'The Monkey King'

Ojeaba y hojeaba indolentemente el periódico del miércoles cuando me quedé enganchado en la foto de Zapatero «en las nubes», abriendo la marcha de la recua de pelotas que le acompañaba en la subida a los Picos de Europa. Pero lo que fijó mi atención no fue ni la árida belleza del paisaje ni el enigmático rictus de felicidad pintado en el rostro del presidente, sino la implacable determinación vertical de su cayado. Tengo que preguntarle al tal Calleja, que al parecer producía el evento, si los hacen de vara de avellano o su procedencia es más exótica. El caso es que si al santo se llega por la peana, yo llegué al escalador por su cayado. Fue una revelación. ¡Cáspita, si resulta que este tío va de Sun Wukong!

¿Sun Wu qué? Nadie mínimamente familiarizado con la cultura china me haría esa pregunta. Es como decirle a un español: «¿Don Qui qué?». Pues Don Quijote, claro. Pues Sun Wukong, claro.

Estamos hablando del protagonista de Viaje al Oeste, una deslumbrante novela de aventuras de más de 2.000 páginas que algunos manuales catalogan como «anónimo del siglo XVI» y otros atribuyen a un tal Wu Cheng-en. Estamos hablando del Rinconete y Cortadillo chino. Estamos hablando de un pícaro con forma de mono que es a la vez mago, sacerdote, juez, sabio y guerrero. Estamos hablando de un Bugs Bunny sin orejas y con rabo. Estamos hablando, tal y como Hollywood nos lo mostrará muy pronto, de... ¡¡The Monkey King!!

Que nadie piense que fue a Walt Disney al que se le ocurrió tratar de forma antropomórfica a los animales. Ni tampoco que fuera cosa de los chinos asociar a los monos a la vez con la travesura y la sabiduría, tal y como consta en los más antiguos naipes castellanos o en las añejas etiquetas del ya legendario Anís del ídem. Pero lo cierto es que esta saga-fuga de Sun Wukong es de lo más apañado que ha dado jamás el género.

Resulta que, habiéndose tomado el simio espabilado y siempre insatisfecho las llamadas Píldoras de la Indestructibilidad, se sintió en condiciones de desafiar a todas las fuerzas establecidas en el Reino Celestial. Y así fue como el advenedizo, el teórico don nadie, el simpático macaco, minusvalorado por todos menos por sí mismo, llegó primero a vencer a las más aguerridas cohortes del Ejército Celestial y pudo sobrevivir después a mes y medio de cocción dentro de un Caldero Mágico -algo así como lo del hemiciclo del Congreso, pero a lo bestia- del que salió fortalecido con el don de percibir el mal allí donde se halle, a través de sus Huo Yan Jin Ping o «fieros ojos dorados».

Cinco siglos después de estos hechos cuya desembocadura describiré más tarde, Sun Wukong emprende su magical mistery tour hasta la India para ayudar al monje Xuanzang, alias Tripitaka, a recuperar los textos sagrados del budismo. En ese viaje él y su cayado representan una misma cosa: la rebeldía que late detrás de toda búsqueda, la aventura del inconformismo y la disidencia.

No es casualidad que Mao Zedong se sintiera fascinado por el hedonismo adanista del supermono. Y digo adanismo hedonista porque el Gran Timonel consideraba que, a la postre, no había mejor fuerza seminal de la revolución interminable que esa megalómana capacidad singular de enredar y enredar hasta «crear problemas en el Cielo». Por eso elogiaba a menudo la «temeridad de pensamiento» y la atolondrada arrogancia de quien se comportaba como si fuera el primer simio que jamás hubiera pisado sobre la Tierra.

Por eso tampoco es casualidad que los mayores piropos se los echara en vísperas de desatar su Revolución Cultural. Mao veía en Sun Wukong un espíritu incontrolado, trasgresor y, sobre todo, iconoclasta. Justo el modelo que necesitaba cuando creía llegada la hora no sólo de derribar estatuas -todas, menos la suya- sino también de romperles la crisma a sus modelos. Para los jóvenes Guardias Rojos, diablillos empujados a una orgía de violencia contra sus profesores y sus propios padres, el cayado del Rey Mono se transfiguró de báculo en garrote.

Mao tenía claro que «para enderezar un error es necesario traspasar los límites establecidos» y ello requería gente capaz de comportarse de manera «salvaje y ruda». Pero, sobre todo, disfrutaba escandalizando a los jerarcas comunistas aburguesados por la buena vida y obligándoles a emprender la huida hacia delante de la revolución permanente. Era el momento en que el de facto emperador de China se desdoblaba en su admirado Sun Wukong y procedía a desalojar a bastonazos a los mercaderes del templo que él mismo había instalado allí.

