Todavía andan sueltos

Era cuestión de poco tiempo el que los asesinos de la banda terrorista ETA dejaran constancia de sus aspiraciones -«mato luego existo»- arrojando una ensangrentada tarjeta de visita al nuevo presidente del Gobierno vasco. El primero no nacionalista en los treinta años de vigencia del Estatuto de autonomía de Guernica. Y lo han hecho dirigiendo su vesania contra un experto antiterrorista de la Policía nacional, Eduardo Puelles, y utilizando por primera vez un sistema de colocación de la bomba lapa que al aprovechar la potencia incendiaria de la gasolina multiplica el efecto mortífero del explosivo. Los restos calcinados del coche del policía ofrecían una imagen distinta y peor que aquella a la que ya estamos acostumbrados. La tecnología del crimen terrorista se renueva. Y a los sicarios que lo practican no les falta información: Puelles no era un objetivo aleatorio o casual. ¿De dónde y cómo aprenden tanto estos licenciados del terror?

Aunque la liturgia del dolor nos tenga tristemente acostumbrados a sus reglas y a sus códigos -y a lo mejor tenemos que ir cambiando algunos de ellos: los terroristas son asesinos, no los «violentos» de la corrección política; los demócratas no son sólo aquellos que no practican la violencia, sino los que se proclaman constitucionalistas; el Estado de Derecho no se agota en su invocación, sino en la contundencia con la que se impone su respeto-, algo ha cambiado en la plástica de la política vasca, incluso en la manera de manifestar colectivamente el dolor ante un acto terrorista. Toda la institucionalidad vasca, desde el presidente hasta el Parlamento, se ha volcado en las manifestaciones de pésame y condena ante la última barbarie. La televisión regional ha dado cuenta puntual y enlutada de lo ocurrido y de los actos de solidaridad y simpatía con que autoridades y ciudadanía han manifestado su repulsa. Ya a poco de tomar posesión el nuevo inquilino de Ajuria Enea, las banderas nacionales ondeaban en los edificios públicos vascos y la Policía autonómica estaba actuando contra los despliegues de apoyo a los terroristas en significativas localidades de la región. Todo eso antes, con los gobiernos nacionalistas, no ocurría.

Y en la tragedia se ha alzado una desgarrada y potente voz, la de Paqui Fernández, la viuda del asesinado, que con un coraje poco habitual -el recuerdo de María San Gil viene a la cabeza- ha reclamado su derecho a no callarse, a llamar a las cosas por su nombre y a negarse a que su comunidad siga siendo, según sus propias expresiones en una entrevista publicada por ABC, un conjunto de «acojonados» por los belcebúes de las metralletas. El discurso de Paqui, como el de todos aquellos que han osado elevar la voz contra los terroristas, ha sido inmediatamente descalificado por el nacionalismo biempensante, siempre dispuesto a descalificar la sanidad mental del adversario e incluso a negar la libertad de expresión a los familiares de las víctimas -héroes los llama Paqui- de ETA. Contra esos bueyes hay que arar, en la URSS de Stalin, en la Cuba de Castro, en el Irán de Khamenei o en las verdes praderas de Sabino Arana.

El asesinato de Eduardo Puelles, con todo el horror que supone la repetición de la tragedia y la constatación de que están todavía sueltos, acechándonos cual jauría de perros salvajes, ha venido a poner muy directamente de manifiesto las expectativas suscitadas por el cambio de rumbo político en el País Vasco. El Gobierno socialista vasco y el Partido Popular que le apoya deben sentir sobre sus hombros la pesada pero también ilusionante carga de configurar una mayoría social constitucionalista que aparte a la región definitivamente de veleidades secesionistas y construya cimientos sólidos de cooperación y solidaridad en el contexto español. Para ello es imprescindible -y la palabra no puede ser otra, por más que haya sido notablemente desgastada por el uso- terminar definitiva y simultáneamente con la situación de excepcionalidad en la que viven los vascos y una buena parte del resto de los españoles y procurar cuanto antes la desaparición de ETA. Y no será la negociación la que lo consiga -no estamos en Irlanda del Norte o en Suráfrica-, sino el implacable cerco policial, político, jurídico y financiero que la situación exige. Si hay algo que preguntar, incluso teniendo en cuenta todas las diferencias, hágase en Colombo, la capital de Sri Lanka, que ha sabido barrer del mapa los últimos vestigios de una guerrilla terrorista que ha mantenido en jaque la unidad del país durante treinta años y dejado tras de sí centenares de muertos.

Un constitucionalista en Ajuria Enea debería concentrar sus esfuerzos en tres objetivos básicos. El primero, identificar, aislar y suprimir las fuentes de intoxicación ideológica que contribuyen a la configuración del ideario nacionalista radical y a su transformación en acciones criminales. El segundo, desarrollar un esquema de colaboración entre la Policía autónoma vasca y las fuerzas de seguridad nacionales para ofrecer a la ciudadanía de la región seguridad en vidas y haciendas e impedir que el miedo, el chantaje y la coacción sigan alimentando las arcas de los asesinos. ETA habrá acabado el día en que ningún ciudadano vasco tenga que salir a la calle acompañado de una escolta de seguridad. El día en que todos los exiliados de la criminalidad terrorista y de la pasividad nacionalista puedan volver sin temor a su tierra. Y el tercero, en colaboración con el Gobierno de la nación, conseguir que Francia deje de ser de una vez por todas tierra de acomodo para los terroristas. Estos no son ya los tiempos del infausto Giscard D´Estaing. Pero siguen siendo los tiempos en que los etarras se van a dormir al país vecino. Por algo será.
Que Dios acoja en su seno a Eduardo Puelles y a todos los que como él han perdido su vida trabajando por la libertad y la seguridad de los españoles. Quiera Dios también que, con el esfuerzo de todos, el suyo sea el último crimen de la banda asesina.

Javier Rupérez, Embajador de España.