Tiempo de desolación

Para responder a la pregunta que ahora todos nos hacemos, de cómo ha sido posible que se haya desplomado de repente un mundo que pensábamos que duraría largo, son de gran utilidad cada uno de los libros que últimamente han publicado dos andaluces nacidos en 1956. No deja de ser llamativa la coincidencia de que levanten la voz dos personas pertenecientes a una generación posterior a la que hizo la Transición, que han estudiado historia en el ambiente desolador de la Universidad de Granada a finales de los setenta, y que se hayan distinguido por un mismo afán de observar nuestro país desde la experiencia que ganaron en Estados Unidos.

Clara Eugenia Núñez es la autora de Universidad y ciencia en España, por muchos conceptos un libro excepcional, y no solo por el tema que trata, el estado calamitoso de nuestra educación superior, y con ella el de la ciencia. Aparte de innumerables apelaciones a que nuestro bienestar depende de la calidad de la ciencia, no abundan los estudios que aporten algo que coadyuve a salir del pozo en que hemos caído. Al estar escrito desde el marco concreto en que se hace la política educativa, este libro pertenece a un género del que, por lo menos en España, no conozco precedentes.

Porque es excepcional que la autora haya sido llamada al Gobierno de la Comunidad de Madrid por tener un proyecto muy pensado de lo que había que hacer, que relate con minuciosidad las luchas a las que se vio expuesta, y que, pese a las enormes resistencias de los muchos que temen perder con el menor cambio, no cesase en el intento, logrando encauzar a las universidades y la investigación por la ruta adecuada.

Lo normal, en cambio, es que el político acepte el puesto que le ofrezcan, sin siquiera preguntarse si tiene la menor idea de lo que habría que hacer. Sumiso al que lo haya nombrado, se instala en la rutina, atento a un solo objetivo: evitar cualquier decisión que conlleve el riesgo de perder el cargo. Porque lo único que al final le importa es aguantar el mayor tiempo posible, de lo que además depende la valoración social en que luego se le tenga.

Núñez parte de algo tan elemental como evidente: la universidad es el conjunto de profesores y estudiantes; su calidad es la que tengan ambos grupos. Y por mucho que sus miembros ensalcen a la española, ninguna está entre las primeras 200 del mundo. De ahí que la cuestión primordial consista en seleccionar a los mejores profesores, a ser posible en un amplio marco internacional, acabando con la mediocridad que resulta del localismo —cada universidad funciona como una entidad independiente— y la endogamia, los profesores se reclutan en el interior de sus claustros. Una mayor calidad de enseñanza a su vez permitiría reclutar a mejores estudiantes.

Ahora bien, a partir de la LRU de 1983 romper los actuales cotos cerrados, motivando a profesores y estudiantes a que compitan en el interior de cada grupo y entre sí, parece una meta inalcanzable. En este punto la autora es tan clara como contundente: “La Ley de Reforma Universitaria de 1983, firmada por José María Maravall... es la principal responsable de la situación actual de la universidad española” (p. 33). “España perdió su gran oportunidad... tras una victoria electoral, con una amplia mayoría absoluta, no hubo ruptura, sino continuismo en la universidad, en el preciso momento en que pudo y debió haberse llevado a cabo su refundación” (p. 78). Esta responsabilidad se extiende no solo a la universidad, sino a muy distintos ámbitos de la vida nacional, como recalca el segundo libro del que nos ocupamos.

Ofuscados por sus intereses particulares, los profesores únicamente están interesados en mantener la estabilidad y autonomía adquiridas, sin otra exigencia que suban los sueldos con criterios igualitarios de distribución. La inmensa mayoría de los estudiantes, por su parte, no espera de la universidad más que un título alcanzado con el menor esfuerzo, pagando tasas bajas y disponiendo del mayor número de becas bien dotadas, sin que haya que dar cuenta del rendimiento.

Es significativo que para ambos sectores los problemas se resuelven aumentando el gasto en educación. La autora combate la estupidez de que solo con un mayor gasto en educación, mejore su calidad, pero también es consciente que con la actual legislación, y sobre todo con la oposición acérrima de los dos grupos que forman la universidad, no es tarea fácil encontrar una salida.

Lo intenta, sin embargo, por dos vías: la primera, introduciendo incentivos económicos que lleven a las universidades a tomar las decisiones correctas, empezando por el complemento de méritos para los profesores y las becas de excelencia para los alumnos. La segunda, fundar los Institutos Madrileños de Estudios Avanzados (IMDEA), instituciones nuevas que, al regirse por las normas de funcionamiento de las mejores del mundo, habrían de introducir la cultura científica y académica de los países punteros. A medio plazo estos institutos influirían en que nuestras universidades hiciesen ciencia, la única manera de que puedan enseñarla.

El libro termina en tragedia, relatando cómo todo se destruye. El lector se hunde en una noche oscura en la que ya nada se entiende. Resulta tan incomprensible el que la presidenta de la Comunidad de Madrid eligiese a la autora para poner en marcha reformas de tal envergadura, como que, después de haberlas apoyado, justamente cuando habían empezado a dar frutos, en la siguiente legislatura, contando incluso con mayoría absoluta, contemple impasible, antes, y sobre todo después de su cese, el derribo de todo lo construido. Resultan tan enigmáticos los rasgos positivos de la primera legislatura —uno se alegra de que no encajen en los prejuicios extendidos en la izquierda— como el comportamiento de la segunda, tanto más cuando a la autora también le faltan las claves para poder explicar tamaño absurdo.

El segundo libro, Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina, completa el anterior desde la disección de la “cultura del pelotazo” que ha dominado en los últimos 30 años. “Con una economía especulativa se corresponde sin remedio una conciencia delirante” (p. 14). Las derechas y las izquierdas por igual “prefirieron ocupar las instituciones antes que reformarlas por dentro” (p. 45), de modo que “cambiaron las leyes no para hacerlas mejores, sino para asegurarse de que podrían actuar al margen de ellas” (p. 48).

La España de la especulación, el dinero fácil, la corrupción social y política se convierte en “el país de los simulacros y los espejismos, el de las candidaturas olímpicas y las exposiciones universales, el de las obras ingentes destinadas no a ningún uso real sino al exhibicionismo de los políticos que las inauguraban y el halago paleto de los ciudadanos que se sentían prestigiados por ellas” (p. 53). La modernización de España termina siendo “la modernización de las apariencias”.

La Expo del 92 es la primera de las grandes farsas que desencadena “una multiplicación fantástica de simulacros y festejos” (p. 56). En un encuentro casual con el presidente de la República Federal de Alemania, Richard von Weizsäcker, a su regreso de la Expo de Sevilla, me hizo partícipe de su indignación por el montón de dinero que, según él, se había dilapidado sin sentido. La arbitrariedad del poder, que abre las puertas a la corrupción, también en el sentido del gasto superfluo, aprovecha el folklore y las tradiciones religiosas para entretener a un pueblo que no pide más que panem et circenses.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.

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