ciudadanos admitimos como inspiradores de nuestras relaciones mutuas.

En esta corruptora tarea los ideólogos de las organizaciones terroristas -y también quienes se apoyan en ellas para coadyuvar a sus propios fines- se ven favorecidos por el anonadamiento que la mayoría de los seres humanos experimentamos cuando tienen lugar los atentados en los que pierden la vida nuestros congéneres. Inspirados por la conciencia de que nuestra propia supervivencia como especie exige de todos y cada uno de nosotros la cooperación con los demás, y apoyados en la experiencia de habernos sentido confortados, ante cualquier contrariedad, por el auxilio de otros, nos resulta extremadamente difícil contemplar la brutalidad de la agresión de un ser humano sobre otro sin tratar de encontrar alguna explicación para ella, haciéndola justificable. Por esta razón, no sorprende que, en más de una ocasión, se haya argumentado que el terrorismo encuentra su razón de ser en las condiciones objetivas de las naciones en las que surge, particularmente en la pobreza y en la opresión, lo que de ser cierto no se compadece con el hecho de que se haya asistido a episodios terroristas en países de alto y de bajo nivel de desarrollo, o de que la mayor parte de los militantes de organizaciones terroristas sean personas que se adscriben a los estratos medios y superiores de renta y nivel educativo de sus respectivas sociedades. Y tampoco llama a escándalo que a esos militantes se les considere como unos meros idealistas descarriados. Véase, si no, esta significativa definición que, en 1994, avanzó el que ahora se despide como máximo dirigente del nacionalismo vasco: «Los presos de ETA -dice Xabier Arzalluz- no son delincuentes porque no matan para enriquecerse, ni para beneficiarse personalmente, sino por un ideal político».

Y es que detrás de este tipo de argumentos se esconde, en unos casos, la incapacidad bienintencionada para observar que el terrorismo no es sino una de las más llamativas expresiones del mal en nuestro tiempo; y, en otros, su deliberada ocultación en el ejercicio del más rastrero de los oportunismos políticos. Concebir el mal no resulta nada fácil; hasta el punto de que incluso muchas personas de sincera y profunda religiosidad lo desechan de su raciocinio como una tentación imposible. Y, sin embargo, sólo como una manifestación del mal se puede observar que un etarra como De Juana Chaos, convicto por haber participado en múltiples asesinatos, cuya condena suma varios miles de años, solicitara langostinos y champán a la dirección de la cárcel en la que está recluido, para festejar la ejecución de Tomás Caballero a manos de sus correligionarios; o declarara, con motivo del atentado mortal contra el matrimonio Jiménez Becerril, que «me encanta ver las caras desencajadas de los familiares en los funerales; ... sus lloros son nuestras sonrisas y acabaremos a carcajada limpia» (ABC,9 de enero de 2004). Porque es, en efecto, el mal lo que se exhibe tras las decisiones sobre la vida o la muerte de los otros y lo que, cuando así se reconoce, conduce al arrepentimiento. El estremecedor testimonio del voluntario Bobby, antiguo miembro del IRA, acerca del asesinato en 1973 de Gary Barlow, recogido por Rogelio Alonso en su reciente libro «Matar por Irlanda», así lo expresa: «Allí estaba de pie. Lo recuerdo de pie llorando, llorando. Llorando vivamente enfrente de mí ... Lo tengo muy presente, probablemente hasta el día en que me muera. Recuerdo a ese joven soldado llorando, le caían las lágrimas por el rostro y yo y otro voluntario le matamos, le disparamos a bocajarro ...Y lo siento de veras por el soldado Barlow, lo siento de veras ... Siento una profunda compasión ..., por supuesto que la tengo, si no la tuviera sería un psicópata».

El mal, cuya esencia es una negatividad que impide que asome la verdadera faz del alma humana, constituye un desafío para la inteligencia, pues, como apuntó Hannah Arendt en una de sus cartas a Gershom Sholem, «el pensamiento intenta alcanzar el fondo, llegar a las raíces, y en el momento en que se ocupa del mal queda frustrado porque no encuentra nada». Es a ese desafío al que, después de tanto sufrimiento, deberían haberse enfrentado los Benach que pueblan las instituciones, hoy las catalanas y desde ayer las vascas, para reconocer que nada hay en el mal con lo que pueda construirse un proyecto de vida individual ni nada en el terrorismo con lo que puedan cimentarse las complejas estructuras de la vida colectiva en una sociedad democrática. Entonces habrían sabido que esos ejercicios de equidistancia entre ETA y sus víctimas -que un día consisten en ofrecer el foro parlamentario para que se reivindique un tratamiento privilegiado a los presos etarras, otro en otorgar una subvención a sus familiares para que les resulte menos oneroso visitarlos, y un tercero en colocar a sus dirigentes al frente de los trabajos del legislativo sobre los derechos humanos- encierran una profunda injusticia para con éstas, pues al colocarlas en el mismo nivel que a sus verdugos, se las hace culpables de su propia desgracia y se da una justificación moral a quienes la causaron.

Los terroristas cierran así su círculo de influencia institucional y pervierten la acción política de quienes a sí mismos se contemplan como genuinos demócratas que ostentan la representación de la ciudadanía. Entonces, aquellos sólo tendrán que esperar a que, por un golpe de suerte o de audacia, en una coyuntura favorable propiciada por la desorientación a la que éstos someten a la sociedad, puedan asaltar el poder y hacer viable su proyecto totalitario. Por eso, si verdaderamente se quiere contribuir a desarraigar el ejercicio de la violencia política en España, no puede bajarse la guardia ni dejarse ningún resquicio para que ésta alcance la menor traza de legitimidad. En un momento electoral como el que, en lo inmediato, se afronta, ello debería ser meridiano para todas las fuerzas políticas que, a derecha e izquierda, no importa, se reclaman con capacidad para asumir la dirección, en una senda de progreso y bienestar, del conjunto de la sociedad.