Tiempos modernos

El 18 de marzo de 1968, pocas semanas antes de ser asesinado, el candidato a la presidencia de Estados Unidos Robert Kennedy, pronunció las siguientes palabras, ya en clave de primarias, pero con un sentido no ya del Estado sino de un punto más allá que todavía emocionan y previenen: «Nuestro PIB (Producto Interior Bruto) tiene en cuenta, en sus cálculos, la contaminación atmosférica, la publicidad del tabaco y las ambulancias que van a recoger a los heridos de nuestras autopistas. Registra los costes de los sistemas de seguridad que instalamos para proteger nuestros hogares y las cárceles en las que encerramos a los que logran irrumpir en ellos. Conlleva la destrucción de nuestros bosques de secuoyas y su sustitución por urbanizaciones caóticas y descontroladas. Incluye la producción de napalm, armas nucleares y vehículos blindados que utiliza nuestra policía antidisturbios para reprimir los estallidos de descontento urbano. Recoge los programas de televisión que enseñan la violencia con el fin de vender juguetes a los niños. En cambio, el PIB no refleja la salud de nuestros hijos, la calidad de nuestra educación ni el grado de diversión de nuestros juegos. No mide la belleza de nuestra poesía ni la solidez de nuestros matrimonios. No se preocupa de evaluar la calidad de nuestros debates políticos ni la integridad de nuestros representantes. No toma en consideración nuestro valor, sabiduría o cultura. Nada dice de nuestra compasión ni de la dedicación a nuestro país. En una palabra el PIB lo mide todo excepto lo que hace que valga la pena vivir la vida».

Tiempos modernosTiempos modernos. La apoteosis de la deshumanización. Evaluar todo menos lo que importa. «¿Cuentan los números en las decisiones morales?» se preguntaba Ernesto Garzón Valdés. Como «las matemáticas no son opinión» la realidad se construye sobre un castillo de arena: las números, las estadísticas, lo discernible a través de fórmulas, el progreso imparable. E imparable es, pues no dejamos de progresar hasta la meta final: la muerte. Progresamos para morir. Inquietante destino. Asistimos, desde el final de la segunda mitad del siglo XX, a una carrera sin retorno, sin mirar atrás. Un ingenuo concepto de progreso, ese que anuncia que siempre se va hacia adelante, cuya primera conclusión sería que la sociedad actual, con esas rudimentarias herramientas conceptuales es incapaz de medir el grado de felicidad de sus ciudadanos, pero no todo lo demás. ¿Es el PIB el modelo para definir el progreso de las naciones? ¿No es cierto que según se alcanzan más confortables niveles de vida (entendido esto a la manera tradicional), casos de Gran Bretaña, Estados Unidos o Alemania, se reduce la sensación de una más completa vida interior? ¿La aparición de las redes sociales (qué gran metáfora llamar al artilugio «red») no es sino el sustituto de una profunda soledad de las gentes? Uno de los mitos intocables es aquel que recuerda que la relación entre economía y felicidad es indiscutible. Lo estamos viendo. Cada noche en la televisión. La soledad se solventa en la pasarela pública o en el anonimato de la red. Dos extremos que se confunden en un mismo centro: una sociedad anestesiada, atemorizada, solitaria, incapaz de encontrar el relato de su tiempo. Las gentes viven atrapadas entre un Estado que todo lo vigila y una tecnología que presenta inquietantes signos totalitarios. De nuevo los nombres de Verne, Wells, Orwell, Asimov, Dick, ya advirtieron lo que se venía encima. Y todo debe ser expuesto en la continua pantalla del presente: pantalla del móvil, pantalla del ordenador, pantalla de televisión.

Recordaba Fernando Castro en las páginas de Revista de Occidente: «Vivimos fascinados ante la pecera catódica, hechizados por la insignificancia soporífera, incapaces de hacer o decir algo… Estamos atrapados en el exhibicionismo delirante de la propia nulidad con una extraordinaria falta de pudor y un singular servilismo de las victimas que participan de la humillación. Walter Benjamin señaló que la humanidad que, con Homero, había sido objeto de contemplación para los dioses del Olimpo, se ha convertido ahora, en objeto de contemplación para sí misma. Su alienación ha alcanzado un grado tal que le hace vivir su propia destrucción como una sensación estética de primer orden. La confesión, seguida en la oscuridad morbosa del encuentro con el sacerdote o en la disciplina más agresiva de los cuerpos, ha perdido cualquier sentido en el momento en que toda la gente quiere contarlo todo (…) Lo banal aumenta su escala, el nuevo banderín de enganche promete entretenimiento, el circo mediático e leva a los altares la estupidez sin asideros. Hace tiempo que los freaks tomaron el mando de las operaciones. Ahora, con todo, es intercambiable lo rarísimo y aquello que es lo más normal del mundo, en última instancia todo está obsoleto, destinado a desaparecer rápidamente. Aquello que causaba pasmo, lo último, la más rara acrobacia estética o el batacazo moral, está destinado a convertirse en residuo. En última instancia no hay basura sin el acto de barrer».

El asalto a lo íntimo (Evgeny Morozov señalaba «el derecho a desconectarse», tan importante como el derecho a conectarse) cuenta con una quinta columna entregada a la causa con fervor, serían los visionarios de lo técnico, del fervor por los aparatos, los poseedores de una fe irredenta en el imparable camino de perfección que es la sociedad tecnocrática. Si alguien quiere saber qué se está haciendo que vea la película Hermosa juventud (2014) de Jaime Rosales quien señalaba: «Vivimos anestesiados, y el cine que me interesa hacer intenta, de alguna manera, despertar esa conciencia y sacudir al enfermo que somos todos». La bacanal de las máquinas oculta el desasosiego profundo de individuos solitarios. De nuevo, Tiempos modernos (1936), esa obra maestra de Charles Chaplin, rodada en lo más oscuro de la crisis de aquellos años y con escenas que hoy deberían pasarse no ya en las escuelas sino en otros lugares en los que se toman decisiones que afectan a millones de ciudadanos. ¿Cómo olvidar la escena de la «máquina de comer» o de la cadena de montaje? Pues, pareciera que las hemos olvidado.

Fernando R. Lafuente, director de ABC Cultural.

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