En 1997, la filósofa feminista Celia Amorós publicaba Tiempo de feminismo. Con este artículo no solo quiero rendirle homenaje y traerla aquí, inspirándome en el título de su magnífico libro, sino también recordar sus palabras en una entrevista que le hizo este periódico en el que se refería a la prostitución como una “esclavitud humillante”.
Hoy no quiero escribir sobre la prostitución como una economía ilegal, ni tampoco acerca de su funcionamiento como estrategia de desarrollo para algunos países que quieren integrarse en el mercado global con el negocio de la explotación sexual. Tampoco quiero hablar de los puteros, sobre los que se asienta la totalidad del sistema prostitucional, como responsables últimos de esta industria criminal. Ni quiero acercarme a las grandes víctimas de este criminal sistema, que son las mujeres que están en prostitución: las grandes expulsadas de países con altas tasas de pobreza hacia países con mayor bienestar para que cuatro de cada diez varones españoles puedan acceder a sus cuerpos cómo, cuándo y donde quieran.
Hoy quiero explicar que la crítica a la prostitución está hondamente arraigada en la historia del feminismo. La genealogía feminista es inequívocamente abolicionista desde que en el siglo XVIII Mary Wollstonecraft declarará en Vindicación de los derechos de la mujer el carácter humillante que la prostitución tiene para las mujeres.
En la segunda ola, en el siglo XIX, en el interior de las tres tradiciones intelectuales y políticas que nutren esta ola, el sufragismo, el marxismo y el anarquismo, la prostitución es conceptualizada como explotación sexual. En el marco del feminismo británico, surgirá al movimiento abolicionista de la mano de Josephine Butler. Su lucha fue incansable no solo para derogar la ley de enfermedades contagiosas por la que las mujeres prostituidas podían ser arrestadas y sometidas a una revisión médica con el fin de detener el avance de las enfermedades venéreas entre las filas del ejército británico, sino también porque con esa ley se encarcelaba injustamente a jóvenes mujeres sospechosas de ser prostitutas. El movimiento sufragista, las teóricas marxistas que simpatizaban con el feminismo, como Rosa Luxemburgo, Clara Zetkin o Alejandra Kollontai, o la anarquista Emma Goldman, analizaron la prostitución como explotación capitalista.
En la tercera ola, en el siglo XX, en la década de los setenta, las feministas radicales, como las feministas marxistas o las feministas culturales, analizaron la prostitución como una fuente inagotable de violencia sexual contra las mujeres. Pusieron el foco en la sexualidad como un ámbito de poder patriarcal y apuntaron a la familia patriarcal y a la prostitución como instituciones fundacionales del sistema patriarcal. Kate Millett, Adrienne Rich o Audre Lorde, por citar solo a algunas, analizaron críticamente la prostitución como un fenómeno patriarcal que reforzaba el poder masculino.
En la cuarta ola, ya en el siglo XXI, el abolicionismo de la prostitución se ha colocado en el centro de la agenda política feminista. La pregunta es por qué. Creo que hay dos razones fundamentales: la primera es porque la prostitución ha sido analizada por el feminismo como violencia sexual; y la segunda se debe a que la industria que sostiene y promueve la explotación sexual es una economía ilegal cuyas mafias erosionan el poder del Estado y convierten los cuerpos de las mujeres en mercancías. El feminismo sostiene que el cuerpo de las mujeres no debe ser institucionalizado como receptor de violencia sexual. En este sentido, afirma la psicoanalista Susie Orbach que “nuestros cuerpos no deberían convertirse en lugares de trabajo destinados a la producción” y en la misma dirección, Rita Segato, afirma que el cuerpo debe ser la última frontera que el capitalismo no debe traspasar.
Mi objetivo con este breve artículo es señalar que en el feminismo no hay dos voces sobre prostitución, una regulacionista y otra abolicionista. El discurso abolicionista ha sido históricamente el feminista, mientras que el regulacionista representa los intereses del neoliberalismo que aspira a colocar en el mercado no solo la sanidad o las pensiones, sino también el cuerpo de las mujeres. Ahora bien, por qué sectores minoritarios de la izquierda, autodefinida como feminista, consideran que es mejor hacer de los cuerpos de las mujeres más vulnerables una mercancía en lugar de reclamar políticas públicas para que puedan tener vidas sin violencia es difícil de entender. La pregunta clave es si se puede hacer feminismo en contra de nuestra historia. La respuesta es que sin memoria no hay un futuro transformador.
Rosa Cobo es profesora de Sociología de la Universidad de A Coruña, teórica feminista y escritora.