Tierra quemada

Llevamos semanas viendo en las pantallas cómo arde el campo español. Hemos pasado de la pena a la rabia, y otra vez a la pena. Es normal; aunque la mayoría vivamos en núcleos urbanos, muchos seguimos teniendo lazos reales y sentimentales con la España rural.

Pero lo más desconcertante, a medida que avanza el fuego, es esa sensación de ser espectadores de lo inevitable, como si los incendios fueran producto de la mera providencia y no quedara más que apretar los dientes cada vez que, en el telediario, aparece la cortinilla roja con el título: “España en llamas”.

Somos como aquella familia de la novela Ruido de fondo, de Don DeLillo. Llevamos tantos años contemplando en las pantallas las desgracias de otros, que, igual que los protagonistas de la novela, cuando la nube tóxica invade su barrio somos incapaces de reaccionar.

Tiene bastante sentido que nos sintamos así. Por un lado, sabemos, desde Debord, que la espectacularización de la realidad provoca una aceptación pasiva del estado de cosas. Y, por otro, no podemos soslayar que las noticias de los incendios se van acompañando de un relato, sutil, pero repetido hasta el hartazgo: es la ola de calor la que ha aumentado el riesgo de incendio, son factores incontrolables... Justificación que no deja de ser espejo de otra, omnipresente, que adopta múltiples formas según el caso: la crisis que se avecina, por ejemplo, es inexorable, habrá que adaptarse, y así sucesivamente. Es decir: todo lo que sucede obedece a fuerzas superiores y ajenas a nuestra comprensión.

Planteaba DeLillo que las catástrofes a las que se ven abocados los protagonistas de su novela sí tenían causas, pero estas se hallaban tan fatalmente asociadas a su estilo de vida que no las veían. Es un retrato perfecto de la condición posmoderna: los personajes no pueden desprenderse de la pantalla, ni renunciar a la fiesta continua del despilfarro. Son adictos a las compras, a los trajes, a las chucherías, que los hacen superficialmente felices y, sin embargo, destruyen su entorno y también su espíritu.

Lo mismo nos sucede a nosotros: hay causas, pero están tan interconectadas con nuestra forma de hacer las cosas que parecemos incapaces de señalarlas siquiera. Sin embargo, WWF, pero también PNUMA (el programa de medio ambiente de Naciones Unidas) defienden que los fuegos tienen un claro detonante: es el cambio climático el que está detrás del aumento de los incendios forestales y de la peligrosidad y capacidad destructiva de estos.

En nuestro país la superficie quemada en julio suponía, según EFFIS (el Sistema de Información Europeo de Incendios Forestales), cerca del 40% de la superficie calcinada de Europa. No es de extrañar; como de costumbre, en España se junta el cielo con la tierra, a las causas globales, se unen otras, clásicamente nacionales, relacionadas con el abandono del medio rural. Según los datos históricos recogidos por el Ministerio para la Transición Ecológica, la proporción de superficie quemada en la Península no hizo sino aumentar desde las 46.000 hectáreas del año 1961 hasta las terroríficas 439.000 de 1978. No parece casualidad que este periodo negro coincida con el éxodo rural español y el subsiguiente abandono de las zonas forestales y de los modos tradicionales de explotación agrícola y ganadera. Desde 1978, el desastre se perpetúa, con otros dos años terribles: 1985 y 1994. A partir de ese momento, y debido a los planes de prevención y de extinción, se moderan los siniestros y, exceptuando 2012, donde se superaron las 200.000, arde una media de 100.000 hectáreas.

Sea de manera global o local, las causas de la catástrofe presente ­—este año, según EFFIS, a 24 de julio ya llevábamos en el país más de 200.000 hectáreas arrasadas, y se prevé que 2022 será el peor año desde el inicio de este siglo, por encima incluso de 2012­— se relacionan con una forma de vida centrada en esquilmar los recursos, normalmente para beneficio de unos pocos, y en abandonar aquello que ya no resulta “productivo”. Una estrategia, en suma, de tierra quemada, nacional e internacional.

Mientras estas semanas contemplaba el fuego devastador, recordaba una anécdota que sucedió en una romería en mi pueblo antes de que yo naciese. Se contaba que caía ya la tarde y la sangría empezaba a hacer estragos cuando se empezó a ver humo que provenía de la zona urbanizada. Temiéndose que un incendio pudiera estar afectando a alguna de las casas, los vecinos bajaron corriendo dispuestos a apagarlo. Solo el boticario, que era el rico del pueblo, quería seguir con la celebración, aduciendo que quien tenía que ir era el dueño de la vivienda en cuestión. Por fortuna para él, los otros desoyeron su consejo, porque la casa que ardía era, precisamente, la suya.

Tal vez por esa interposición de la pantalla, hemos olvidado que lo primordial es ir a apagar el incendio, y, sobre todo, por encima de cualquier cosa, intentar evitarlo, porque lo que se quema y desaparece es siempre lo nuestro, lo común. Solo deseamos, o quieren que deseemos, seguir con la fiesta, aunque, en el fondo, sepamos que en ella solo se divierten algunos.

Pilar Fraile es escritora. Su última novela es Días de euforia (Alianza).

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