Los propósitos de Zapatero son menos radicales y, por supuesto, sus métodos mucho más pacíficos; pero su irreverencia hacia los valores tradicionales, su afán por desafiar las leyes de la costumbre -e incluso, a poder ser, las de la física-, su afán por desconcertar hasta a sus más próximos y su deleite por el caos creativo le asimilan al modelo de los grandes destructores de templos. He ahí el grave peligro que anida bajo la advertencia de sus «fieros ojos dorados».

Puesto que no hay mejor escaparate de la personalidad de cada quien sino su conducta en la práctica deportiva, día tras día adquiere para mi más relevancia la aguda observación de un amigo común: «Fíjate en que cuando de verdad disfruta José Luis es cuando sólo está compitiendo consigo mismo. Lo del baloncesto con unos cuantos que reúne por allí no es más que un entretenimiento para pasar el rato. Lo que a él le motiva a fondo es subir a la montaña o perderse en un río de León y aguantar tenazmente durante horas hasta que consigue lo que busca».

Cuando se mira en el espejo de su demonio interior, Zapatero nunca se ve ni como un buen administrador, ni como un impulsor de consensos, ni menos aún como un bondadoso padre de la patria. El se siente pacifista, pero no pacificador. Todo lo contrario: él cree que su mandato como gobernante de izquierdas le obliga a rebelarse contra los fundamentos mismos de la sociedad establecida y a servir de agente catalizador de transformaciones profundas en la mentalidad colectiva. Ni los propios pilares que sustentan las siglas del PSOE quedan a salvo de ese implacable revisionismo sonriente, toda vez que «bajar impuestos es de izquierdas» o «la Nación es un concepto discutido y discutible».

Zapatero se siente realizado cada vez que va un paso más allá de la prudencia, incorporando a sus políticas ese punto de más de sal y pimienta que las vuelve conflictivas. A otro le hubiera bastado garantizar la plena igualdad de derechos civiles de los homosexuales con una regulación equivalente a la que rige en la mayoría de los países democráticos; él vio el cielo de la provocación abierto cuando los «colectivos» se empeñaron en que su unión civil también se llamara matrimonio. Otro hubiera dicho que apoyaría el Estatut que aprobaran las Cortes Generales y el Tribunal Constitucional; él tenía que ser más que nadie y se comprometió a hacer suyo «el que viniera de Cataluña». Cualquier otro habría interrumpido para siempre su partida de ajedrez con la muerte tras el atentado de la T-4; él se aferró a la supuesta demanda de los mediadores internacionales para enfangarse en una oprobiosa última ronda, con tal de no tirar la toalla de sus fantasías.

Luchar contra la violencia doméstica protegiendo a las mujeres dentro de los límites del derecho positivo habría sido suficiente para otro; él necesitaba pasar a la Historia como el que pusiera fin al maltrato en los hogares y si para ello había que tirar por la calle de en medio del derecho penal de género y convertir a todo varón denunciado por su pareja, con razón o sin ella, en un español desigual ante la ley, pues mala suerte. No se hacen tortillas sin romper -nunca mejor dicho- algunos huevos.

En la disyuntiva entre fomentar la promoción de la mujer e imponerla, lo suyo es lo segundo. En la disyuntiva entre reformar la Ley del aborto y promover una nueva, vamos a por todas. En la disyuntiva entre eutanasia pasiva y eutanasia activa, ¿para qué limitarnos a regular la muerte digna, cuando existe la oportunidad de legalizar el suicido asistido? En la disyuntiva entre el espíritu de la Transición y el de la revancha, ¿cómo no ensalzar el truculento disparate de Garzón -otro que tal baila, sólo que mucho peor persona- si, aunque no tenga la menor viabilidad jurídica, proporciona el gozo incomparable de ver en estado de irritación a la derecha?

Cada mañana el adalid de la democracia deliberativa se levanta con el zurrón de su talante repleto de buenos propósitos, pero cada tarde el trapecista le gana la partida al estadista. Es algo superior a sus fuerzas. Está en su naturaleza. No lo puede remediar. Zapatero es un racionalista con alma de estratega, pero corazón de saltimbanqui.

