Thatcherismo a la sueca

La paradoja es la siguiente: sufrimos una crisis económica de derechas, provocada por los excesos del mercado, pero los ciudadanos europeos están castigando a los partidos de izquierda. Esto se debe, sostiene la opinión generalizada, a que la izquierda ha sido poco ambiciosa ideológicamente a la hora de defender un papel más activo para el Gobierno, tanto a nivel nacional como a través de un pacto de gobernanza global.

Este análisis olvida un argumento importante en ciencia política comparada. Como advierte Paul Pierson, en las sociedades posindustriales de crecimiento económico sostenido, pero modesto, y de impuestos elevados, como la nuestra, vivimos atrapados en una pinza. Por un lado, las prestaciones sociales no pueden aumentar en este contexto de permanente austeridad, pero por otro, tampoco pueden recortarse debido a su continua popularidad. Como resultado, tendrán una ventaja electoral aquellos partidos que sepan sacar el máximo provecho a los recursos existentes. En otras palabras, la batalla política se desplaza del terreno del qué debe hacer el Gobierno -dimensión que a duras penas se puede alterar- al terreno del cómo debe el Gobierno prestar sus políticas, y ahí hay mucho margen para la mejora, como intuitivamente saben los ciudadanos que a diario se acercan a cualquier Administración, escuela, hospital o ente público.

La actual crisis económica ha acentuado todavía más este dilema. El Estado es, si cabe, un poco más popular, como dicen muchos líderes de la izquierda. Pero también tiene muy limitados sus recursos, y en menos de cinco años, los Gobiernos de los 10 países más ricos del mundo deberán cerca de 40.000 euros por cada uno de sus ciudadanos. Los partidos de centro-derecha han entendido que no pueden pedir a los ciudadanos -airados por el dinero público que se ha destinado a corregir los desaguisados financieros de unos pocos- que se paguen sus pensiones, educación o sanidad. Esta limitación ha supuesto, paradójicamente, una ventaja para estos partidos, que no han tenido más remedio que concentrarse en una batalla política tradicionalmente desdeñada, pero que cada día cuenta un poco más para los ciudadanos: cómo mejorar la prestación de las políticas públicas existentes.

Por el contrario, la izquierda se encuentra anclada en la quijotesca labor de diseñar una nueva ideología que otorgue un papel más determinante a las instituciones públicas, algo que queda muy alejado de las preocupaciones cotidianas de los votantes, centradas en las escuelas que reproducen fracaso escolar, en los hospitales que acumulan listas de espera o en las trabas burocráticas para abrir un negocio u obtener una licencia pública.

El centro-derecha europeo, en el entorno ideológico hostil de esta crisis económica, está girando hacia una forma particular de hacer política, basada en la dimensión del cómo hacerlo mejor, que ha sido utilizada exitosamente por los partidos liberales de los países nórdicos. Para quebrar décadas casi ininterrumpidas de hegemonía socialdemócrata, los partidos de centro-derecha nórdicos han tenido que ser muy imaginativos en sus propuestas, optando por algo que podríamos llamar Thatcherismo a la sueca. El objetivo es ofrecer los más equitativos (y a la larga eficientes) servicios públicos asociados con la socialdemocracia nórdica a través del más eficiente (y a la larga equitativo) mecanismo asociado con el Thatcherismo: la libre competencia.

Pongamos el ejemplo de la educación. En tiempos de escasez, los ciudadanos no se sienten atraídos por partidos que simplemente ofrecen más gasto público, o más Estado, en educación. Además, mayor gasto no garantiza siempre mejor educación ni promueve siempre la igualdad de oportunidades educativas. El innovador modelo sueco se ha basado en la progresiva introducción de competencia en la prestación de una educación universal y equitativa. En primer lugar, con un rechazo a la figura del profesor-funcionario, lo que aumenta la flexibilidad y la competición interna dentro de la escuela pública. Y en segundo lugar, con la implantación de un sistema radical de "cheques escolares", lo que incrementa la competición externa.

