Desde que supe que Zapatero había bautizado como Pearl Harbor el ataque de los mercados contra el euro que le obligó a dar un giro copernicano a su política económica, no puedo dejar de interpretar la actualidad a través del prisma de la II Guerra Mundial. Hace dos semanas advertí que, más que a la de Roosevelt tras el bombardeo japonés, su situación se asemejaba a la de Churchill después de la apurada evacuación de Dunkerque. Por lo tanto debía de formar un gabinete de guerra, poner la lengua castellana en orden de combate y anunciar con bravura a la nación un periodo de fuertes sacrificios. No sólo no ha hecho ninguna de estas tres cosas, sino que la palabra clave del decreto sobre la reforma laboral -«razonabilidad»- ni siquiera está en el diccionario.
Trataba de explicarle que sobrevivir a su temido mes de junio significaría simplemente el final del principio y de ninguna manera habría base para creer haber alcanzado el principio del fin. Pero Zapatero escucha a tanta gente de ideas opuestas con el mismo buen talante, que no hace caso a nadie durante más de 10 minutos. Hoy explicamos por qué más que un churro, la reforma laboral terminó siendo una croqueta recalentada, fruto de demasiadas idas y venidas. Y todo indica que, una vez que el presidente ha dejado de ver las orejas del lobo a la altura exacta de sus cejas, la fase de abnegada cordura está disipándose a la misma velocidad con que cobró forma. Pobre de él, pobres de nosotros.
Para entender lo que le pasa hay que remontarse unos meses más en la crónica de aquellos meses en los que el destino del continente europeo quedó marcado, hace 70 años, por el desenlace del pulso entre dos políticas antagónicas en la mayor de sus islas adyacentes. Y si se trata de encontrar a un gobernante al que los acontecimientos le obligaron a rectificar, poniéndole en la desairada tesitura de hacer lo contrario de lo que venía predicando, el modelo no sería Roosevelt -tampoco, por supuesto, Churchill- sino Neville Chamberlain.
A Zapatero le molestó mucho el miércoles que Rajoy le presentara en el Parlamento como un gobernante sometido al protectorado de la Unión Europea y no hiciera otro tanto con los demás líderes que también han tenido que aplicar de repente duras políticas de ajuste. Pero no tenía razón. La diferencia estriba en que ni Merkel, ni Sarkozy, ni Cameron habían dicho una semana antes de llevarla a cabo que no era necesaria una mayor reducción del déficit, ni menos aún habían alardeado con insistencia de que nunca abaratarían el despido. Quien sí hizo ese papelón fue Chamberlain, al tener que pasar en 24 horas de una similar obstinación en la política de apaciguamiento que había desembocado en el oprobio de Múnich, a la declaración de guerra a Alemania cuando a comienzos de septiembre de 1939 las tropas de la Wehrmacht invadieron Polonia. El aún líder del Partido Conservador se tragó todas sus palabras, nombró a Churchill primer lord del Almirantazgo -o sea ministro de Marina- y con el sentido de la responsabilidad propio de un acrisolado patricio de una vieja democracia, empuñó la batuta para interpretar una nueva sinfonía bélica. Pero pronto quedó patente que en el fondo de su corazón no creía en lo que hacía.
Un cuerpo expedicionario cruzó el Canal para respaldar la ofensiva francesa en el Sarre, destinada a obligar a los alemanes a distraer parte de las fuerzas dedicadas a la nueva violación de Polonia. Pero el ataque se detuvo tras haber penetrado tan sólo ocho kilómetros en territorio enemigo. Entre tanto, la RAF iniciaba sus misiones sobre suelo alemán… lanzando millones y millones de panfletos contra el régimen de Hitler, como únicos proyectiles. Su propósito era demostrar a los nazis cuán vulnerables eran, pero eso sólo sirvió para hacerles reforzar sus defensas antiaéreas, además de -como dijo un alto cargo militar- «suministrarles papel higiénico para varios años de guerra».
Empezaron llamándola la guerra del confeti y el senador americano William Borah terminó bautizándola The Phoney War, algo así como la guerra de pega. «Europa estaba pacíficamente en guerra», escribiría William Manchester, subrayando que la única baja británica en el continente fue un cabo que se hirió mientras limpiaba el arma. Aquello era una guerra sin guerra. Exactamente lo que más podía gustarle al archipacifista Chamberlain.
