Antes del verano reflexioné sobre las exigencias que la nueva situación política del País Vasco impone a los partidos políticos en esta comunidad, y muy concretamente a los partidos nacionales. La solución zigzagueante y confusa que tuvo la derrota de ETA permitió a sus simpatizantes mantener la ilusión de no haber sido derrotados, y a esa oscuridad se agarran para mantener una ficción que empieza a ser un lastre para los más pragmáticos. Es comprensible su intento desesperado de no sucumbir a una realidad ingrata que les hurta sus últimas justificaciones para no verse como les hemos visto la mayoría de la sociedad española. La derrota oficial supone perder el último valladar de altisonantes palabras y principios huecos que les permitía verse como héroes capaces de asesinar por un amor sin parangón a su tierra, a su nación, a su tribu. ¡Qué difícil debe de ser salir del ensueño de sus imaginadas hazañas y descubrir que ni son reconocidas sus acciones, ni son estimados sus «sacrificios»! Bien al contrario, ellos y su macabra historia son perturbadores recuerdos para una sociedad que no desea volver a pasar por el trance causado por la acción terrorista. Ya no queda la grandeza que creyeron poseer, ni el sacrificio al que creyeron prestarse por «su patria», ni el apoyo de unos círculos próximos que les ven cada vez más intensamente como un obstáculo para vivir tranquilamente la vida institucional. Ahora, ellos en el aislamiento de su celda, en la soledad de su vida rutinaria si están en la calle, cuando están con su grupo de amigos o en las instituciones que combatieron con bombas si han tenido la fortuna de haber sido repescados por los partidos que han sustituido a la acción terrorista, saben que han sido derrotados y saben que su «lucha» no ha servido para lograr ninguno de los objetivos que les impulsaron a integrarse en la banda terrorista. Necesitarán tiempo para reconocerlo públicamente, pero ellos en su intimidad mas inabordable, hace tiempo que lo saben.
De Gaulle, en su visita a España y tras negarse a realizar una visita al Alcázar de Toledo dijo: «todas las guerras son terribles porque significan el fracaso de toda política. Pero las guerras civiles son imperdonables, porque la paz no nace cuando la guerra termina». En nuestro caso, el caso de un país democrático, podríamos decir que el terrorismo, se acoja a las causas que se acoja, además de ser la forma más vil e innoble que adoptan los que están incapacitados para conseguir sus objetivos por medios políticos, es absolutamente perturbador para la sociedad que lo ha padecido porque a la derrota de los terroristas no le corresponde como la otra cara de la moneda la clara victoria de los agredidos. Justamente en este desequilibrio entre derrota y victoria reside gran parte de los problemas de las sociedades democráticas que han sufrido las salvajes acometidas del terrorismo, en ese inquietante periodo de tiempo nos encontramos los vascos. ¿En qué condiciones, cómo nos sentiremos reconfortados con la victoria sobre la banda terrorista ETA?, ¿de qué manera ese triunfo sobre ETA nos permite construir un ámbito público de concordia entre la mayoría, sin que se sienta disminuida la pluralidad política de la sociedad vasca, haciendo honor a lo mejor de nuestro inmediato pasado?
Las víctimas directas de la acción terrorista tienen un papel fundamental en ese futuro con la condición de que pasen del duelo público y civil, legítimo y necesario, a convertirse en una referencia moral para un futuro en el que se destierre toda la posibilidad de caer en la tentación de volver a vivir los tiempos negros de la violencia terrorista. Los derrotados, pasado el estrés que supone el reconocimiento íntimo de su fracaso, deben dar el paso de deslegitimar el terrorismo de manera formal, una vez realizado por la vía de hecho al aceptar las instituciones y la política democrática que combatieron con secuestros, asesinatos y bombas.
