The Champ

Algunos especialistas aseguraban que Carmen Basilio, el magnífico peso medio de los años cincuenta, habría sido campeón del mundo diez o quince años seguidos si los combates por el título se hubieran celebrado en bares o salas de fiesta y no en el ring del Madison Square Garden. Es posible. Pero incluso en el difícil territorio de los tugurios, donde abundan los botellazos, yo siempre hubiera apostado por Ray «Sugar» Robinson, un artista y, a la vez, el más contundente pegador de aquellos viejos y dorados tiempos del boxeo. The Champ.

La Selección española de fútbol se parece mucho al irrepetible «Sugar» Ray. También ilumina su época con un fulgor desconocido hasta hoy e influye en la sociedad como las más grandes empresas. Si cotizara en Bolsa, la Selección jugaría en la liga de Telefónica, el Santander o Inditex. Y como el campeón del Cadillac rosa, «Sugar», los chicos de Del Bosque aceptan cualquier tipo de peleas. Donde sea. A cualquier hora. Bajo el sol de «Las cuatro plumas» o empapándose en «Las lluvias de Ranchipur». Porque todos son The Champ. A lo largo de este primer campeonato en África, hemos visto cómo salían adelante, tanto en luchas callejeras dentro de guaridas portuarias —sobre todo, contra Chile y Paraguay, extraordinarios equipos— como en el ring del Caesar Palace de Las Vegas ante la mejor Alemania de los últimos veinte años.

Contra pronóstico, Holanda se llevó la final a un pub de los bajos fondos. La escuadra de los tulipanes, ganadora de catorce partidos consecutivos, heredera de Cruyff y Van Hanegem, de Krol y Neeskens, planteó la última batalla como un Jake LaMotta con copas que se enfrentara a tres camioneros en un antro del Bronx. La propuesta táctica de Marwijk, traicionando el Fútbol Total de Rinus Michels, fue de lo más elemental: jugar al límite de lo que permitiera el árbitro inglés; sacar todo el beneficio posible a las jugadas a balón parado y, lo más importante, llegar a toda costa a los penaltis. Para ello, los Van Bommel, De Jong, Mathijsen y el resto de la banda, parapetados tras la barra, deberían lanzar a Xavi y a Xabi cuantos taburetes y sillas pudieran, así como atizar a Iniesta y Villa con los tacos de billar (y las bolas), y, bueno, intentar que los brazos de Heitinga y Van Persie relampaguearan con cristales de jarras y vasos rotos a modo de picas. Nuestra Selección, aunque añoraba el ring, no retrocedió ni un centímetro en una reyerta digna de Five Points. Y a punto de sonar la campana, con casi todos desparramados por el suelo, Iniesta lanzó un terrible y preciso gancho de derecha y fulminó por K.O. técnico (nunca mejor dicho) a la verdadera Naranja Mecánica, la de la violenta película de Stanley Kubrick, y no la de Rep y Haan. Y no diría yo que Marwijk no obligara a sus muchachos a ver un par de veces en el vestuario las andanzas de Malcom McDowell en un DVD, en 3-D, por supuesto.

Los que saben certifican que en el fútbol el ritmo sale del estilo. El combinado español, durante décadas, no ha tenido estilo. Quizá porque siempre han primado aquí los clubes sobre la Selección. Pero ahora sí tiene un estilo el equipo nacional. El sosiego. Eso que nos transmitieron Velázquez y Cervantes; una virtud poco española, es cierto. Es sosiego, serenidad, hasta silencio —hace falta silencio para pensar— lo que atesora «nuestro» centro del campo (donde se fabrican las victorias), una zona creativa como no se ha visto otra desde los días de Zito y Didí. Sosiego frente a la adversidad, moderación ante los resultados favorables. Este maravilloso conjunto de caballeros que forma la selección campeona del mundo (y de Europa), y que se ha traído el Grial para España, tiene tanto talento para jugar como humildad para comportarse fuera del estadio. Y aquí no debemos olvidar la magistral dirección de Vicente del Bosque ni, menos aún, la valentía de Luis Aragonés al elegir la excelencia por encima de la fisicidad, la calidad por delante de la envergadura, la clase antes que la estatura. Ambos, Vicente y Luis, han preferido un fútbol romántico a un fútbol profano. Una idea tan renovadora como la W-M o el 4-2-4.

Cuando observo a Xavi o a Iniesta —años atrás me ocurría lo mismo con Luis Suárez— tengo la impresión de que son sus miradas las que organizan el juego. No es que vean más que otros, o más lejos, sino que ven antes, como algunos maestros del cine, Ford, Hawks, Lang o Chaplin. La mirada es la verdadera puesta en escena de una película. También lo es de un partido de fútbol. Driblar, pasar o tirar. Es curioso. Los equipos que mejor fútbol han hecho —Uruguay durante la década de los veinte, los húngaros de la primera mitad de los años cincuenta, el Real Madrid de Di Stéfano, los brasileños del 58 y el 70, el Barcelona de Guardiola— , estos asombrosos conjuntos, decía, consiguieron deslumbrar a las gradas no solo perfeccionando al máximo el digamos oficio, las estrategias o la preparación física, sino gracias a una especie de purificación. Esa epifanía, esa catarsis, se hace palpable siempre que juega la Selección. Y todavía más. Piqué, Casillas y el resto —y los que no han sido convocados esta vez— nos están ayudando a mantenernos niños por las noches, cuando una nostalgia de cromos de Gaínza, Zarra o Molowny, de radios capilla con ojo mágico que albergaban la voz de Matías Prats —«…Igoa avanza por la posición teórica del medio volante izquierdo…»— , pizarras de cafés y bares donde se apuntaban con blanco España los resultados de la jornada dominical, el «tendido de los sastres»… y tu padre llevándote de la mano a Chamartín, al Metropolitano o a Les Corts, con una excitación como jamás has vuelto a tener. Sí. Los campeones están logrando que no perdamos del todo nuestra infancia. Ni nuestro país. Ya lo escribió Albert Camus, un portero de los que se tiraban a los pies del delantero centro: «La Selección es la patria».

Una última nota. El avance tecnológico en las retransmisiones televisivas cada nueva Copa del Mundo es increíble. Jamás soñamos con ver repetidos con esa mágica precisión los goles o los fuera de juego. Las repeticiones con cámaras superlentas —lo adelantaba McLuhan en su famoso «Instant Replay»— nos llevan no sé si a repensar o a madurar en apenas cinco segundos; lo malo es que cuando vemos el córner o la falta repetidos, como ya conocemos el resultado de la jugada sin «experiencia previa», se produce en nuestro cerebro algo muy parecido al envejecimiento, o a pensar que igual te estás convirtiendo en un personaje de «Inteligencia Artificial», por no abandonar a Kubrick. Así y todo, ¡qué grande es el fútbol!

José Luis Garci