Aunque hubo episodios que impregnaron la pugna por la supremacía naval de un aura de misterio y aventura, como la incursión de un submarino alemán hasta la base de Scapa Flow o la persecución y hundimiento del acorazado de bolsillo Graf Spee ante la rada de Montevideo, durante ocho interminables y aburridos meses no ocurrió nada relevante en el teatro de operaciones terrestres. Mientras en el Reino Unido se suscitaba el debate sobre si debía mantenerse o no la prohibición de encender el alumbrado público por la noche -pues proliferaban los accidentes de tráfico en la oscuridad- y gran parte de los niños enviados preventivamente a Canadá regresaban a sus hogares, todos los esfuerzos de la mayor parte de los miembros de aquel supuesto gabinete de guerra se encaminaban a negociar la paz.
Sólo Churchill se salía de esa pauta, pero sus planes obtenían siempre un apoyo limitado y espasmódico por parte del primer ministro. Fue el caso de su propuesta de minar los accesos a los puertos noruegos para prevenir un desembarco alemán, adoptada a mediados de febrero, revocada 10 días después y a punto de ser implementada al fin a primeros de abril. Fue entonces cuando Chamberlain compareció ante el Parlamento y se jactó de que «su» declaración de guerra y el rearme auspiciado por «su» gobierno habían ejercido un efecto disuasorio sobre el Reich, hasta el extremo de poder afirmar que «una cosa está clara: Hitler ha perdido el autobús».
Fue algo parecido a lo que le ocurrió a Zapatero cuando, el 22 de diciembre de 2006, pronosticó que «dentro de un año estaremos mejor que hoy» y el 23, ETA hizo estallar su bomba en la T-4. Chamberlain intervino un jueves en los Comunes y el martes siguiente Hitler invadió Noruega como aperitivo de la Blitzkrieg que un mes después plancharía la Línea Maginot y le convertiría en amo de Francia. Fue entonces cuando el veterano líder liberal Lloyd George le explicó a Chamberlain que «lo mejor que podía hacer por el esfuerzo bélico» era presentar la dimisión para que alguien que creyera en una política de búsqueda de la victoria a cualquier precio -es decir Churchill- pudiera formar un gobierno de unidad nacional.
No deja de ser una enorme ventaja que esta III, IV o V Guerra Mundial -según se computen o no la Guerra Fría y la Guerra contra el Terrorismo Internacional- en la que estamos inmersos se dispute en los igualmente brutales, pero menos sanguinarios, campos de batalla de los mercados de valores. Siempre será un alivio que los bombardeos se ciernan sólo sobre los índices de cotización y que las operaciones de sabotaje afecten únicamente al diferencial de la deuda. Pero como eso se traduce en la continua destrucción de empleo, en la constante pérdida de bienestar en el presente y en el creciente deterioro de nuestras expectativas de futuro, es lógico que la pregunta de si Zapatero está haciendo lo que debe, empiece a adquirir tintes de angustia.
Ha sido él quien ha utilizado esta semana la expresión «bomba de relojería insostenible» para descartar el mantenimiento de la política de protección social con cargo al déficit público anterior al 12 de mayo. Empleó el argumento en una respuesta a Llamazares, pero dejando caer que eso es lo que en realidad le gustaría a él poder seguir haciendo. Y, claro, esa doble confesión plantea a su vez dos problemas tremendos: el primero, el de su irresponsabilidad al haber colocado a nuestra economía -tic-tac, tic-tac- esa carga explosiva ceñida al pecho; el segundo, el de la incertidumbre sobre si el artefacto -tic-tac, tic-tac- estará o no de verdad desactivado.
Cuando Zapatero comenzó a transmitir el mensaje de que había aprendido la lección -«Íbamos a reformar los mercados y los mercados nos han reformado a nosotros»- y estaba dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario por el bien del país, aunque ello supusiera sacrificar su futuro político, yo pensé que había llegado «su mejor hora», puesto que su audacia y capacidad de seducción se desplegarían al fin al servicio de una política económica adecuada. Si la rectificación había sido completa y esencialmente satisfactoria en la lucha contra el terrorismo, ¿por qué no asistir a similar enmienda en el combate contra el déficit y la falta de competitividad?
