Tiempo de esperanza

De nuevo es momento de esperanza. Momento de esperanza en que la era de retroceso racial y política profundamente divisoria sea historia. Momento de imaginar que el patriotismo de los disidentes ya no será cuestionado y que el mundo ya no se dividirá entre votantes de valores y aquéllos sin referentes morales. Momento de esperar que las etiquetas ideológicas ya no basten para descalificar a un político.

Por encima de todo, es momento de celebrar el sincero abrazo del país a la democracia plasmado en la intensa implicación de los estadounidenses en esta campaña y la elevada participación en las urnas por toda la nación.

Durante años, hemos hablado de llevar las elecciones libres al resto del mundo, al mismo tiempo incluso en que cínicamente hacíamos mofa de nuestra propia manera de hacer política. El martes elegimos practicar lo que habíamos estado predicando. La arrolladora victoria electoral de Barack Obama no puede subestimarse alegando que se trata de la reacción popular a una crisis económica, o del castigo en las urnas a un presidente impopular, aunque haya habido mucho de juicio a Bush. Al elegir a Obama y a un Congreso mayoritariamente demócrata, EEUU puso un punto y final definitivo a una era conservadora enraizada en tres mitos:

Que un partido podía gobernar con éxito al tiempo que denigra constantemente el papel del Gobierno; que los estadounidenses se repartían en un conflicto incontrolable que hace de la verdadera América una burda imitación; y que el capitalismo de mercado podía tener éxito sin un Ejecutivo activo regulándolo en interés del público y redistribuyendo modestamente la riqueza para limar desigualdades.

John McCain pensaba poder ganar atacando a Obama como «un socialista» que había dicho que «extendería la riqueza». Pero a una mayoría sustancial le gusta bastante repartir la riqueza si hacerlo significa cobertura sanitaria, pensiones y oportunidades de educación para todos, o pedir a los ricos que lleven una parte ligeramente mayor del peso fiscal.

«John McCain llama a esto socialismo -decía Obama en un acto de campaña en Pittsburgh la semana pasada-, yo lo llamo oportunidad». Los votantes también lo llamaron así.

Hasta el último momento, McCain y Sarah Palin pensaron que los sambenitos ideológicos funcionarían una vez más. La víspera de las elecciones, el republicano atacaba a Obama por situarse «en el margen izquierdo más alejado de la política americana» mientras Palin advertía de una victoria «del ala izquierda del Partido Demócrata». Este año, esos epítetos no han servido.

Desde 1980, los demócratas elegían con frecuencia acomodarse a las premisas conservadoras. Obama cortó por lo sano con el marco antiguo. Explícitamente rechazó la idea de que los estadounidenses eligieran entre más o menos Gobierno, o entre uno grande o pequeño.

Él plantea la elección de manera diferente. «Nuestro Gobierno debería trabajar para nosotros, no en nuestra contra -diría-; debería ayudarnos, no perjudicarnos». Obama se presentó como progresista, no como conservador, pero también como alguien práctico, no como un ideólogo. Esa combinación va a definir su presidencia.

Desde la era Nixon, los conservadores han afirmado hablar por «la mayoría silenciosa». Obama representa la mayoría del futuro. Es la mayoría de un país dinámico cada vez más cómodo con su diversidad. Ello refleja el optimismo de los jóvenes con el futuro. Se sustenta sobre un nuevo votante cuyas prioridades son resueltamente prácticas -empleo, escuelas y servicios públicos- y a los que les desagradan los enfrentamientos acusados con motivo del matrimonio homosexual, el aborto o la ortodoxia religiosa.

Es la mayoría de una nación culturalmente moderada la que se sintió tocada por el discurso de Obama referido a la importancia de los padres activos, las familias fuertes y la responsabilidad personal. Él puso el acento en reducir el aborto, no en prohibirlo. Honró el papel de la fe en la vida pública, pero rechazó la marginación de las minorías religiosas y los no creyentes. Para gran parte del mundo, Obama se convertirá en un icono del compromiso de América con el pluralismo religioso.

Y Obama no sólo sorteó la barrera racial definitiva, sino que también habló sobre raza como ningún otro político lo ha hecho nunca. Fue capaz de manera única de ver la cuestión desde ambas orillas del abismo racial, al mismo tiempo incluso que abrazaba su identidad negra. No es posracial. Es multirracial. La palabra le define como persona. También describe la amplia coalición que ha creado y el país que va a liderar.

Y la mayoría que levantó Obama quiere que el país sea fuerte pero también que sea respetado y prudente en su uso de la fuerza. Irak estuvo presente en las urnas después de todo: la encuesta final de Pew concluía que aquéllos que pensaban que la decisión de ir a la Guerra de Irak fue equivocada respaldaron a Obama por encima de 5 a 1; y aquéllos que pensaban que fue acertado, apoyaron a McCain por un margen casi idéntico.

Obama hereda desafíos que podrían desbordar a cualquier líder y se enfrenta a barreras que pasarán factura pese a sus excepcionales habilidades políticas. Pero la crisis le granjea también la oportunidad -concedida a contados presidentes- de remodelar las ideas preconcebidas del país, de alterar los términos del debate y de transformar nuestra política. La forma en que hizo campaña y la forma en que ganó sugieren que tiene intención de hacer exactamente ésa.

E. J. Dionne JR., analista político del Washington Post.

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