Tiempo de confusión, tiempo de preguntas

Hace más de dos siglos Adam Smith sostuvo que el egoísmo humano, bien encauzado, conduce a la prosperidad general. Aunque a trompicones y de modo harto desigual, la historia parece haberle dado la razón. El bienestar material de los llamados países desarrollados se ha multiplicado desde que el pensador escocés escribió La riqueza de las naciones (entre 1850 y 2000 ese bienestar se decuplicó en Estados Unidos y se quintuplicó en España). Ahora, sin embargo, la crisis que padecemos ha supuesto un trompicón tal que ha puesto incluso en cuestión los postulados smithianos.

Como la codicia de algunos financieros fue la causa principal del quebranto iniciado hace tres años, cabe preguntarse si el egoísmo ha aumentado, o bien si no se sabe cómo encauzarlo. La codicia, desde luego, está a la orden del día. Sirva de botón de muestra la asombrosa perseverancia con que mandamases financieros pretenden incrementar en plena crisis sus miríficos sueldos y canonjías. ¿Y por qué no se encauza esa codicia mediante una fiscalidad que la de-saliente? El Gobierno amaga ahora con hacerlo, sin duda tras haberlo pensado detenidamente durante sus siete años en el poder.

La codicia será la causa principal de nuestros males, pero la crisis ha planteado muchos otros interrogantes, tantos que al quedar casi todos sin una respuesta convincente engendran una gran confusión. ¿Están encauzadas las finanzas para que no vuelvan a desmadrarse? ¿Por qué antes había demasiado crédito y ahora hay tan poco? ¿Es que no hay un justo término medio? ¿La política económica ante la crisis, que en España tardó tanto en aplicarse, ha sido la acertada? ¿Será verdad que sin ella hoy estaríamos en bancarrota, con la gasolina y otros productos racionados? ¿Era inevitable que los socialistas en el Gobierno hayan seguido esa política, tan contraria a su razón de ser y que les ha costado dos millones de votos? ¿Por qué lo han hecho? ¿Por convicción? ¿Por la presión de los mercados? ¿Por imposición de los colegas europeos?

Todos los días somos testigos de la incertidumbre en que vivimos, sometidos como estamos a un régimen de ducha escocesa, donde alternan noticias malas con leves mejoras que unos gobernantes optimistas consideran el final del túnel. Entre tanto hay que seguir apretándose el cinturón. Fuera de la economía de mercado, se dice, no hay salvación. Hay que acatar así la ley del dios mercado, divinidad cruel que exige sacrificios al pueblo llano. ¿No habría manera de atenuar los rigores o de repartir mejor los sacrificios? ¿No hay alternativa? Claro que la hay, dicen los sindicatos, la izquierda minoritaria, los jóvenes indignados. Solo sería menester un poco de voluntad política, una voluntad que al parecer han perdido los socialistas. ¿La recuperarán?

En estas páginas de opinión hemos leído demandas en ese sentido de fieles socialdemócratas de toda la vida, que ahora piden a sus dirigentes, antaño tan aplaudidos, un giro a la izquierda. Un giro que también parece dispuesto a dar el candidato Rubalcaba, enmendando con ello la plana al exgobernante Rubalcaba. ¿Pero es posible en estos tiempos una política progresista? ¿Por qué no la aplica nadie en Europa? ¿Y si fuera verdad que esta es la época de la derecha? Como en España es probable que vaya a gobernar próximamente, ¿será posible que entonces enderece las cosas, a pesar de que parta de una premisa tan equivocada como la de que el presidente del Gobierno es la causa principal de la crisis, con lo que bastará que haga mutis por el foro para que todo vaya mejor?

Los augurios de lo que nos depara el futuro pueden ser muy variables. Ominosos, si lo que nos espera es una larga época de marasmo económico y descontento social, con unos políticos de uno y otro color aquejados de autismo y encerrados en su torre de marfil. Pero también puede ocurrir que esta crisis marque un punto de inflexión y se encauce el egoísmo, vuelva la prosperidad, haya trabajo, desa-parezca la corrupción, los políticos hayan aprendido la lección y sean más sabios y Europa cobre unidad y vigor. A la larga, desde luego, hay motivo para la esperanza, pues aunque los jóvenes, que no saben historia, lo ignoren, el progreso se estanca a veces pero siempre reverdece. Esos jóvenes indignados, tan afanosos de protagonismo, olvidan que son millones las personas que en todo el mundo han luchado y luchan por el progreso. Un progreso que, por ser el cuento de nunca acabar, requiere tesón, paciencia y mucha visión del futuro. En suma, bastante más que reunirse en calles y plazas para pedir un mundo mejor. Hacen muy bien en pedirlo, pero si se empeñan en actuar ellos solos, no tienen mucho futuro.

Por Francisco Bustelo, catedrático emérito de Historia Económica y rector honorario de la Universidad Complutense.

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