Quien niegue el carisma de su maléfico atractivo, o no se ha fijado bien o simplemente miente. Aun en sus más catastróficas comparecencias -verbigracia la del miércoles- hay un punto de desafío en su conducta, un gesto de fresco desparpajo que obliga a prestarle al menos atención. «¿A qué ha venido usted hoy aquí?». «Pues a dar la cara». O sea, que no tengo nada que ofrecer porque las dos o tres cosas que se me han ocurrido ya las he soltado el domingo en el parlamento de los mineros de Rodiezmo y en relación a lo demás no he logrado ni siquiera poner de acuerdo a mis ministros; pero, aunque me vais a brear durante toda la mañana, yo saldré vivo de este caldero y de paso os soltaré cuatro frescas. Toma ya, monólogo interior.

Sun Wukong no tiene razón, pero genera simpatía. Cuando se estrene en España el mes que viene, veremos que tal es The Forbidden Kingdom, última gran adaptación cinematográfica del Viaje al Oeste, pero seguro que the Monkey King funciona como reclamo de taquilla. Hasta los japoneses -enemigos eternos de los chinos- se inspiraron en él para el personaje del protagonista de su cómic manga Dragon Ball y Damon Albarn, una de las figuras con más talento del pop británico, acaba de dedicarle una ópera que se estrenó en julio pasado en un teatro acondicionado ad hoc en Londres. Cuando al nuevo base Sun Yue -encargado esta temporada de abastecer de alley hoops a Pau Gasol en los Lakers-, empezaron a presentarle como el Magic Johnson chino, fue él mismo quien cortó por lo sano: «No me llaméis Magic, llamadme Monkey King».

Nadie duda que el circense y pinturero Sun Yue contribuirá notablemente al espectáculo en el Forum Arena, pero está por ver que ayude de verdad al equipo de Los Angeles a conquistar el anillo de campeones tras el fiasco final de hace unos meses. Una cosa es hacer el mono y otra cambiar la Historia en tiempos difíciles.

El destino ha hecho coincidir las dos investiduras presidenciales de Zapatero con los dos mayores traumas de nuestra experiencia colectiva más reciente. La de 2004 estuvo marcada por el 11-M. Esta de ahora, por el dramático desplome de la Economía. En ambos casos la excepcionalidad de las circunstancias no sólo justificaba sino que abiertamente aconsejaba aparcar los aspectos más polémicos y divisivos del programa socialista e impulsar sendos proyectos de unidad nacional frente a la adversidad. Pero, bañado por lo que deberíamos bautizar ya como el Espíritu del Mono Rey, él optó por manejar la investigación del 11-M como elemento de confrontación contra el PP y está optando por convertir la respuesta a la crisis económica en el nuevo campo de batalla frente a Rajoy. Quien, para escándalo de los suyos, se olvidó del socialismo cuando había riqueza para repartir quiere hacer un alarde ideológico ahora que las arcas públicas se le van quedando vacías.

Hay que reconocer que sería heroico y glorioso capear una crisis tan negra y terrible como ésta incrementando a la vez la protección social. Pero hay cosas que ni siquiera están al alcance de the Monkey King. Por eso mi pasaje favorito de sus aventuras es aquel en el que el mismísimo Buda se ve obligado a poner coto a sus turbulentos envites contra la estabilidad del Reino del Cielo y le atrapa en la palma de su enorme mano. Amiguito, de aquí no escaparás. El futuro de Sun Wukong depende ahora de la apuesta que se plantea entre ambos. Buda le concede una única oportunidad de salir de su mano, pero si no lo consigue le espera la peor de las mazmorras. El supermono acepta el envite desde la confianza de que, con el impulso de su cayado, sus poderes le permiten recorrer 108.000 millas de un sólo salto. Aquello va a ser tan sencillo como coser y cantar.

The Monkey King da, pues, su espectacular brinco y aterriza en un remoto paraje presidido por cinco imponentes pilares. Muy en su papel, no sólo se enorgullece de haber alcanzado los límites mismos del Cielo sino que decide dejar constancia de su gesta orinando en la intersección de los dos primeros pilares cual si se tratara de la tapia de la Academia. Entonces Buda suelta una carcajada, le insta a darse la vuelta y le hace ver que sigue dentro de la palma de su mano y no ha llegado sino hasta el lugar de donde brotan sus dedos.

El castigo del Mono Rey fue quedar enterrado cinco siglos bajo el peso de una enorme montaña. Eso mismo durará la impopularidad de Zapatero si su única manera de tratar de escapar del estancamiento, la inflación y el paro continúa siendo desconcertarnos con sus cada día menos gráciles volteretas.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.