¿Tiene remedio el Consejo?

Del Consejo General del Poder Judicial lo sabemos todo, la denuncia de sus males es ya un género literario. Se adoptó para hacer más independientes a los jueces, privando al Gobierno de la zanahoria de los nombramientos y el palo de las sanciones, pero ha resultado inútil, si no contraproducente. Sus integrantes los designan las Cámaras, pero siempre se sabe qué partido o dirigente ha propuesto a cada uno. Dos asociaciones se reparten casi exclusivamente los 12 que han de ser jueces.

En su primera reunión, los vocales eligen presidente y vicepresidente... a quienes los dirigentes de los partidos han decidido y filtrado a la prensa el día anterior. Los vocales forman bloques afines a los partidos, que designan los cargos judiciales por cuotas y guardan disciplina cuando votan sobre proyectos de ley, conflictos con otros poderes o sanciones.

Los jueces que aspiran a un cargo saben que necesitan el patrocinio de vocales o asociaciones, que se resarcen así del papelón que hacen en la renovación del Consejo. Entre los bloques, y en cada uno, surgen antipatías de una fiereza que llama la atención incluso en una cultura política tan poco gentil como la española. En los conflictos de relieve político, el Consejo resulta inane: lejos de proteger la independencia de los jueces, les desmoraliza. Su fracaso deslegitima a todo el sistema jurisdiccional.

El sistema, bien caracterizado por Alejandro Nieto como desgobierno, subsiste, empeorando, desde hace decenios. El malestar crece exponencialmente, sobre todo entre los jueces que iniciaron con sus correos electrónicos el movimiento del 8 de octubre: los que cargan con los puestos más duros, agobiados por la carga de trabajo y unos módulos distorsionadores, inquietos porque un error en sus juzgados pueda llevarles a los periódicos o traerles una sanción ejemplar, frustrados por la desigualdad de medios, fastidiados si comparan su retribución con la de los abogados, conscientes de los límites de su carrera si no merodean en torno al Consejo, las asociaciones o los partidos (Azparren estima que no se arrima a éstos más del 5% de los jueces).

Los magistrados del Tribunal Supremo no soportan que el recurso de amparo haga parecer al Constitucional el auténticamente supremo. Todos sufren por la erosión de su prestigio profesional y la impresión de que imparten una justicia politizada por causa del Consejo.

Ha habido dos huelgas, cayó un ministro, el sistema asociativo y el duopolio de la APM y JD han entrado en crisis, todo aboca a un cambio. Los jueces protestantes han logrado algunas mejoras laborales, pero no han convertido en un programa sus objetivos más generales y sus manifiestos caen a menudo en simplificaciones: todo se arruinó en 1985, la solución es volver a la elección corporativa del Consejo, la política es el mal.

El problema, sin embargo, no es la política: la fricción entre los poderes es inevitable y necesaria para conseguir su separación y la independencia judicial. El problema es cómo controlar al poder, cómo airear el ambiente asfixiante que rodea los tribunales, cómo impulsar entre los jueces una cultura de independencia.

El Consejo puede hacer poco para arreglar el servicio público de la justicia: no hay remedios sencillos y su papel es muy secundario frente al del Gobierno o el Parlamento. Tampoco ha sido ágil en la crisis del último año: miró a otro lado durante la huelga y ha perdido la ocasión de hacerse el representante de los jueces. Le quedan dos campos abiertos en el terreno constitucional, del poder judicial: la defensa de los jueces frente a los poderes institucionales (Gobierno y Cámaras) o efectivos (partidos y medios); y una política de nombramientos distinta que le devuelva cierto prestigio.

¿Se puede hacer algo con el Consejo? Es tentador eliminarlo, pero requeriría un consenso impensable en la polarizada política española. Hubo un proyecto para vaciarlo de competencias, pero no prosperó. Siempre hay razones para la inacción: no hay nada que no pueda ser empeorado, ni el Consejo la única institución de utilidad dudosa que sobrevive plácidamente.

