Mucha gente intuyó que Isabel Díaz Ayuso iba a ganar las elecciones de 2019 cuando la vio de televisión local en televisión local explicando cada detalle de cada municipio y las reformas necesarias. Eran los días aquellos de las risas con los atascos, cuando todo el mundo se burlaba de la candidata y venía a decir “¿de dónde la han sacado?”.
En ese contraste entre la burla generalizada y la demostración de la competencia propia se generó lo que podríamos llamar un “efecto Gran Hermano”, es decir, una mayoría de indecisos y desencantados -en este caso de centro derecha- tomó partido por la víctima del escarnio constante. Al fin y al cabo, tan mala no podía ser esa chica si se conocía la Comunidad al dedillo y parecía saber qué hacer con ella.
Si vas a basar tu campaña en insistir en que alguien es tonto, incapaz y malvado, sin matices, más te vale que de verdad sea tonto, incapaz y malvado. De lo contrario, quien acabará haciendo el ridículo serás tú. Por qué todos los partidos parecen haber incurrido en ese mismo error dos años después, la verdad es que se me escapa: en lo que va de campaña, hemos visto de todo menos cercanía hacia los problemas reales.
Del mismo modo, nos han sobrado insultos, incitaciones al odio y comentarios de cantina de madrugada. Del “personaje” a la “filonazi” a los “brigadistas”. Se han arrojado muertos a la cara como quien se pega con una almohada a los ocho años. Han abusado de la pereza del cliché, del dato fuera de contexto y el insulto personal para contentar a los propios.
Echamos de menos precisamente los detalles: un atisbo de cercanía. Si hace dos años, Ciudadanos perdió su gran oportunidad por empeñarse en centrar el debate en los okupas y Bildu como grandes problemas de Madrid, este año Vox dobla la apuesta y además se empeña en convencerte de que a tu abuela le están robando la pensión los menas. La banalidad del mal.
Todo vale para conseguir un par de escaños más y si alguien se parara un momento, estudiara bien la situación, se aprendiera los datos y aportara soluciones, al menos conseguiría la atención de los 600.000 madrileños que se calcula aún siguen indecisos. Pocos me parecen.
Ciudadanos y la batalla del 5%
Ese sería el perfil de un Edmundo Bal, por ejemplo, y el hombre lo intenta, pero le falta la convicción de una narrativa. Llenar las farolas apelando a las bondades del “centro” es mejor que colgar del edificio Iberia lonas gigantes enumerando a los enemigos de España y fomentando el tremendismo. Ahora bien, volvemos a lo de siempre, ¿qué es el centro si no una definición ajena? Ser de centro es no ser un extremo.
Lo que parece decir Edmundo Bal todo el rato es “yo nunca seré como ellos, yo soy distinto”. Pero, ¿distinto a quién?, ¿distinto a qué? Uno quiere “gobernar en serio” y la otra quiere evitar la llegada del comunismo y los supermercados vacíos. ¿Cómo te diferencias de tamañas vaguedades e imposibles? Es como darle puñetazos al aire.
En el debate del miércoles en Telemadrid, Edmundo encontró un enfoque de partida muy atractivo para sus ex votantes: “¿Preferís que en el gobierno estemos nosotros o esté Vox?”. Era una buena disyuntiva porque atraía público de los dos lados del espectro político. El problema, de nuevo, fue la concreción. Las cosas mismas.
Bal navegó durante casi dos horas entre las incongruencias de alguien que no ha estado estos años en la política madrileña y desconoce lo que ha pasado en la Asamblea. Cuando Gabilondo se puso a repartir muertos por ideología, lo único que supo contestarle fue: “A mí no me puede decir nada”. El hombre que nunca estuvo ahí. La encuesta-flash de Telemadrid le dio como perdedor absoluto. No lo pareció, pero se ve que estaba condenado de antemano.
El problema de Bal y de Ciudadanos es que intentan recuperar un espacio que ya está ocupado y es muy difícil con todo el mundo jugando al empate. Da la impresión de que pocas cosas van a hacer cambiar las encuestas, salvo que se las invente Tezanos, claro.
Este jueves, el CIS publicaba un sondeo en el que le daba a los tres partidos de izquierda un máximo de 73 escaños. Es difícil encontrar ningún otro que les acerque siquiera a los 68 que se necesitan para forzar una repetición de elecciones. No parece casualidad que se publique justo después de ese “Pablo, tenemos doce días para ganar estas elecciones”.
La chica “dama de hierro”
Volviendo al mundo real, puede que después del debate, Monasterio frene su caída demoscópica y Ayuso frene su subida. La candidata de Vox tiene la habilidad de decir unas barbaridades tremebundas sin alterar el gesto, como cuestiones de hecho. Te vas a la compra y te han ocupado la casa, ¿a quién no le ha pasado eso?
No hay un rastro de épica ni de orgullo en su argumentario, lo que la diferencia de otros líderes de extrema derecha. Presenta excepciones como hechos irrebatibles y eso es probable que guste entre un electorado convencido, por aterrador que resulte a un espectador imparcial. Después de mí, el diluvio. La búsqueda y señalización del enemigo como base del programa político es algo que ya hemos visto en casi todos los nacionalismos y no podía faltar en este.
En cuanto a Ayuso, a veces da la sensación de que es una cuando juega en casa, ante su público, y otra cuando juega fuera. Una especie de equipo griego de baloncesto de los años 80.
