Tiempo de reforma en la universidad

Las universidades españolas han sabido multiplicar su productividad científica y proveer a la economía con profesionales bien preparados. Su contribución a la productividad de la misma y a la atracción de inversiones ha sido así notable. ¿Cómo lo han podido hacer con medios inferiores a los de sus homólogos europeos? No hay misterio. La Universidad es intensiva en trabajo, de profesores y personal administrativo. Su calidad no es menor a la de sus homólogos y el servicio que reciben nuestros estudiantes es similar al de los suyos. Pero los salarios son inferiores. Añadamos el entusiasmo de un personal consciente de que se estaba levantado un país que, intelectual y económicamente, venia de muy abajo.

Ahora bien, la inercia y el voluntarismo no dan para más. Es un milagro que las universidades hayan superado la crisis y que sigan desempeñándose decentemente. Pero si no se confrontan con valentía las fuerzas que amenazan con empujarla, otra vez, hacia abajo, su deterioro es seguro, y más a corto que a largo plazo.

Tiempo de reforma en la universidadLos retos fundamentales del momento son tres: el de la financiación, el de la autonomía y el de la gobernanza. Hay otros problemas graves, por ejemplo el de garantizar una renovación generacional del profesorado que incorpore lo mejor que tenemos preparándose, en las universidades y centros de investigación de España o del exterior. Pero si se solucionan los tres retos antes mencionados, los demás caerán por añadidura. Los tres requieren convicción y acción política.

Hay que tener presente, en primer lugar, que la financiación universitaria se ha demostrado muy sensible a la coyuntura económica. Ha descendido más que la media durante la crisis. La razón es que en el ajuste a la crisis se han priorizado, ante todo, las pensiones y, a continuación, la salud y la educación obligatoria. Y un poco más atrás, la dependencia. El gasto público en estas categorías ha disminuido menos que la media y, como consecuencia, el resto lo ha hecho más. Por tanto, para mantener las cosas donde estaban, en el ciclo alcista que sigue a la crisis debería aumentar el gasto en ese resto por encima de la media. Pienso, sin embargo, que sería mejor evitar oscilaciones, y que un crecimiento modesto, pero sostenido, sería óptimo. Por ejemplo un aumento real (sin inflación) del 5% anual en la financiación pública de las universidades. Este, idealmente, debería ser un compromiso presupuestario de comunidades autónomas y de Administración central, seguramente en forma de apoyo a la investigación universitaria en este último caso. Un 5% sostenido parecerá muy poco a mis colegas, pero piénsese dónde estaríamos si se hubiese seguido esta senda en el pasado. Ciertamente, preferiría más, y con seguridad la Universidad utilizaría bien esta cantidad más. Pero quiero ser realista. La precedencia de pensiones, salud y educación obligatoria continuará y, dadas nuestras perspectivas fiscales, la tensión presupuestaria que se generará será considerable. Contar con grandes incrementos de apoyo público a las universidades sería un deseo de improbable realización.

No voy a evitar temas difíciles: las universidades españolas se encontrarán ante el dilema de elegir entre perder calidad o aumentar la participación de los alumnos en la financiación, mediante sistemas de tarifación social: tasas de matrículas en función de la renta familiar. En particular, matrícula gratuita e incluso una beca salario para el que no puede contribuir. También debería instaurarse un sistema generoso de créditos. No negaré la existencia de una demanda en sentido contrario: acercarse a la gratuidad. El argumento es que así es en Alemania y en otros países europeos. Pero en estos países han estructurado sus prioridades de formas distintas. En Alemania existe el copago sanitario. Una vez establecida una política pronunciadamente favorable a las pensiones y a la gratuidad de la salud y la educación, todo lo demás, incluidas las universidades, va a sufrir. El dilema, pues, perdurará. Si la elección va en la dirección de permitir el deterioro, no duden que las familias que puedan pagar una educación universitaria de calidad la pagarán, pero lo harán a las universidades privadas. ¿Tiene sentido inducir la huida de las clases medias de la Universidad pública? ¿No sería mejor que las familias que pueden permitírselo contribuyan a la Universidad pública y así aseguren una Universidad de calidad también para los que no pueden? La izquierda se equivoca reivindicando la gratuidad. Que la derecha les acompañe debería abrirles los ojos.

Las universidades son, en teoría, autónomas. En realidad, lo son solo parcialmente, y su incardinación en la Administración pública ha significado una dependencia excesiva, y acentuada durante la crisis, de restricciones administrativas. El grado de autonomía debe ser mayor. El efecto de financiación y autonomía no es simplemente aditivo. Es multiplicativo, en el siguiente sentido: el beneficio de un aumento de financiación es mayor cuanto mayor sea el grado de autonomía de la Universidad. Por supuesto, una mayor autonomía es plenamente compatible con rendición de cuentas. La dirección en la que España debe avanzar es pues muy clara: soltar las amarras, legislativas y reglamentarias, que encorsetan la capacidad de acción de las universidades en todas las dimensiones.

La amarra principal que hay que soltar es la que impone un sistema de elección de la primera autoridad universitaria, el rector, por un procedimiento exótico y totalmente desconocido en nuestro entorno. Un procedimiento que tiene la curiosa virtud de restarle autoridad. Se acusa a veces de reduccionista a esta focalización en el procedimiento de elección de rector. No debería. Más bien pienso que la acusación resulta de la desesperanza y de la consiguiente adaptación mental que lleva a proclamar poco importante aquello que se cree irresoluble. No debemos rendirnos. Dotar a las universidades de un órgano colegiado superior con autoridad y con capacidad para nombrar a un rector —entre profesores o investigadores internos o externos a la Universidad— es la clave para atacar con efectividad los muchos otros problemas, como el de la contratación del profesorado. La potencia de la autonomía universitaria será mayor si los instrumentos básicos de dirección residen en órganos altamente competentes y con autoridad. Los informes realizados en la última década por encargo ministerial recomiendan ir en esa dirección. No es necesario encargar otro. Ahora conviene actuar.

En este tema podríamos ir con Unamuno y copiar las mejores prácticas. Si menciono a Finlandia se me dirá que no es realista tomar a países escandinavos como ejemplo. Pues tomemos a Portugal. Su ley universitaria establece que las universidades se rigen por un órgano colegiado superior (Consejo de Gobierno) que, en particular, nombra al rector, un profesor no necesariamente de la propia Universidad. Lo importante, y salvaguardando así el imperativo constitucional de la autonomía universitaria, es que una mayoría de este órgano es nombrado desde el interior de la Universidad. Además, las universidades portuguesas pueden individualmente elegir constituirse en fundaciones, y pasar de la contratación funcionarial a la laboral. Algunas lo han hecho y otras están en camino. Pero lo que merece subrayarse es que las universidades pueden elegir. Otro ejemplo, magnífico, de lo que significa la autonomía universitaria: la capacidad de las universidades de organizarse a su mejor entender.

Andreu Mas-Colell es profesor de la Universitat Pompeu Fabra.

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