El tránsito de las víctimas del duelo a ser una referencia ética para la convivencia es evidente, pero también muy duro y complejo. Estamos viendo cómo figuras destacadas del mundo de las víctimas, unidas por significativos lazos, han optado por tener un papel muy legítimo en la política española, integradas en todo el arco político que va desde VOX al PP, pasando por UPyD y el Partido Socialista. Con el tiempo lo que les unirá por encima de las siglas a las que legítimamente pertenecen, será la base política del relato histórico de estos últimos años. Los integrantes de la banda tienen que entregar las últimas e inservibles armas que les quedan en sus recónditos zulos -hoy convertidos en pequeños e ignotos museos del horror- y deslegitimar un combate que no ha servido más que para provocar sufrimiento. Sin embargo, el papel más complicado, con un camino sembrado de minas, le corresponde a los partidos políticos, responsables últimos de hacer una política de convivencia en una nueva realidad. ¿Cómo hacer una política distinta sin renunciar a lo que fueron? ¿Cómo enfrentar una situación en la que la banda ha sido derrotada pero no hemos conseguido todavía la victoria política? ¿Qué papel le corresponde al pasado heroico de muchos militantes del PP y del PSE en un futuro sin terrorismo? ¿Cómo seguir mostrando respeto a las víctimas y convivir en las instituciones con quienes, una vez derrotados, se han acogido a la grandeza de la pluralidad democrática? Estas y otras muchas son las cuestiones de carácter político, pero con un contenido indudablemente ético, que aprisionan a los honestos responsables políticos de los partidos que con más gallardía se enfrentaron al terrorismo etarra. Esa disyuntiva práctica, pero con una demoledora carga moral, les plantea cómo ser útiles en tiempos de paz para seguir pudiendo hacer honor a su pasado y a las víctimas, cuando su herencia ha dejado de ser patrimonio de las siglas para ser compartida por toda la sociedad vasca.
En esa niebla, que provoca la confusión que sólo pueden tener personas honestas y juiciosas, se han movido en el País Vasco los cuatro últimos años los dos grandes partidos nacionales, con todas las diferencias que existen entre ellos. El PSE ha sido incapaz de rentabilizar nada de lo que dio origen a este tiempo nuevo; indeciso, midiendo los pasos y quedándose corto o pasándose según fuera necesario ser valiente o ser prudente. Igualmente el PP vasco, con una carga proporcional a sus servicios a la democracia y a la libertad, se encuentra prisionero de cálculos políticos distintos a sus intereses y con una lucha entre los guardianes de las esencias y los defensores de una visión más pragmática que, sin embargo, no quieren ser desposeídos de esas esencias legitimadoras. En esta confusión, comprensible en estos momentos de cambio, han ido perdiendo posiciones en las últimas elecciones; si el PP ha encontrado refugio en Álava, aún perdiendo el poder institucional, el PSE lo ha hecho en Guipúzcoa y en una política de alianzas con el PNV, que aunque les puede dar una tranquilidad momentánea no debe hacerles olvidar su precaria situación en Vizcaya y Álava. Esta angustia por no petrificarse es la que se ha llevado por delante a la presidenta del PP en el País Vasco.
Pero antes o después ambas formaciones están obligadas a recorrer un camino parecido en la búsqueda de ser útiles a la sociedad vasca, sin renunciar a una herencia llena de sacrificios, que no necesita de testamento alguno y que ya no tiene propietarios. Sería oportuno y digno de agradecer que esa nueva singladura de los dos grandes partidos, que necesitará del acuerdo con los nacionalistas vascos, sea amparada e impulsada por un nuevo Gobierno de la nación, sea quien sea el inquilino de La Moncloa, que vea en este periodo de tiempo una doble oportunidad: conseguir la victoria para los que apostamos por la democracia, la libertad, la paz y la concordia, y cuantos más seamos mejor; y la oportunidad de demostrar que dentro de la ley siempre es posible el acuerdo y el compromiso, si no vemos la cesión como una derrota y el pacto como una humillación. Hay momentos en la historia en los que es peor ser innecesario que oponerse a los inevitables acontecimientos que empiezan a configurar una nueva realidad, sería bueno que el próximo Gobierno de la nación tomara nota de que nos encontramos en uno de esos momentos trascendentes.
Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.