En este sistema, el Gobierno paga la misma cantidad por alumno a cada escuela -ya sea pública o privada- que cumpla unos criterios básicos de calidad. Dos requisitos garantizan que todos los padres, independientemente de sus recursos económicos, puedan elegir la mejor escuela posible para sus hijos. Las escuelas privadas que quieran entrar en este sistema no pueden solicitar dinero a los padres y no pueden discriminar en función de habilidad o de origen étnico.

Es importante puntualizar que esta reforma no representa una tercera vía como el Nuevo Laborismo británico. Por ejemplo, la política educativa de Blair o Brown limita la competencia a unas instituciones educativas muy determinadas e impide, además, que puedan hacer negocio. En Suecia, por el contrario, las escuelas pueden obtener beneficio económico de su actividad, lo que puede actuar como un incentivo para aumentar la calidad de la educación y reducir los costes. Irónicamente, el modelo de cheques escolares, ideado por algunos de los pensadores más neoliberales, como Milton Friedman, ha alcanzado su máximo esplendor precisamente en uno de los países con mayor tradición socialdemócrata del mundo.

A pesar de los múltiples problemas que se derivan de llevar a cabo un objetivo muy de izquierdas -una educación que dé oportunidades a todos, ricos o pobres- con un medio muy de derechas -el mercado-, el éxito de este modelo empieza a ser evidente. Primero, los estudios demuestran que la competición entre escuelas públicas y privadas por una misma financiación pública lleva a mejores resultados educativos. Segundo, la mayoría de partidos nórdicos, incluso los inicialmente reticentes, lo apoyan. En palabras del ex ministro de Educación sueco Per Unckel, hay consenso en que "la educación es demasiado importante como para dejarla en manos de un solo productor". Si a un niño le toca una mala escuela pública al haber nacido en el barrio erróneo, el Estado tiene la obligación de ofrecerle alternativas, ya sean públicas o privadas.

En tercer lugar, es el modelo al que aspiran tanto asesores de Obama en EE UU como de David Cameron en el Reino Unido. Son políticos de signo ideológico opuesto, pero con voluntad ambos de romper con viejos intereses anquilosados en sus partidos: Cameron, con los grupos de interés que quieren preservar una educación elitista, y Obama, con los intereses de unos sindicatos que pretenden que la educación pública sólo se pueda prestar a través de escuelas públicas.

Pero la educación es sólo un ejemplo. Los Gobiernos de la Europa nórdica, cuyas competitivas economías año tras año encabezan los listados de los lugares preferidos para invertir, están profundizando en estas reformas en la prestación de diversos servicios públicos, sobre todo a nivel local. Hay, por tanto, mucho espacio para la innovación política en el resto de Europa. Pero ésta no reside en el mediático choque ideológico entre Estado y capitalismo a nivel global, en el que anda enfrascada la izquierda; sino más bien en la contraposición rigurosa de estudios de políticas públicas que intenten descubrir lo mejor de lo público y de lo privado a la hora de prestar servicios justos y de calidad.

Por lo general, a la izquierda le asusta cualquier referencia al thatcherismo y a la derecha le atemoriza cualquier mención al pseudosocialista Estado de bienestar nórdico. Los valientes a ambos lados que sean capaces de vencer esos prejuicios serán posiblemente los dueños de la política del futuro. De momento, el centro-derecha -siguiendo el ejemplo de la coalición de gobierno de Reinfeldt en Suecia o de la oposición tory de Cameron, que acaba de presentar un innovador programa de thatcherismo a la sueca para el Reino Unido- parte con una ligera ventaja. Si quiere competir, el centro-izquierda debería también poner cuanto antes rumbo al norte de Europa.

Víctor Lapuente Giné, profesor de Ciencia Política en el Quality of Government Institute de la Universidad de Gotemburgo, Suecia.