No es fácil que te acusen de la muerte de decenas de miles de personas, eso para empezar, pero si sabes que lo van a hacer, tienes que poder reaccionar. Una presidenta no puede no saber ni cuánta gente ha muerto ni puede permitirse no explicar qué parte de esas cifras corresponde a su gestión, por triste que sea que entre todos hayan convertido una masacre en una especie de Eurovisión por regiones.
Nada más acabar el debate, Díaz Ayuso fue la única en salir de su atril e ir a saludar al resto. Empezó por Gabilondo, siguió por Bal y cuando se cruzó con Mónica García, dudó y ya dio al resto por imposible.
No voy a decir que el PP se equivoque al intentar convertir a su candidata en una “dama de hierro” porque ahí están los resultados, pero siempre me da la impresión de que funcionaría mejor desde su lado humano: imperfecto pero trabajador, gestora desde el entusiasmo y tremendamente agradable en la cercanía. A medio y largo plazo, puede que esta fuera una apuesta más segura, pero es como si alguien no se fiara del todo. Una pena.
Su gran rival, Ángel Gabilondo, tampoco tuvo un gran día: hace ya tiempo que los sondeos le bajan del 25%, algo que pocos esperaban, y él no hace mucho por revertir la situación. De un catedrático se puede esperar una retórica solvente y una argumentación clara, pero nos encontramos siempre con todo lo contrario.
Sus asesores se empeñan en que repita cifras que ni se sabe bien, ni entiende ni son justas con su contexto. Gabilondo no puede quedar reducido a un señor que enseña tarjetitas con colores. Tampoco puede andar con medias insinuaciones porque no le sale.
Cuando se dedica a tirar muertos a la cabeza de Isabel Díaz Ayuso o viene a decir que sus datos son falsos, el público se viene arriba pero la voz se le va apagando. No deja de ser el candidato del partido que centralizó la gestión durante los meses más duros para Madrid, los de los casi 15.000 muertos en una primavera.
Errejonismo sin Errejón
Aunque la media de encuestas sin contar al CIS sigue dando a la izquierda en torno al 45% de los votos, es decir, diez puntos menos que la derecha incluyendo a Ciudadanos, Mónica García y Pablo Iglesias siguen intentando movilizar a un supuesto electorado que no está muy claro que exista.
El mantra de la izquierda en todas las elecciones es el mismo: “La mayoría social es nuestra, así que si todo el mundo votara, ganaríamos nosotros. En consecuencia, si no ganamos, es que no todo el mundo vota”. Como consuelo, puede estar bien; como argumentario, resulta flojito.
A Iglesias le dijo Ayuso en el debate que “caía muy mal en Madrid”. Fue otro comentario gratuito e impropio porque Iglesias, madrileño de pura cepa, caerá bien a algunos, regular a otros y muy mal, por supuesto, a los que no simpatizan con sus ideas ni sus formas. Nadie le puede negar, eso sí, el empeño.
Quizá por su experiencia como profesor, es un hombre que se prepara las cosas y que sabe encauzar las cuestiones hacia donde le conviene. Acostumbrado a la trinchera ajena, siempre se le ve cómodo en estos enfrentamientos aunque solo sea por su capacidad para mantener la calma y poner nerviosos a todos los demás. Frunce el ceño, coge el boli y parece otro. Incomprensiblemente, nadie insistió en sus responsabilidades, quizá porque nadie quiera darle más protagonismo del que merece como sexta fuerza en las encuestas.
Con todo, es verdad que los anti-Iglesias en Madrid son muchos y es más difícil encontrar tantos anti-Mónica García. La candidata de Más Madrid puede incluso doblar a su matriz, consolidando el errejonismo sin Errejón de forma mucho más natural que la que estamos viendo en Unidas Podemos. Es simpática y enfática, dos cosas que no suelen darse juntas. Otra cosa es que te presentes en un debate con unos datos y no sepas ni de dónde han salido, como le pasó con la bajada del PIB en Madrid. Se percibe a veces en la candidata un exceso de entusiasmo, un exceso de convencimiento. Puede que sea lo que necesite la izquierda en este momento, pero en ocasiones la lleva a una belicosidad innecesaria.
En resumen, uno habla con su entorno o bucea en las redes sociales y da la sensación de que todo voto va a ser un voto contra alguien, así que lo único que puede hacer cambiar un resultado tan previsible es un ejercicio de impopularidad grotesco por parte de alguno de los candidatos.
No sé cuántos votos le va a dar a Vox lo de los menas pero desde luego sé cuánto va a movilizar a votantes de izquierdas anestesiados e incluso va a replantear su apoyo a moderados de derechas. Tampoco sé cuántos votos le va a dar al PSOE o a Más Madrid repetir que Ayuso es una asesina, pero sé la reacción en favor de la presidenta que va a provocar.
Aun así, como los errores más o menos se igualan, seguimos a la espera de algo que probablemente no llegue nunca. Porque no puede llegar. Porque estamos agotados y enfadados y aún queda, claro que queda. Al fin y al cabo, en dos años tendremos que volver a votar y la mayoría está a otra cosa, que se parece mucho a sobrevivir o, como poco, a sobreponerse, que, como decía Rilke, lo es todo. Y como el público no espera nada, el político tampoco lo da: pereza y odio, odio y pereza. Poca cosa para premio tan grande.
Guillermo Ortiz