Tinieblas luminosas

Un cierto extrañamiento sobreviene tarde o temprano a quien vive su vida de modo consciente. ¿Por qué el mundo es como es y no mejor? Pues no sería difícil imaginar un mundo mejorado. Pregunta Hume: «¿Es el mundo, considerado en general, tal como se nos muestra en nuestra experiencia, diferente del que un hombre esperaría de antemano de una Deidad muy poderosa, sabia y benevolente?». Sí, este mundo es claramente distinto del que confiaría encontrar una persona a la que, estando fuera, se le invitara a entrar en él asegurándosele que es obra de un Ser muy bueno, sabio y poderoso. Una vez dentro, el chasco de esa persona de buena fe sería fenomenal. Y, sin indagar ahora las causas de tanto desperfecto de fábrica –cuyos intentos de justificación recuerdan las sutilezas del arquitecto ante la obra defectuosa–, ¿por qué no interviene Dios de manera definitiva en el mundo para cambiar sus estructuras permanentes negativas y hacerlo más semejante a él, más divino, o al menos más humano? El caso es que no lo hace. El resultado es un mundo mudo que apenas nos habla de Dios y, en muchos aspectos, resueltamente antidivino.

Tinieblas luminosasEn determinado momento Dios se reveló al mundo. Hay que admitir que eligió para manifestarse un procedimiento maravilloso pero también algo desconcertante: la persona de Jesús, visibilidad del Dios invisible. La ejemplaridad excepcional de Jesús está fuera de discusión. Como escribe el novelista Carlos Fuentes, agnóstico: «Busco en vano un personaje histórico más completo que Jesús». Pero justamente ese carácter histórico-personal de la revelación de Dios hace más problemática esta, condicionada por las circunstancias espacio-temporales que limitan la acción de dicha persona, por la lengua de comunicación que usa, por los presupuestos culturales que operan en la emisión y la recepción de su mensaje, tan difícil de trasvasar de una cultura a otra. ¿No había un procedimiento mejor que soslayase estas contingencias? Y quienes han vivido antes de Jesús o después pero no han tenido noticia de su evangelio o, teniéndola, no poseen las bases de su recta comprensión, ¿qué? Además, tras la revelación, nada observable ha mutado en el ámbito de la experiencia. Todo sigue aparentemente igual, sin consecuencias verificables en el mundo. Los hombres siguen muriendo sin excepción conocida. Los cementerios abarrotados, los sepultureros no descansan. Y uno podría aspirar a que, aunque en el mundo siga reinando la misma negatividad antidivina que antes, al menos lo divino, saliendo de su invisibilidad, se hiciera evidente en determinados momentos de desolación infundiendo esperanza en los corazones afligidos de los hombres. Una cosa es que Dios no evite Auschwitz, y otra que no muestre tampoco su divino rostro a quienes, en un estado de angustia extrema, esperan la muerte haciendo cola delante del crematorio. Pero esto (salvo excepciones) tampoco ocurre.

Dejemos a un lado los intentos de una apologética que se esfuerza por dar explicaciones artificiosas a estos extrañamientos y desconciertos que justificadamente nos dominan. Extrañamientos y desconciertos que compartimos con los judíos, que no supieron interpretar las profecías del Antiguo Testamento y rechazaron con violencia a su profeta; y también con el mismísimo Jesús, que anunció el advenimiento inminente del reino de Dios –un concepto olvidado poco después de su muerte–, cuando lo que realmente llegó después fue su propia resurrección, de la que en su predicación él apenas habló. Ni siquiera estando Jesús en la cruz actuó Dios para evitar la ignominia; ni siquiera para Jesús fue siempre evidente Dios, quien abandonó a su hijo a un final trágico que confirmaba, en perspectiva mundana, su fracaso y su equivocación.

«¿Adónde te escondiste,/ Amado, y me dejaste con gemido?», reza el primer verso del Cántico espiritual. La esencia divina –explica san Juan de la Cruz en los comentarios– «es ajena a todo ojo mortal y escondida de todo humano entendimiento». «De donde es de notar –añade– que, por grandes comunicaciones y presencias y subidas noticias de Dios que un alma en esta vida tenga, no es aquello esencialmente Dios ni tiene que ver con Él, porque todavía le está al alma escondido, y por eso siempre le conviene al alma sobre todas esas grandezas tenerle por escondido y buscarle escondido diciendo: ¿adónde te escondiste?». El nuestro es definitivamente un Dios escondido, oculto. No es que se oculte para nosotros, sino que el misterioso ocultamiento constituye su esencia permanente. Deus absconditus. Y no es tampoco que se nos plantee ahora una adivinanza sobre Dios cuya solución se nos reserva por capricho solo para el otro mundo. Para la razón calculadora el misterio es un estadio de conocimiento imperfecto y provisional. Pero Rahner destaca con énfasis que el misterio de Dios no es oscuridad transitoria, sino que «determina esencialmente y siempre la relación que necesariamente existe entre el espíritu creado y Dios». Entrar en Dios, escribió Gregorio de Nisa, es «ser recubierto por la oscuridad divina». El misterio durará siempre porque en ese lugar llamado cielo no se nos suministrará la respuesta al acertijo, sino que se nos pondrá ante lo inabarcable de Dios, inagotablemente nuevo. «El Dios de la visión inmediata –concluye el teólogo– es justamente el Dios de la infinitud absoluta y, con ello, de la incomprensibilidad misma. La visión beatífica consiste en la presencia, que ya no puede imaginarse, de lo inexpresable, de lo sin-nombre e indecible como tal».

¿Cómo se revela al hombre aquel que, por esencia, es eterno misterio? En Dios todo revelar incluye un velar, toda patencia una latencia, todo decir un contradecir. En el monte Tabor donde Jesús, transfigurado, se muestra en toda su gloria, una nube luminosa cubre a los presentes («Ecce nubelucida obumbravit»: Mt 17, 5). Dios se comunica a través de una nube luminosa porque la luminosidad divina solo puede comparecer ante los hombres recatándose tras de unas tinieblas opacas. Y también su mensaje está signado por la contradicción, la sorpresa y subversión paradójica de lo establecido. En otro monte, el de las bienaventuranzas, Jesús expuso un programa que compendia en apretada fórmula la paradoja que singulariza su evangelio: contra toda evidencia, los pobres, los hambrientos, los sufrientes o los perseguidos, marginados en este mundo, son los predilectos de Dios, los primeros a sus ojos. Dichosos los llama, gente con suerte.

La paradoja cristiana se confirma con especial plasticidad en esa primera gran epifanía del Dios oculto ante el mundo que es el nacimiento de Jesús. Esperaban la aparición de Dios conforme a su noción humana de lo divino: pompa y majestad, intimidante grandeza, infinito poderío. En lugar de ello, un recién nacido, incapaz, pobre, indefenso, expuesto, vulnerable. Nadie entiende nada y, sin embargo, esa insólita escena revela más sobre cómo es Dios que altas teologías y definiciones oficiales.

No sufras, lector, por esos extrañamientos y desconciertos que a veces sin quererlo prenden en tu ánimo, porque, bien mirado, son la forma más honda y sincera de oración a Dios: «Adoro te devote, latens Deus».

Javier Gomá Lanzón, autor de «Tetralogía de la ejemplariedad»

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