Todas las infancias

Nos llegan noticias inquietantes sobre miles de niños y niñas que han entrado solos a Europa a los que se les ha perdido el rastro. No se los ha llevado el Flautista de Hamelin, ni están con Peter Pan en la tierra de Nunca Jamás. La historia de la humanidad está llena de infancias perdidas. Nos creíamos poderosos con nuestros avances tecnológicos, nuestros satélites espías y nuestros juegos de realidad virtual donde se hacen amigos por el ciberespacio. Lo teníamos todo para ser una gran civilización, la información al instante, la velocidad atravesando el sonido, los dispositivos electrónicos a nuestra disposición… pero se nos perdían los mas pequeños. Hay un mundo de infancias aniquiladas que vamos heredando y que asumimos con una preocupante naturalidad.

Todas las infanciasCharles Dickens nos mostró a través de la literatura la realidad desgraciada de los niños ingleses explotados del siglo XIX. Oliver Twist era el protagonista de una infancia ominosa en las calles. Con Huckleberry Finn, Mark Twain se posiciona desde la mirada de un adolescente y reflexiona sobre los abusos y la esclavitud en los Estados Unidos. Los españoles sabemos también de infancias a la deriva representadas en nuestra propia literatura. Los recuerdos del Lazarillo de Tormes son una lección magistral sobre la realidad social de mediados del siglo XVI y lo que podían esperar los niños de la vida.

Cervantes, en una de sus Novelas ejemplares nos presentaba a los adolescentes Rinconete y Cortadillo, dando vueltas por Sevilla y siendo incorporados a la cofradía de los ladrones. El pintor del barroco Murillo no se conformó con las escenas religiosas, y supo pintar a los niños de la calle espulgándose, comiendo melón o jugando a los dados. Tres siglos después, el pintor argentino Antonio Berni nos enseñaría con su serie de cuadros de Juanito Laguna al niño pobre de las grandes ciudades latinoamericanas. La infancia es un estado vital impregnado de vulnerabilidad, tenemos que ser conscientes de ello. En 1950 Luis Buñuel, con su película Los olvidados, nos daba una lección cinematográfica sobre el fracaso de la sociedades modernas y la infancia. Otros cineastas como Héctor Babenco con su Pixote de 1981 o Rudi Lagemann con su Anjos do sol de 2006, continúan esa vertiente comprometida con la infancia. Los niños han sido fuente de inspiración creativa. La representación de su sufrimiento debería concienciarnos para generar espacios de reflexión existencial e impulsos políticos y sociales de transformación y cambio.

La poeta chilena Gabriela Mistral se interesó apasionadamente por la infancia y la educación, y escribió con mucha lucidez sobre el tema. En uno de sus textos de 1927, titulado “Los Derechos del Niño”, apelaba al compromiso gubernamental y describía la condición infantil. Mistral veía la niñez como el espacio de la pureza inicial del ser humano que debía estimular a los adultos a luchar por un mundo mejor. Decía que cada niño traía una “esperanza llena de fuerza y de misterio a las colectividades caducas”. Los pensamientos de Gabriela Mistral eran claros e incisivos, pero la sociedad que le tocó vivir no supo estar a su altura. En un artículo que escribe en diciembre de 1954, cuando ya era premio Nobel, denuncia que la mayor llaga de las grandes ciudades era “la prostitución de las jóvenes, las adolescentes, las niñas abandonadas”.

La gran poeta fue visionaria de una realidad ominosa que ha ido en aumento. Las cifras son ahora espeluznantes, y muestran un mundo enfermo, donde según las estadísticas de UNICEF, alrededor de 1,8 millones de niños y niñas son explotados en la industria del sexo comercial. Hay además unos 300.000 niños y niñas víctimas directas de las guerras de sus países que son obligados a ser soldados, porteadores de explosivos o esclavos sexuales. También hay unos 168 millones de niños y adolescente de entre 5 y 17 años sometidos al trabajo infantil. La trata de niños y niñas, la mutilación genital femenina… todo está cuantificado con cifras que nos ponen los pelos de punta.

La realidad de los niños y adolescentes cayendo en las redes de la esclavitud, la guerra, la prostitución o el tráfico humano son parte de nuestra historia transnacional cotidiana. Ahora las noticias nos recuerdan que Europa está llena de niños y niñas perdidos. Con cada infancia aniquilada va desapareciendo nuestra propia humanidad. Desaparecen los cimientos de nuestra existencia. Nuestro futuro se evapora, como nuestra capacidad para creer en la bondad y la inteligencia. ¿Para qué sirve tener poder tecnológico y avances científicos si no podemos ayudar a los niños? ¿No es la infancia el germen que da sentido al tiempo y lo que significamos en este planeta?

¿Qué hay que hacer para que las sociedades se pongan en el lugar de la infancia? ¿Cómo lograremos generar una empatía que nos identifique con sus sentimientos?

Las cifras, las estadísticas, las fotos, los informes, los estudios, las noticias, las denuncias que van apareciendo no parecen dejar poso en nuestra conciencia global. No reaccionamos con la rabia necesaria, no nos movilizamos, no nos sentimos capaces de enfrentarnos a esta desgracia que nos destruye como civilización.

En 1959, Naciones Unidas aprobó una Declaración de los Derechos del Niño. Se necesitaron años de debate y negociaciones para que a finales de los ochenta se creara el texto de la Convención sobre los Derechos del Niño. La Asamblea General de Naciones Unidas lo ratifica el de 20 de noviembre de 1989 y entra en vigor el 2 de septiembre de 1990. Más de 25 años de constantes ratificaciones llenas de gestos de buena voluntad. Porque hay personas que creen en el principio ideológico de la bondad y la solidaridad y se pasan la vida buscando infancias perdidas. Son seres transnacionales que piensan que el sentido de la existencia, ese querer dar significado a nuestra vida, se construye con la felicidad universal. Ahora necesitamos que las sociedades y los políticos persigan ese mismo principio y entre todos transformemos este presente. ¿No fuimos capaces de descubrir el fuego, de inventar la rueda, el ábaco, la imprenta, la bombilla, la penicilina, la fibra óptica, el microchip, el internet, las naves espaciales, los marcapasos, las nubes de memoria…?

Si somos capaces de inventar, de descubrir, de imaginar, de movilizar, de transformar, de crear… ¿ por qué se nos pierden tantas infancias? ¿por qué no estamos utilizando todo el poder tecnológico, intelectual, político y social que tenemos para salvarlos?. La gran prioridad de nuestro siglo XXI es defender y proteger todas la infancias. La gran revolución que nos falta es asumir el compromiso global con la niñez. Una concienciación mundial que defienda sus derechos y los salve de la mezquindad de los adultos.

Ana Merino es escritora.

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