¿Tiene futuro el chavismo sin Chávez?

Los que conocen la trayectoria de Hugo Chávez hacen notar la poca lealtad que le mostraron sus compañeros de viaje. Podemos coincidir o no sobre si se rodeaba de los más válidos, pero un vistazo hacia atrás no habla muy bien acerca de la capacidad de Chávez para consolidar lealtades. Compañeros de armas como Baduel protagonizaron sonoros alejamientos; Miquilena, el presidente de la Asamblea Constituyente, acabó dándole la espalda cuando los vientos no parecían correr a favor del chavismo. La lista es larga, e incluye militares, académicos, y líderes políticos y sociales a decenas.

Alguien que puso patas arriba el sistema y acorraló a la partidocracia, ¿podía tener tan mal ojo político? No lo creo. O tal vez sí. Chávez recordaba las traiciones –Santander, San Martín...– de las que fue objeto Bolívar, quien no vivió un momento de tranquilidad ni durante sus últimos días. Bolívar siempre se sintió traicionado; Chávez, algo de lo mismo. Es el sino de los grandes líderes.

Esta reflexión viene a cuento para entender los momentos de transición por los que pasa Venezuela: en torno al chavismo hay una heterogeneidad de personas, ideas y formas de pensar mucho más amplia de lo que podría advertirse a simple vista. Porque no existe un Hugo Chávez. Existe varios, el que intentó el golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez en 1992, o el que se percató de la necesidad de legitimar popularmente un cambio de enorme transcendencia, para lo cual habló de poder constituyente y juró por la moribunda Constitución, ante sorpresa de propios y extraños, en su primera toma de posesión.

La idea de gobernar por y para el pueblo no desarrolla por sí misma una coherencia clara sobre las políticas públicas necesarias para conseguir un objetivo ambiguo, especialmente en un país cuyo cáncer se llama corrupción. Y no hubo tiempo u oportunidad de construir la teoría: la necesidad del día a día fue más poderosa que la reflexión estratégica. Tampoco se solidificó una institucionalidad política fuerte, más allá de la que rodeaba al propio Chávez: tanto el MVR como el PSUV nunca fueron partidos de masas, sino movilizadores de masas durante las elecciones.

Un grupo personal heterogéneo, sin un planteamiento teórico coherente, falto de tradición de institucionalidad, y sin su líder, está condenado a perderse en las brumas de las contiendas políticas. Salvo que se refunda desde valores revitalizados y con una organización comprometida. Cosa que no parece ser la prioridad del chavismo sin Chávez.

La realidad es ésta: Venezuela está dividida socialmente en partes casi iguales, y en estos momentos son dos posiciones políticas irreconciliables. Por un lado, la oposición irresponsable y dividida sigue repitiendo a coro la cantaleta del fraude electoral cuando todo el mundo sabe, y ellos los primeros, que el sistema de votación electrónica venezolano es el más avanzado y transparente de América Latina y, posiblemente, del mundo. Por otro lado, el chavismo político que, sólo es cuestión de tiempo, se agrietará por sus brechas, y que está convencido de que el objetivo es mantener el poder pese a quien pese. Con ese diálogo de sordos, se avecina tormenta.

Si la oposición fuera inteligente, estaría trabajando por el referendo revocatorio que constitucionalmente puede darse en Venezuela dentro de tres años cuando, si lo pide la mayoría de la población en un número mayor de votos al obtenido recientemente por Maduro, obligaría al presidente a dimitir. Si el chavismo fuera inteligente, jugaría a reinventarse y crear un corpus coherente sobre el que basar su acción de gobierno, y que no debería ser otra cosa que hacer realidad la Constitución de 1999.

Si ambas partes fueran sensatas, dejarían descansar en paz a Chávez y se mirarían frente a frente. Porque, salvo que apuesten por un régimen autoritario, ambas están condenadas a entenderse.

Rubén Martínez Dalmau es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia.

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