Todas las decisiones son políticas

El 14 de marzo pasado Dinamarca cerraba sus fronteras. Fue uno de los primeros movimientos de una reacción en cadena seguido por la recomendación de la Comisión Europea que llevó al cierre tres días después de las fronteras exteriores de la Unión, excepto Irlanda, para “viajes no esenciales”, y de las fronteras nacionales de más de cien países en apenas un mes.

Se argumentaba que era una respuesta necesaria frente a la COVID-19. Ese mismo día Søren Brostrøm, director general de la Autoridad Sanitaria Danesa, sostenía en rueda de prensa que la decisión había sido política. Aunque se contemplaran razones de salud pública, la decisión final no tenía carácter técnico. La afirmación parecía contraintuitiva pero, en realidad, no lo era y sí era, en cambio, un desmentido de decisiones políticas que tienden a justificarse como el resultado de consejos científicos o técnicos.

Ni había evidencia científica suficiente ni los cálculos técnicos sobre su relevancia epidemiológica avalaban que dicha medida fuera eficaz para contener el avance de la pandemia.

Al contrario, el cierre de las fronteras acarreaba consecuencias anticipables: contribuía a obstaculizar el suministro internacional de medicinas y equipamiento médico, algo que provocaría su encarecimiento especulativo y su escasez; impedía la movilidad internacional de trabajadores de temporada, vitales tanto para el sector hortofrutícola de los países de destino como para generar remesas que se envían a los países de origen; y castigaba de manera implacable a quienes están en una posición más precaria y no cuentan con la protección estable de un estado constitucional, los migrantes internacionales.

Decisiones políticas y efectos no deseados

Recordemos que más de la mitad de los algo más de doscientos estados del mundo no son democracias, mientras que en el Índice de Estados Frágiles de 2020 (estados fallidos) que mide el riesgo y la fragilidad de 178 países, el primer estado miembro de la Unión Europea que aparece es Grecia, en el puesto 127.

A principios de abril un informe de la Organización Internacional para las Migraciones ya advertía de la extrema vulnerabilidad de los migrantes frente a la covid-19 tanto en sus países de origen como en los de destino.

Las decisiones políticas lo son también por los efectos que producen, tanto los esperados como los no deseados, con independencia de las intenciones que las guíen.

Aunque todavía el 8 de mayo la Comisión Europea recomendaba mantener las restricciones de movilidad internacional hasta mediados de junio, el 13 de mayo aconsejó a los estados miembros y a los cuatro estados asociados de Schengen la reapertura gradual de sus fronteras, algo que significaba reconocer la limitada eficacia de dicha medida y sus efectos contraproducentes.

Un control sanitario en los aeropuertos internacionales, puertos marítimos y fronteras terrestres, como desde marzo defendía la Organización Mundial de la Salud, habría aminorado esos efectos y contribuido a adelantar la radiografía global de la pandemia.

El 30 de enero la OMS declaraba una “emergencia de salud pública de alcance internacional”, mientras que desde el 9 de enero se habían sucedido alertas del Centro Europeo para el Control y la Prevención de las Enfermedades. Eran recomendaciones para adoptar medidas preventivas de manera coordinada.

En tanto que recomendaciones, no tenían carácter vinculante. La mayoría de los gobiernos quisieron entenderlas como si el impacto de la COVID-19 fuera similar al de pandemias anteriores y pudiera controlarse como en el pasado. Todos reaccionaron tarde, pero lo que ha marcado la diferencia ha sido cómo se han ido tomando las decisiones políticas.

Poder político y estado de emergencia

Hace más de dos siglos, en los debates constitucionales de Francia y Estados Unidos, quedó patente que en condiciones políticas normales los gobiernos democráticos tienden a exceder sus propios poderes. Los estados de emergencia añaden un reto inquietante que pone a prueba, llevándolo a una situación límite, el orden constitucional. Son un caso controvertido de encaje y ajuste legal de una acción política ambivalente que lleva al ejecutivo de un régimen democrático al borde del sistema constitucional.

Un estado de emergencia es un campo de pruebas para el orden constitucional. Afecta a sus propios cimientos, los derechos fundamentales, y por ello a la capacidad constitucional para protegerlos. Sirve también para apreciar el tipo de legitimidad que se deriva del funcionamiento de las instituciones del estado (desde el parlamento a la administración de justicia, el gobierno o los partidos políticos). Es más, resulta una prueba determinante para medir las reacciones de sus representantes políticos, pero también de sus ciudadanos.

En respuesta a la pandemia, todos han tenido que reprogramar en un tiempo muy limitado, por su reacción tardía, su agenda política para adaptar los procesos de toma de decisiones a la situación de emergencia.

En Europa, aunque los gobiernos cuentan con recursos constitucionales similares, sus respuestas permiten observar interpretaciones muy diferentes sobre el funcionamiento de la democracia constitucional.

Y no tanto porque los estados de emergencia, como destacara Anna Khakee en un estudio de 2009, estén modulados de manera diversa, con regulaciones constitucionales exigentes en los casos de Alemania, Grecia, Hungría (hasta la revisión parlamentaria del 30 de marzo de 2020 para otorgar poderes casi ilimitados al primer ministro Viktor Orbán), Portugal o España, frente a las más laxas de Austria, Bélgica o la República Checa, o las de Francia, Noruega y Suiza, que contemplan el recurso por parte de los ejecutivos (en Francia el presidente de la república y el gobierno comparten el poder ejecutivo) a poderes extraconstitucionales. La mayor diferencia radica en sus reacciones políticas.

Las emergencias alteran todos los parámetros de la política normal

Una situación de emergencia altera todos los parámetros de la política normal, pero no de la política en su sentido pleno, pues emergencias de distintos grados se producen de manera casi cíclica y, por tanto, requieren de respuestas políticas: no sólo de reacciones inmediatas, sino también de estrategias preventivas.

Los gobiernos actúan entonces bajo una presión insoportable, pero tienen a su disposición instrumentos legales que, de otra forma, no podrían usar. Por eso una expectativa razonable por parte de la ciudadanía es que sus gobiernos procedan con diligencia, asumiendo que la inteligencia práctica requerida en condiciones críticas es muy superior a la capacidad de juicio necesaria para la política cotidiana.

Lo que distingue a las emergencias, señalaba el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, en su comparecencia del 24 de abril, es que cuando se desencadenan nos enfrentan bruscamente con la realidad. En ese momento las excusas no sirven de nada. Por eso la responsabilidad política de los gobiernos al hacer frente a la pandemia sigue siendo intransferible y en poco puede atenuarse por tratarse de una crisis global, incluso aunque al valorarla sea necesario una distancia analítica y, también, conocimiento comparado.

Cualquier gobierno democrático asume una posición dilemática al declarar un estado de emergencia. De algún modo se acerca a la condición de un soberano apenas sometido temporalmente a las leyes. Sin embargo, nunca deja de ser un gobierno representativo sujeto al ordenamiento legal y a la supervisión por instituciones representativas, en particular el parlamento.

Ese poder extraordinario constituye la razón última, en sentido democrático, que explica que las decisiones de los gobiernos, estén o no informadas por criterios técnicos, son siempre decisiones políticas.

José María Rosales, Catedrático de filosofía moral y política, Universidad de Málaga.

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