Puesto que una y mil veces habrá que conceder el beneficio de la duda al gobernante legítimo que cual hijo pródigo toca de noche con los nudillos la puerta de la vieja casa solariega de la sensatez, lo coherente es vigilar también hasta en los más nimios detalles cada uno de sus pasos posteriores. Y si es evidente que Zapatero concluye junio con mucha mejor cara que la que tenía al empezar, yo me acojo a la proverbial retórica marianista para decir que entré en este mes «preocupado» y salgo de él «muy preocupado».
Es innegable que hemos salvado una situación crítica y que si España no está ya en la UVI del fondo de rescate bajo la férula de los médicos de la UE y las implacables ATS del FMI -por siglas que no quede- lo debemos, en gran parte, a la oportuna declaración de guerra que han supuesto el plan de ajuste y la reforma laboral. Hasta aquí nada que objetar: que el médico lo sea a palos no le resta un ápice de mérito si es capaz de curar al paciente. Cuando saltan las alarmas es al comprobar que el presidente cree que ha sanado al enfermo por el mero hecho de haberle bajado unas décimas la fiebre.
Los síntomas de tan inquietante confusión están a la vista de todos. Zapatero ha enviado al BOE una reforma laboral con una música que suena bien pero sin añadirle la letra en ninguno de sus pasajes clave, de modo que, hoy por hoy, sólo sirve para crear inseguridad jurídica. Zapatero acaba de decir que una vez que se retrase en dos años la edad de jubilación ya no habrá más reformas que aplicar, olvidándose así del propio sistema de cálculo de las pensiones, de los cambios pendientes en un seguro de desempleo que incentiva el paro y la economía sumergida, del imprescindible Plan Energético Nacional que ambiciona Sebastián, de la urgencia de hacer financieramente viable el Sistema Nacional de Sanidad y no digamos nada del imperativo de desmochar cuanto hay de disparate y despilfarro en el Estado Autonómico. ¡Qué pronto quiere la hormiga volver a ser cigarra!
Pero lo más grave de cuanto ha ocurrido en los últimos días es, por su elocuencia indiciaria, la decisión del presidente de abortar la crisis de Gobierno que, a regañadientes, había puesto en marcha mediante la correspondiente ronda de consultas exploratorias. Su lógica es bastante transparente: ¿para qué voy a disparar esa bala cuando ya no estoy acorralado como hace días?; mejor me la guardo para otra ocasión. He aquí la demostración definitiva de que sigue sin ser consciente de lo que de verdad nos pasa. Por eso disculpa a Antonio Gutiérrez. Por eso da a entender a los sindicatos que no deben preocuparse por los cimientos de su búnker. Por eso le dice en el pasillo del Congreso a Joan Ridao: «Tu abstente y luego lo arreglamos». ¿Cómo? Pues igual que aquel problema diplomático en la conferencia de Barcelona: «Como sea». No, Zapatero no se cree lo que está haciendo y por eso lo que libra tan sólo es una guerra de pega con su ofensiva de mentirijillas y su bombardeo de confetis: una phoney war.
Sólo le falta proclamar que los especuladores «han perdido el autobús» y nunca lograrán traspasar la Línea Maginot de nuestra solvencia. Y, sin embargo, los mercados financieros siguen cerrados a cal y canto para nuestras entidades e instituciones -ahí está lo que acaba de ocurrirle a la manirrota Generalitat- mientras todas las predicciones de crecimiento, lo único que de verdad nos permitiría romper el cerco, oscilan entre lo irrelevante y lo birrioso. En este escenario bastaría un «shock de liquidez» de una caja mediana para tumbarnos sobre la lona.
Si Zapatero fuera periodista, sería de los que piensan que una vez que se les ha ocurrido el título ya tienen escrito el artículo. Decir que se va a hacer algo, no es hacerlo. Hasta ahora lo único contante y sonante es la reducción de 15.000 millones de gasto. Muy poco, casi nada. Y cada día que pasa crece el riesgo de que alguna vez caiga sobre él una losa de oprobio equivalente a la que la confesión del mariscal Jodl en el juicio de Nüremberg supuso para la memoria de Chamberlain: «Si Alemania no se colapsó ya en el 39 fue sólo por la inactividad de las divisiones británicas y francesas durante la campaña de Polonia». En esas estamos.
Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.