He visto dos veces seguidas la serie «The Crown» ( La Corona). La primera vez me quedé boquiabierto por la historia, las interpretaciones y la narración visual. La segunda disfruté aún más de los detalles, de la psicología de los personajes y de la mezcla de tradición e innovación de la Monarquía británica. Qué envidia. Aquí, una serie así, como diría Sabino Fernández Campo, ni está ni se la espera.
«The Crown» cuenta los primeros años del reinado de Isabel II con tal potencia cinematográfica que deja al espectador hipnotizado, fascinado por unos diálogos que cortan como cuchillas y por un argumento de estirpe shakespeariana. Es una lección de historia y vida: cómo un rey tímido y tartamudo se convirtió en un hombre cabal que entendía la democracia mejor que muchos políticos; cómo el éxito de la institución radica en la ejemplaridad y la no injerencia en asuntos de gobierno; y, por último, cómo Winston Churchill, el primer ministro que lideró la lucha de la democracia contra el nazismo, tuteló a la joven e inexperta Isabel II en los inicios de su reinado hasta que, agobiado por la edad y los achaques, dimitió del cargo y reconoció emocionado que ya no tenía nada más que enseñarle a una reina que había aprendido con rapidez.
La serie no es un relato edulcorado de los Windsor ni una hagiografía, sino lo contrario: la historia de un éxito colectivo conseguido por hombres y mujeres llenos de defectos que se dejaron aconsejar, así como de un pueblo que entendió el valor simbólico y funcional de la Monarquía. La cosecha de premios obtenidos no nos extraña a quienes hemos quedado magnetizados por ella y nos hemos conmovido al ver cómo Churchill era homenajeado por el Parlamento con un retrato suyo mientras sonaba Pompa y circunstancia, o mientras el rencoroso y atildado Duque de Windsor veía por televisión la esplendorosa ceremonia de coronación de su sobrina. En esos momentos hemos sentido un patriotismo reflejo, tal como nos sucede con películas épicas de directores como Spielberg, Mel Gibson, Frank Capra, John Ford o Peter Weir. A falta de pan, nos queda Hollywood.
El cine es un poderoso catalizador de emociones, un reflejo de las sociedades donde se crea y un decisivo moldeador de conciencias. Nos entretiene, nos hace reflexionar y ayuda a educarnos sentimentalmente. Y de la misma manera que hay finales de películas magistrales, como el de «Casablanca», por su exaltación del amor que sabe renunciar y de la amistad naciente, también hay comienzos impactantes, como el de «Amadeus», en el que el decrépito y olvidado Salieri, tras intentar suicidarse, destila su resentimiento contra la genialidad de Mozart, porque la música de este es admirada por eterna, y la suya, olvidada por mediocre.
En España, hay un nada despreciable síndrome de Salieri, un resentimiento social encarnado por un extremismo en el que se amalgaman sansculottes y pijos antisistema que no buscan labrarse un futuro, sino rectificar el pasado. Organizan escraches en domicilios particulares para amedrentar y en universidades para no dejar hablar, y no escriben greguerías de 140 caracteres, sino tuits reconcomidos por el rencor. Les estorba la realidad porque viven en un imaginario, pero no engañan a nadie: son lobos vestidos con piel de zorro. Jodidos por la colosal empresa nacional que fue la Transición, pretenden una moviola para ajustar cuentas con la historia, sembrar sal en los campos de la concordia conseguida, jugar a demiurgos que trocean la nación y reformar la constitución para iniciar un viaje a ninguna parte porque dicen que está obsoleta. Anda que si se enteraran que la de los EE.UU. es de 1776…
Estos inquisidores la han tomado con el Rey. Imbuidos de una estética zarrapastrosa, rasgan sus fotos boca abajo, como en un exorcismo, decapitan su retrato manejando guillotinas con manos en las que se tatúan odio y queman sus imágenes en aquelarres poniendo caras de pinturas negras de Goya. Lo abuchean en actos deportivos al sonar el himno y se colocan con pancartas ofensivas en las cercanías del teatro Campoamor de Oviedo justo antes de la entrega de los premios Princesa de Asturias, un acto cultural de repercusión mundial. Son como replicantes de «Blade Runner», porque saben que sus actos se perderán como lágrimas en la lluvia.
La mayoría silenciosa que trabaja o busca empleo, estudia y vive en paz y ama nuestro país, ¿qué puede hacer ante este panorama iconoclasta que esconde un proyecto de desmembración nacional? Algo que saben los hombres que, al comprar el ABC, se lo meten doblado bajo el brazo y caminan como mariscales, y las mujeres que lo leen en tabletas o en papel y, al terminar, sonríen. Veamos.
No estamos solos: nos tenemos a nosotros mismos. El desnorte y tibieza de una parte de la clase política se tornará en GPS y firmeza cuando la presión de la sociedad civil de izquierda, derecha y gama gris centrista la obligue a reaccionar. Disponemos de la experiencia de quienes fueron jóvenes en la Transición y de la ilusión de los que lo son hoy, pues los profesores conocemos el brillo en los ojos de los alumnos cuando se les explican episodios de la historia que concluyeron con éxito. Tenemos empresarios que han creado millares de empleos de calidad que son los mejores embajadores de la Marca España, y que reinvierten sus ganancias en centros de investigación y donan parte de sus beneficios a organizaciones caritativas (algo que subleva a los sembradores del odio). Al viajar por España palpamos su diversidad, su pujanza económica (pese a todo) y la férrea voluntad de seguir viviendo juntos hoy como anteayer, y luego lo contamos. Tenemos un patrimonio cultural glorioso, unos deportistas de élite que ayudan a cohesionarnos y una historia compartida.
Y tenemos un Rey que, aunque no le gusten los toros, es para que le tocasen Churumbelerías cada vez que pronuncia un discurso o nos representa.
Todo ello nos da algo imprescindible para vivir en nuestra vieja nación.
Esperanza.
Emilio Lara, historiador y escritor.