Tito Livio

Contemporáneo del primero de los emperadores, el escritor romano Tito Livio vivió a caballo de los dos siglos a los que parte el acontecimiento crucial de la Historia. Republicano conservador, combinaba su simpatía personal hacia el nuevo soberano con el rechazo al sistema político que el sobrino-nieto de Julio César había instaurado. Si hubiera sido por él, Octavio nunca se habría convertido en Augusto.

Como ciudadano romano comprometido, Tito Livio deseaba mostrar la senda recta a unos disolutos contemporáneos que, a su entender, ya solo caminaban torcido. Lo hizo relatando la historia completa de Roma. En Ab urbe condita se remonta así al desembarco de Eneas en Italia y la fundación de Roma, fruto de aquella riña por unas lindes entre dos hermanos mal avenidos. La concluye abruptamente en el año 9 antes de Cristo.

La posteridad le ha afeado al de Patavium (hoy Padua) un escaso rigor histórico. También le ha reprochado su alejamiento físico y mental de los escenarios que desfilan por sus ciento cuarenta y dos libros, de los que solo una parte ha llegado a nuestros días. A diferencia de Polibio, muy riguroso con las fuentes, nuestro hombre no esquivaba los mitos. Al contrario que Tucídides, todo un estratego de Atenas, no comandó jamás tropas. Frente a Julio César, pretor, triunviro, cónsul y dictador de Roma, careció de toda responsabilidad pública. Por tanto, Tito Livio niega la libertad que se despliega en la historia humana, reducida a simple descarte de unos naipes que juegan los dioses. Por tanto, reconstruye los asedios con la pericia técnica de un británico que se arranca por soleares. Por tanto, bucea en las pasiones políticas con la ignorancia de quien no ha sido presa de ambición ninguna.

Y, sin embargo, este colosal escritor no busca más honra que la de Roma. Republicano intachable, partidario del gobierno senatorial que forjó la grandeza de su patria y de las viejas virtudes campesinas fue un hombre íntegro, apenas interesado en lo que ocurrió y más apegado a lo que siempre debió haber sido.

Tito Livio fue un moralista estoico, frugal y piadoso, sin otra aspiración que recobrar la grandeza del pueblo que por designio divino figuraba «a la cabeza de todos los de la tierra». Por eso se entiende su profunda inquietud ante la gloria, evidente ya al término de la Segunda Guerra Púnica. En aquel momento, siglo y medio antes de que naciera Livio, Roma doblegó a Cartago para ser vencida por el espíritu de Grecia. Ninguna figura mejor para advertirlo que Marcio Porcio Catón, conocido luego como Catón El Viejo. Catón ocupó el cargo de censor, magistratura que no solo se ocupaba de confeccionar el censo, sino de cuidar de la moralidad pública. Por ello, se atrevió a procesar al íntegro Escipión El Africano, el hombre que derrotó a Aníbal. Había entrevisto el peligro del culto al héroe que se arremolinaba en pos del vencedor de Zama. Ni siquiera existía aún la palabra, pero el cesarismo se cernía ya como un pájaro de mal agüero sobre la República. Siglo y medio después César lanzaba los dados y completaba la faena.

Cuando comencé este artículo, pensaba en la degradación política del tiempo presente y en que apenas nos quedan escritores como Tito Livio. Roma estaba corrupta, pero al menos conservaba las marcas del coraje y del sacrificio. Si reparamos en la clase gobernante de hoy, como diría Shakespeare, hay personas a las que les queda grande la grandeza. No voy a escribir sobre ellas. No lo merecen.

Cuando comencé este artículo, Nadal aún no había conseguido el Abierto de Australia. Y, no obstante, ya era el más grande. Y no hablo en mero cálculo de títulos. Ganara o perdiese, los españoles no tendremos otro ejemplo mejor. De lo que fuimos. De lo que somos. De lo que podemos ser. ¿Hay algún título nobiliario más merecido? Por favor, Majestad, no llegue tarde.

Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo

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