Y cabe intentar reformarlo. El reformismo es siempre una labor difícil y oscura, trae más visibilidad dar patadas al hormiguero y gritar "qué horror, se escapan" que intentar hacerlo más habitable. Requiere tomarse en serio los principios -la democracia, el equilibrio entre poderes, el pluralismo, la objetividad en el acceso a las funciones públicas- y aplicar las técnicas del viejo Derecho Administrativo, esa reliquia del buen liberalismo hecha de objetividad y procedimiento, transparencia y motivación: publicar los requisitos de los puestos, usar procedimientos y baremos objetivos, motivar las decisiones para facilitar su control. Hay remedios, pero requerirían que quienes ocupan los cargos y cobran por desempeñarlos abandonaran la muelle pasividad del voto en bloque y asumieran sus responsabilidades.

¿Sería esto posible en el Consejo actual? Quizá sí. Es verdad que empezó mal: su renovación se retrasó dos años, la intervención de los dirigentes políticos fue descarnada. Pero sus primeros pasos fueron sensatos, estableció un procedimiento más objetivo para los nombramientos judiciales, los bloques empezaban a hacerse por la profesión de los vocales -jueces contra otros juristas- y no por su afinidad política, las cuotas parecían menos mecánicas. La bronca en torno al procesamiento del juez Garzón le ha sumido en una nueva crisis. Pero antes había mejorado el procedimiento de elección con una comparecencia para que los candidatos expliquen sus méritos y sus propuestas, que pueden seguir en directo los periodistas especializados.

Su primera aplicación ha producido un resultado sorprendente. Se elegía al nuevo presidente del Tribunal Superior del País Vasco. Parecía seguro que saldría el candidato preferido por los vocales nacionalistas y los cercanos al PSOE. A cambio, un magistrado conservador presidiría la audiencia de Guipúzcoa. El segundo candidato, antiguo portavoz de JD, casi había ganado en una ronda anterior. El tercero partía sin apoyo de partidos o asociaciones. Pero acreditó méritos mayores, explicó una concepción bien articulada de lo que debe ser un juez constitucional en la diaria lucha por el derecho, se ganó el respeto de la mayoría y el Consejo acertó eligiéndole.

¿Una bonita sorpresa, azares del mercadeo, cosas de la teoría de juegos? Quizá. Pero hubiera sido imposible sin la decisión previa del Consejo de limitar su arbitrio con ese procedimiento, si la comparecencia pública no hubiera puesto en marcha una lógica de transparencia absolutamente inusual en un país que es el reino de la libre designación inmotivada. La atención de los medios expone a vocales y candidatos a la vista y la crítica públicas. Decisiones que según los vocales de Consejos anteriores se tomaban en oscuros pasillos (que ya serían reservados de buenos restaurantes) quedan ahora expuestas a la crítica pública. La virtud de la transparencia es que dificulta la arbitrariedad.

En el Consejo anterior se hablaba del vocal independiente, elegido por consenso, que no se sometía como un autómata a la lógica de los bloques. Una sucesión de nombramientos de jueces independientes, elegidos por sus méritos y no por las cuotas y las relaciones clientelares, podría animar a más candidatos con calidad profesional e intelectual. Porque el problema no es que los candidatos pertenezcan o no a una asociación, voten a este o aquel partido, tengan unas u otras ideas políticas. Los jueces no son monjes trapenses, ni monstruos de Frankenstein con Aranzadis por cerebro. El problema es conseguir un sistema de designación que permita conocer la solidez profesional y humana de los candidatos, que premie su honradez explicando sus ideas y no su servilismo o su capacidad de disimulo. Que sirva al pluralismo, no a la vanidad de los capitanes de dos equipos mudos. Si este Consejo asume, pese a sus conflictos y a las veleidades de alguno de sus miembros, que tiene una última ocasión de regenerarse; si persevera en este procedimiento y no vuelve a las andadas, quizá estemos en el inicio de un proceso interesante.

Diego Íñiguez, autor de El fracaso del autogobierno judicial. Crítica, 2008.