¿Tiene futuro la Universidad?

La Institución Universitaria ha cumplido ya casi mil años de existencia. Mil años en los que, desde su misma fundación, ha estado sometida a una revisión constante, a una crítica casi consustancial a sí misma, a una continua censura social. Veamos lo que se dice entre nosotros: Torre de marfil; ajena al mundo real; de espaldas al sector productivo; refugio de funcionarios indolentes; apartada de las grandes corrientes del conocimiento y de su génesis; dotada de una autonomía que utilizan como patente de corso; gobernada por un dudoso sistema autogestionario de origen sesentayochesco, endogámica y replegada sobre sí misma. Y muchas otras lindezas que, como todos los lugares comunes, tienen su parte de verdad.

Sin embargo, la Universidad sigue existiendo; y no sólo eso: sigue medrando. La Universidad española, en los últimos treinta años, ha incrementado en órdenes de magnitud el número de alumnos, de profesores y de personal no docente, ampliando al tiempo su base social hasta extremos inimaginables; la producción científica de las universidades se acerca a cantidades conmensurables con nuestro nivel de renta; los graduados universitarios, lejos de ser un colectivo de parados, encuentran rápido acomodo en el sistema productivo (véanse estadísticas, y no tópicos). Las Universidades desarrollan amplios planes de colaboración con empresas; mantienen unas relaciones internacionales envidiables; y en fin, presentan una transparencia en la gestión de sus fondos a mi juicio modélica cuando la comparamos con otros organismos de la Administración Pública. No hay, por otra parte, ningún cuerpo de funcionarios que haya asimilado tanto y tan concienzudamente la evaluación periódica de su calidad como los cuerpos docentes universitarios. A la Universidad española actual le ocurre, en gran medida, lo mismo que a la propia España: no es capaz de construir sobre sus propios éxitos. Ni siquiera se los cree.

Ante este panorama deliberadamente idílico (pero no falso) cabe preguntarse por qué la imagen pública de la Institución se corresponde más con la primera enumeración de lacras que con la segunda de logros. La respuesta está en que la Universidad española nunca ha creado pautas innovadoras en la evolución de la propia Institución. Siempre hemos ido a remolque de otros modelos. Se ponen los medios, se hace el esfuerzo, y cuando llegamos resulta que el modelo ya es otro y que seguimos atrasados. La Sociedad siempre percibe este déficit mucho antes que la Institución, y de ahí su mala imagen.

En la Universidad persiste aún mucho de lo primigenio. Aquellos gremios medievales de escolares o de maestros, mutatis mutandis, siguen presentes en ella. La Universidad, institución europea donde las haya, sigue manteniendo unas maneras gremiales características, que por una parte irritan al público, que las despacha, un tanto acríticamente, con el nombre de «endogamia»; y por otra, los antiguos privilegios medievales se han transformado en una «autonomía universitaria» que siempre resulta algo incómoda a otras administraciones con las que coexiste (municipal, autonómica o estatal). ¿Cómo ha logrado sobrevivir tal antigualla?

La respuesta está clara: por su propia inestabilidad, por su permanente puesta-en-cuestión, y sobre todo, como consecuencia de lo anterior, por la facultad que la Universidad tiene de asimilar e incorporar todo lo nuevo y todos los cambios sociales. A veces lo hace con una parsimonia extrema; pero esta capacidad de incorporación es la garantía de su supervivencia como una de las instituciones más características —y copiadas, no lo olvidemos— de lo que hemos dado en llamar civilización occidental. La Universidad incorporó la necesidad de formación de cuadros en el Medioevo y en el Renacimiento; la Universidad terminó incorporando el «saber útil» que preconizaban los ilustrados desde sus Academias; la Universidad, desde Humboldt, asumió la creación de conocimiento —investigación— entre sus tareas específicas; la Universidad incorporó, en fin, las necesidades del sistema productivo —cursos específicos, investigación aplicada— a lo largo del siglo XX.

La Universidad española, por su parte, está en una importante encrucijada, ante la que se abren varios caminos, no necesariamente divergentes. A los retos de alcanzar el nivel académico de los países de nuestro entorno y de entrar en el Espacio Europeo, se une la necesidad de definir cuál es su papel en la sociedad del futuro; es decir, qué es lo que tiene que incorporar, aquí y ahora, para seguir siendo un instrumento de servicio público. Porque ya no basta el modelo humboldtiano puro, esto es, la Universidad investigadora, la Universidad de Herr Professor Doktor o la Universidad del scholar de Oxford.

La Universidad del futuro ha de ser el ámbito natural de la Sociedad del Conocimiento. En primer lugar la Universidad debe ser todo lo que ha sido hasta ahora, sin renuncias; debe seguir siendo el reservorio del conocimiento humanístico; debe seguir siendo la vanguardia en la transmisión y creación de conocimiento; debe seguir formando profesionales. Pero tiene necesariamente que ir mucho más allá.

Por ejemplo, la Universidad debe romper totalmente con las barreras que actualmente la constriñen. En primer y principal lugar, la edad. La Universidad del futuro ha de ser un espacio para toda la ciudadanía, un espacio en que jóvenes y mayores convivan en un ámbito de educación permanente, en el que los papeles de docente y discente sean continuamente intercambiables en aras de una comunicación continua de experiencias. Las barreras a las diferentes discapacidades deben ser sistemáticamente suprimidas; y no digamos las barreras de nacionalidad o de lengua, profundizando en la internacionalización de la actividad académica. Se hace necesario asimismo un sistema de títulos y cursos mucho más flexible que aquellos a los que estamos acostumbrados, más flexible incluso que el Espacio Europeo al que estamos abocados en los próximos años. Debe adoptar también una postura mucho más activa en lo que se ha dado en llamar «competencias transversales». La Universidad del futuro debe dar soluciones a medida a problemas concretos en todos los ámbitos de la sociedad, en un ir y venir continuo entre Universidad y sistema productivo. La Universidad tiene que ser el lugar natural de la innovación y la creatividad, ocupando espacios, como los de Bellas Artes, que hasta ahora sólo se han asomado, tímidamente, al ámbito académico. La Universidad debe ser asimismo el lugar natural para la difusión hacia la sociedad de las nuevas tecnologías, una difusión crítica y abierta al debate. La Universidad debe ser la vanguardia del desarrollo sostenible; debe ser la conciencia del planeta en un mundo que debe compatibilizar bienestar con conservación. La Universidad debe ser el ámbito de debate y propuestas en torno a los grandes problemas socioeconómicos y culturales que aquejan al mundo de hoy.

Una Universidad así concebida, abierta totalmente a la sociedad, transciende del concepto «campus» e incluso de lo que consideramos Comunidad Universitaria; se desarrolla no sólo en un espacio físico, sino también, incluso principalmente, en el ciberespacio. La educación superior como servicio público camina así hacia un ámbito a la vez real y virtual de conocimiento, de experiencias compartidas, de creación, abierto a toda la sociedad, en un ambiente internacionalizado, global. En la medida en que sepamos hacerlo, nos acercaremos más al servicio público y por tanto, a la pública estima. Podríamos intentar, igualmente, ser por una vez los primeros. Intentémoslo.

Enrique Battaner Arias