Tiempo de incertidumbre

En «La lotería de Babel» Borges describe un pueblo, devoto de la lógica y de la simetría, que a través de una lotería secreta, gratuita y general, acaba regido por el azar: «el comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir algún dato erróneo». La lotería alcanza a decidir la vida y la muerte de los babilonios que acatan sus dictámenes sin investigar las leyes laberínticas que los dictan. Acostumbrados a su presencia, algunos acaban preguntándose si esa intensificación organizada del azar sólo influye en cosas minúsculas, o si en realidad ya no existe y el desorden reinante es puramente hereditario, tradicional. Buena imagen para estos tiempos de incertidumbre, el estado psicológico de quienes ignoramos las leyes que gobiernan nuestros destinos.

La incertidumbre, introducida en el sistema económico como la lotería borgiana, es un desvalor cuantificable; y, a la inversa, la predecibilidad, componente esencial de la confianza, constituye un activo cada vez más relevante. Todo cotiza. De hecho, las diferencias de valor de los bienes en el tiempo determinan tipos específicos de productos y de mercado; futuros, derivados. El problema radica no en la impredecibilidad (el derecho siempre ha reconocido los contratos aleatorios), sino en la falta de una suficiente visibilidad en los mecanismos de la variación y la dependencia valorativas. Como consecuencia, no se pueden disponer contrapartidas eficaces que equilibren el sistema, tal vez demasiado complejo y, desde luego, poco transparente.

En este escenario, una crisis como la actual pone sobre la mesa el delicado juego de estos valores -incertidumbre, predecibilidad, confianza- llevados como nunca al centro del sistema. Bernanke ha explicado al Senado de los Estados Unidos que la FED apoyaría la compra de «activos ilíquidos» de instituciones financieras, para «crear liquidez» y que tales activos pudieran encontrar precio en el mercado «reduciéndose la incertidumbre del inversor acerca del valor actual y las expectativas de las instituciones financieras». La compra de los títulos no se haría a precio de saldo (su valor de mercado si hubiera mercado), sino a un precio superior más cercano al de su vencimiento, para evitar que los bancos, en un círculo vicioso, tuvieran que ajustar sus carteras a un valor de mercado cada vez más deprimido. Con la intervención del Tesoro, habría un valor de referencia, sin tener que modificar, al menos en principio, los estándares internacionales de contabilización de los títulos para valorarlos como si fueran créditos antiguos, y no a precios de derribo, ahorrando al Tesoro miles de millones de dólares. Eso sí podría dañar la confianza de los inversores. Por parecidas razones se habría dejado caer a Lehman Brothers frente a otras entidades en crisis: la quiebra de Lehman se veía venir como una «posibilidad significativa» y los inversores pudieron tomar «sus precauciones». A falta de reglas, sólo quedan las de la confianza y la predecibilidad. El propio «mercado» como espacio de libre competencia y autorregulado queda gravemente en entredicho aunque los remedios propuestos procuran no desnaturalizarlo demasiado.

Cuál fuera el Plan de rescate de Wall Street parecía inicialmente no importar tanto: se trataba de transmitir al mercado la idea de un Plan; que una Administración prudente y poderosa -pero menos- tiene confianza suficiente en el mercado como para poner en él una suma ingente de dinero y someterse a su juego, esperando recibir nuevos dólares por dólares gastados (o «invertidos»). Apostar por los signos de la certeza antes que por la certeza misma. Veremos qué resulta del Plan, o de los planes, y si pasado el tiempo alguien piensa, como en Babilonia, que la organización que controla el aparente azar no existe y sólo nos queda el hábito del desorden.

El Derecho, que es una vieja ciencia, viene ofreciendo desde antes muestras de esa evolución hacia lo incierto. En el proceso codificador del siglo XIX se afirmaron, frente a la dispersión del antiguo régimen, los derechos nacionales encerrados en el espacio bidimensional del «Código» como conjunto preciso de normas. La «certidumbre jurídica» era un postulado. Al juez sólo le cabía la aplicación de la Ley y no podía dejar de juzgar pretextando su silencio o su oscuridad. El acto de aplicación de la norma se concebía de forma casi mecánica, silogística, reflejando el principio de separación de poderes por el que los jueces quedaban al margen de la creación del Derecho.

Conforme al Código Civil, «el propietario de un enjambre de abejas tendrá derecho a perseguirlo sobre el fundo ajeno, indemnizando al poseedor de éste del daño causado» y «cuando el propietario no haya perseguido, o cese de perseguir el enjambre dos días consecutivos, podrá el poseedor de la finca ocuparlo o retenerlo». Todo precepto puede plantear problemas de interpretación y no está claro cuántas abejas sean un enjambre, pero esa geografía propietaria, enclavada en la tierra y heredera de la tradición romana, era altamente segura y fiable. También lo son las normas abstractas, que casi no pueden dejar de ser como son: «por el contrato de compraventa uno de los contratantes se obliga a entregar una cosa determinada y el otro a pagar por ella un precio cierto, en dinero o signo que lo represente». Leyes regidas por leyes precisas en un dominio de certeza.

Cuando en 1974 nuestro Código Civil acogió el principio general de la buena fe y prohibió el abuso del derecho y su ejercicio antisocial, una parte de la comunidad jurídica temió qué fueran a hacer los jueces con normas tan generales e indeterminadas. Al tiempo, la jurisprudencia pasaba a «complementar» el ordenamiento jurídico, como si los tribunales se asimilaran a los legisladores. Era el riesgo de la inseguridad, que, por supuesto, no sobrevino con el prudente ejercicio de la función jurisdiccional.
Pero hoy sí estamos ante un cambio de modelo. Junto a la proliferación normativa, que ya tiene en sí misma algo de laberíntica e incierta, el recurso a conceptos aún más generales, abiertos a una contingente realidad técnica y económica: la defensa de la competencia efectiva en el mercado, la obligación de informar de cuanto pueda influir de forma sensible en la cotización de la acción, la seguridad del suministro energético.

Y al lado de los tribunales, la importancia de los organismos reguladores, cuya intervención en la vida económica, aplicando el derecho con un amplio margen de discrecionalidad orientada a la tutela de la competencia, del mercado o de los sectores regulados, condiciona el curso de decisiones empresariales y de transacciones concertadas entre los agentes económicos. La suma es un pluralismo jurídico extendido en un espacio tridimensional e interconectado donde la respuesta es altamente imprevisible. Así, cuando se pone en marcha una operación de concentración económica es imposible saber si finalmente será autorizada y, si lo es, bajo qué condiciones y cuándo. No debería atreverme a decir lo mismo de la sentencia definitiva que pone fin a un proceso judicial con todas sus instancias, pero muchos afirmarán que es demasiado imprevisible y, en todo caso, el tiempo transcurrido hasta el final ya aporta la suficiente dosis de inestabilidad.

En el Derecho, en la economía y no sé si en el arte (otro capítulo abierto a lo aleatorio), progresamos hacia la incertidumbre. En otros tiempos, al final de la larga noche de la edad media, un camino de fragmentación e inseguridad semejante desembocó en una regulación sistemática y, por ordenada, no excesiva. Pero medió la dedicación al estudio por parte de extraordinarios jurisconsultos -en la universidad, en el foro- que acabaron con una nueva y duradera formulación del Derecho como sistema de ordenación de conductas y resolución de conflictos. Fueron siglos.

Antonio Hernández-Gil, Decano del Colegio de Abogados de Madrid.