¿Tiene límite el deterioro ambiental?

La certeza de que la acción del hombre es la causa fundamental de un acelerado cambio climático se consolida con tres eventos recientes: el informe Stern para el Gobierno británico, la Cumbre de Nairobi de finales del pasado año y el reciente análisis de Naciones Unidas en el que han participado más de 800 autores y más de 2.500 evaluadores de 130 países. Parece que quedan muy pocos escépticos sobre la influencia del hombre en el clima, pero merece la pena analizar algunos aspectos menos atendidos sobre lo que supone nuestra existencia para el equilibrio del planeta.

Para buena parte de los ciudadanos, aún dentro de la preocupación, queda la esperanza de que seremos capaces de resolver los problemas que se vislumbran antes de generar daños irreversibles. Sin embargo, los datos no conducen al optimismo, aunque se contara con la buena voluntad y la capacidad de los gobiernos para adoptar las medidas que se proponen con el fin de disminuir las emisiones de gases con efecto invernadero.

Los peligros a escala global que genera el hombre, salvo la acumulación de arsenales nucleares, están vinculados al crecimiento demográfico. La primera y celebre alarma sobre los efectos de ese crecimiento la formuló y argumentó Thomas Malthus hace algo más de dos siglos: la población crece en progresión geométrica, mientras que la producción de alimentos lo hace en progresión aritmética, por lo que la humanidad caminaría hacia el abismo del hambre. En aquel momento, la población rondaba los mil millones de habitantes y estaba en los albores de lo que más de un siglo después desembocaría en la denominada «explosión demográfica». En el siglo XIX la población se incrementa en algo más de 600 millones de personas, un crecimiento enorme si se compara con toda la historia pasada. A pesar de tan espectacular progresión, los avances en tecnologías agrícolas y otros campos evitan hacer realidad la predicción de Malthus. A principios del siglo XX, la ciencia hace que uno de los más escasos e importantes elementos de la fertilización agrícola, el nitrógeno, pueda ser fijado a partir del aire -donde es componente mayoritario-, de forma que el fertilizante nitrogenado deja de ser una restricción y se consigue multiplicar hasta cinco veces la productividad de las tierras de cultivo. La medicina y la higiene fueron los otros dos pilares del enorme crecimiento demográfico del siglo XX, especialmente en su segunda mitad.

Hace casi 50 años, la «explosión demográfica» y la guerra nuclear eran dos problemas de escala global. En aquel momento la Humanidad alcanzaba los 3.000 millones de habitantes, con la mayor tasa de crecimiento habida nunca (22%) y la previsión de duplicarla antes de finalizar el siglo. En las últimas cuatro décadas la población de nuestro planeta aumentó tanto como lo había hecho a lo largo de toda su existencia previa. Se hacían pronósticos sobre el número máximo de habitantes para los que se podría producir alimentos y se analizaba con gran preocupación el vertiginoso ritmo con el que se alcanzaría ese límite.

Las pesimistas teorías del economista inglés resurgían con fuerza. Sin embargo, por muchas y complejas razones, las proyecciones de crecimiento demográfico han variado sustancialmente, de manera que, según la ONU, para 2050 serán 9.000 millones los habitantes sobre nuestro planeta. Un estudio promovido por la FAO estima que la superficie cultivable por habitante será la misma que en la actualidad, algo más de 0,2 hectáreas, considerada suficiente para alimentar a una persona. Aunque el agua potable y su calidad también son motivo de preocupación, la cantidad accesible para el hombre -unos 12.000 Km3/año- puede satisfacer las necesidades de la población prevista para mitad de siglo, aunque antes habrá que resolver los graves problemas sanitarios y de acceso al suministro que padecen miles de millones de habitantes.

El tercer factor fundamental para la vida del hombre en la Tierra, la energía, ha sido fuente de preocupación más en lo concerniente a los problemas de suministro de petróleo y/o gas natural que a la percepción de problemas medioambientales. El consumo energético ha tenido un crecimiento muy superior al de otros recursos básicos. Si tomamos como ejemplo de medida la energía que una persona necesita como alimento (2.500 calorías/día), cada habitante del planeta ha pasado de consumir diez veces ese valor en 1960 a 20 veces en el año 2000. Se deduce fácilmente que mientras las necesidades de alimentación se han duplicado, los consumos energéticos, y en la misma medida las emisiones, se han multiplicado por cuatro en los últimos cuarenta años del siglo XX.

Desgraciadamente, la forma de generar energía actualmente no es diferente de cuando el hombre prehistórico aprendió a controlar el fuego: más del 85% de la energía mundial se genera por combustión de materia que contiene carbono, productora de gases con efecto invernadero. Tampoco se genera de forma homogénea: el 15% de la población mundial (EEUU, Europa, Japón, Canadá y Australia) emite el 60% de los gases con efecto invernadero, y parece difícil evitar que los países en desarrollo contribuyan a un importante incremento de las emisiones. Si las emisiones mundiales per cápita se igualaran a las de EEUU, se quintuplicarían.

No es necesario llegar a esa situación para que nos alarmemos, ya tenemos motivos. Quizá puedan discutirse algunos aspectos del efecto de los gases liberados, pero parece indiscutible que el planeta es incapaz de absorber los desequilibrios a los que se le somete por el enorme volumen de las emisiones actuales; gráficamente, si la producción anual de gases se cargara en camiones, serían necesarios mil millones de enormes remolques de 40 toneladas. Es, con mucho, el contaminante más ampliamente generado por el hombre.

áSi las emisiones son tan ingentes, ¿por qué no han sido objeto de preocupación hasta ahora las repercusiones medioambientales del consumo energético? Se debe resaltar, en primer lugar, que la atmósfera es la parte significativamente más voluminosa de la biosfera, y a la mente humana no le resulta fácil asumir su influencia en algo tan inmenso. En segundo término, los gases con efecto invernadero son contaminantes imperceptibles para nuestros sentidos, no huelen, no tienen sabor y no se ven. Además, sus efectos, a diferencia de cualquier otro contaminante, no son perceptibles a escala local, a la que podemos percibir cambios. Finalmente, no hay posibilidad de realizar pruebas y ensayos sobres sus efectos. Éstos son los motivos fundamentales de la imprevisión. Por ello, estamos agotando recursos fósiles muy limitados -carbón, petróleo y gas natural-, y no nos hemos ocupado de aprovechar la mayor fuente de energía para nuestro planeta: la solar. Cada día la Tierra recibe mucha mayor cantidad de energía del Sol de la que necesita. Aprovecharla no es fácil pero el esfuerzo merece la pena, no se vaya a cumplir la comentada profecía de Malthus, no por falta directa de alimentos, sino por haber generado un desequilibrio irreversible para la vida de nuestro planeta, por haber generado más residuos de los que puede soportar.

Eloy García Calvo, catedrático de Ingeniería Química de la Universidad de Alcalá y director del proyecto IMDEA-Agua.