Tiempo de cine

El reencuentro con el mejor cine de la edad de oro, con nuestros grandes iconos cinematográficos, los directores preferidos, las películas que más nos han emocionado (y que no nos cansamos de visitar) se produce ahora, con suma frecuencia, en la modalidad del cine en casa. Pueden encontrarse en lugares escogidos muchas de las joyas de ese cine de los años cuarenta y cincuenta, del cine mudo, del mejor cine reciente.

Mi educación sentimental y moral fue, como en muchos niños de mi generación de postguerra, de carácter cinematográfico. La mía tuvo sobre todo un tugurio algo sórdido como escenario. Respondía de forma paradójica al nombre de Partenón. Era una suerte de sucursal cinematográfica de mi colegio de jesuitas, ubicado en la calle Balmes, cerca de Rosellón, en pleno Ensanche de la Ciudad Condal. Allí pude ver «Extraño suceso», «Encubridora», de Fritz Lang; «Más allá del Missouri», «Un rayo de luz», de Mankievitz, algún Hitchcock en blanco y negro, películas de espadachines («Ivanhoe», «Scaramouche», «El prisionero de Zenda»), de piratas («La isla del tesoro»), de safaris («Las minas del Rey Salomón»), westerns, serie negra, dramas sentimentales, cine español de época.

Esto sucedía antes de descubrir en los cines de barrio esbozados erotismos, o ya en vísperas de la Universidad, los lugares donde pude enterarme del cine en su historia, su leyenda y su reflexión: cine-forums, cine-clubs.

Recuerdo sobre todo el cine-club Monterols, donde una privilegiada mente crítica, José Luis Guarner, nos descifraba las claves del nuevo cine moderno, frente a quienes juzgaban el cine sólo por criterios morales o «por su fondo», como entonces se decía. José Luis Guarner pensaba que lo importante era el lenguaje fílmico, o su retórica específica, sus recursos argumentales y expresivos. Le importaba resaltar el novum del cine nuevo, entonces en proceso de autoafirmación, frente al cine clásico, tradicional. Era la época de la Nouvelle Vague, de la que nos llegaban tenues ecos a nuestras provincianas inquietudes de comienzos de los años sesenta.

En ese mundo de aprendices que José Luis Guarner educaba se ponderaban los recursos de ese cine moderno: la novedad del «montaje continuo» frente al «guión de hierro»; nos familiarizaba con nociones como «plano-secuencia» y «profundidad de campo». Sus principales joyas fílmicas, que enseguida fueron las mías, eran películas como «Stromboli», «Europa 51» y «Viaggio in Italia», de Roberto Rosellini; la maravilla ecológica —avant la lettre— «The wind across the Everglades», aquí llamada «Muerte en el pantano», de Nicholas Ray, que he vuelto a ver gracias a una conversación estupenda con mi amigo Manuel Hidalgo; así como también «The river», «El río», de Jean Renoir, quizás el mejor poema cinematográfico jamás filmado. Y desde luego la obra de ese Titán de todos los espectáculos, verdadero demiurgo renovador del cine de la postguerra que fue Orson Welles.

Ese cine moderno, novedoso, en ruptura con los dispositivos de narración tradicionales, es el cine que un gran filósofo —Gilles Deleuze— trató de definir con su teoría de la imagen-movimiento y de la imagen-tiempo.

El cine de Joseph Mankiewitz, por poner un buen ejemplo destacado por el filósofo francés, redefine de modo revolucionario los flash-backs. Rompe todas las convenciones y hace de él una recreación viva de las capas múltiples que cortan en secante el cono de la memoria a modo de sucesivos pasados virtuales que pueden actualizarse (siempre de manera errática y dispersa). La punta del cono, el presente, se va configurando en pleno vagabundeo por esas distintas zonas del pasado evocadas en los flash-backsde ese director. Sucede en «Carta a tres esposas», en «La condesa descalza», en «Eva al desnudo», en «De repente, el último verano».

Esa imagen-tiempo sustituye en el cine moderno a la imagen-movimiento de la narración clásica, una narración que sólo admite una inferencia indirecta del tiempo a partir de tres ejes: perceptivo, afectivo, activo.

El nuevo cine, según Gilles Deleuze, rompe con esa inferencia. Sucede en Ozu, el gran director japonés de tiempos suspendidos y de personajes ensimismados en su percepción de videntes. Son luminosas las palabras que Gilles Deleuze consagra a este gran director (lo mismo que a sus compatriotas Mizoguzi y Kurosava).

El Tiempo se alza en la modernidad, en el cine nuevo, sobre el movimiento, que queda entonces subordinado, a través de una narración voluntariamente deshilachada, una acción rota, una oquedad que permite la emergencia de la memoria involuntaria, o de capas dispersas de ésta, o una conversión del actor y del espectador en auténticos videntes.

El libro de Gilles Deleuze es, además de una teoría del cine y de su evolución, que tiene a Henri Bergson por guía, un magnífico recorrido histórico por los mejores realizadores, con muy agudos comentarios sobre sus películas más representativas. Desfilan de forma acompasada Grifith, Eisenstein, los expresionistas alemanes, los grandes westernsde John Ford, los Mundos Originarios —con sus pulsiones primigenias— en King Vidor («Pasión bajo la niebla», «Duelo al sol»), o la salvaje irrupción de fetiches eróticos en Luis Buñuel, para aterrizar al fin en Orson Welles. Y sobre todo el cine europeo de De Sica, Rossellini, Fellini y Antonioni, y el cine alemán de Syberberg (hoy injustamente olvidado), Herzog, Wim Wenders.

Lástima que el libro participe de una miopía muy francesa, muy recurrente en nuestro país vecino. Al final del Libro Segundo aparece el cine francés de la Nouvelle Vaguecomo el más decisivo: el que consuma la imagen-tiempo al conducirla a la reflexión, al pensamiento, a la filosofía. Los héroes de esta gran novedad son Resnais y Godard como protagonistas mayores.

El libro lo escribe Deleuze en el primer lustro de los ochenta, y llama la atención su escasa atención respecto a un nuevo cine americano —y ruso— que iba a renovar forma y fondo, la narración y el cuestionamiento de ésta, en grandes aportaciones de diversa naturaleza. Me refiero al gran grupo italianizante, del que sólo notifica sobre «Taxi-Driver», pero que ya disponía los grandes filmes de Francis Ford Coppola (y se insinuaba ya la atractiva figura de David Lynch). Lo mismo debe decirse de la atención demasiado exigua dispensada a Stanley Kubrick, o a Tarkovsky (del que se limita a hacer algún comentario insuficiente; él fue el que definió el cine como escultura del tiempo).

Hoy ese cine francés ha perdido lozanía y frescura, se disuelve —salvo excepciones— en consentidas banalidades y pedanterías, mientras ese nuevo cine americano mantiene toda su vigencia.

La filosofía debe seguir las huellas de ese gran maestro que fue Gilles Deleuze. Tiene mucho sentido el trabajo académico sobre las grandes figuras del pensamiento en su historia, lo mismo que en los grandes temas que nuestra civilización científico-técnica nos depara, o en los retos de que el mundo global presenta.

Pero lo tiene sobre todo la atención a aquellas artes en que la vida se refleja del mejor modo en nuestra sociedad y cultura de masas. Allí el cine tiene un lugar de privilegio, y la filosofía un gran campo de reflexión.

Eugenio Trías