Todavía hay jueces en Estrasburgo

La sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), con sede en Estrasburgo, de 22 de julio de 2008 (Gómez de Liaño y Botella contra España), recordando «la importancia que para una sociedad democrática tiene la confianza que los tribunales deben inspirar a los justiciables», estima que «las quejas [sobre la imparcialidad del órgano jurisdiccional español que le juzgó y le condenó] del demandante [Gómez de Liaño] pueden ser consideradas objetivamente justificadas», concluyendo el Tribunal que en el juicio al que fue sometido el demandante «ha habido violación del art. 6.1 del Convenio [Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales]», que establece que «toda persona tiene derecho a que su causa sea oída ... por un tribunal independiente e imparcial».

Que la sala del TS, integrada por los magistrados García Ancos, Bacigalupo y Martínez-Pereda (este último magistrado emitió un voto particular para manifestar su discrepancia de la sentencia mayoritaria), que el 15 de octubre de 1999 condenó al procesado por un delito de prevaricación no fue, en efecto imparcial, se desprende, entre otros, y sin ánimo de ser exhaustivo, de los tres extremos que paso a examinar.

1. El TS, rompiendo con su jurisprudencia anterior, que exigía para la presencia de una prevaricación, en su aspecto objetivo, una «resolución tan grosera, esperpéntica y disparatada que pudiera ser apreciada por cualquiera», cambia de opinión en el caso Gómez de Liaño y se conforma, para estimar que concurre ese delito, sólo con una resolución en la que se aplica la ley de una forma que «no resulta de ningún método o modo aceptable de interpretación del Derecho», citando, a modo de ejemplo, el «método gramatical, [e]l teleológico, [e]l histórico o subjetivo, [e]l sistemático, etc.», oponiéndose así a la precedente y unánime doctrina del TS que había establecido, sobre el contenido de la prevaricación, que «la mera ilegalidad que puede ser producto de una interpretación errónea o equivocada del Derecho» no basta para fundamentar una prevaricación (sentencia del TS de 7 de febrero de 1997), ya que esa «mera ilegalidad... tiene su posibilidad de corrección en el ámbito de los recursos propios del caso» (sentencia del TS de 4 de julio de 1996).

El TS estimó que Gómez de Liaño había prevaricado en tres autos dictados en unas diligencias que se seguían por una supuesta apropiación indebida de 23.000 millones de pesetas (diligencias que finalmente fueron archivadas), a saber: en un auto en el que se ordenaba que varios imputados no podían abandonar el territorio nacional sin la autorización del Juzgado, en otro en el que se acordaba la libertad provisional con fianza de 200 millones del entonces imputado Jesús de Polanco, y en un tercero en el que se decretaba el secreto parcial de las actuaciones. Esas medidas, en un procedimiento por una apropiación indebida de esa cuantía, ni se apartan de lo que es habitual en tales procedimientos ni vulneran ninguna prohibición expresa de la ley, a no ser, naturalmente, que el mismo auto de incoación de diligencias hubiera sido prevaricador; pero ni el Ministerio Fiscal (que siempre solicitó la absolución de Gómez de Liaño), ni las acusaciones particular y popular, acusaron nunca a Gómez de Liaño por haber incurrido en prevaricación con el auto con el que se inició el procedimiento penal. Por lo demás, y para demostrar que Gómez de Liaño no incurrió en delito alguno, me remito a las dos Tribunas Libres que publiqué en este mismo periódico los días 17 de octubre y 1 de noviembre de 1999.

Pero supongamos por un momento que, en efecto, en las tres resoluciones dictadas por Gómez de Liaño se estaba aplicando la ley de una forma que «no resulta de ningún método o modo aceptable de interpretación del Derecho», y que esa definición es la que determina el contenido del delito de prevaricación. Pues bien: desde la sentencia condenatoria de Gómez de Liaño de 15 de octubre de 1999 el TS ha tenido ocasión de examinar en casación, no una ni dos, sino, por lo que alcanzo a ver, más de 40 sentencias de distintas Audiencias Provinciales, cuyos fallos vulneraban abiertamente disposiciones imperativas de nuestras leyes procesales y penales y, muy especialmente, el principio de legalidad (es decir: fallos en los que se aplicaba la ley en contradicción con cualquier método aceptable de interpretación del Derecho), en cuanto que se imponían penas superiores a las legalmente previstas, sin que, a pesar de ello, el TS haya considerado que esas sentencias de instancia eran constitutivas de prevaricación, porque, si lo hubiera estimado, obligatoriamente habría tenido que promover la incoación de un procedimiento penal por prevaricación contra los magistrados provinciales: «Cuando el Tribunal Supremo, por razón de pleito o causas de que conozca o por cualquier otro medio, tuviere noticia de algún acto de jueces o magistrados realizado en el ejercicio de su cargo y que pueda calificarse de delito o falta, lo comunicará, oyendo previamente al Ministerio Fiscal, al Tribunal competente, a los efectos de incoación de la causa» (art. 407 LOPJ). Como no puedo exponer aquí, naturalmente, el contenido de esas más de 40 sentencias, voy a limitarme a hacer referencia a siete de ellas: a la de 10 de marzo de 2000, donde la Audiencia Provincial (AP) había infringido el principio de irretroactividad de las leyes penales desfavorables, castigando por una conducta que no estaba tipificada al tiempo de comisión de los hechos, a las de 18 de mayo de 2001, 19 de julio de 2002, 9 de abril de 2003, 27 de septiembre de 2004 y 16 de noviembre de 2005, que se ocupan de supuestos de hecho en los que el tribunal de instancia había impuesto una pena superior a la prevista por la ley, así como a la de 25 de octubre de 2002 en la que la AP había condenado a un pariente por un delito contra la propiedad, a pesar de que en aquél concurría la excusa absolutoria de parentesco. En todos estos casos el TS se limitó a anular las sentencias de instancia y, si no aplicó el art. 407 LOPJ, fue porque, obviamente, no las consideró prevaricadoras, como, por poner un último ejemplo, tampoco lo consideró así el TSJ del País Vasco, que en 2004 inadmitió a trámite una querella por prevaricación interpuesta contra tres magistrados de la AP de Vizcaya, no obstante haber aplicado éstos, no una ley penal vigente, sino otra derogada.

De todo ello se sigue: el TS cambió su doctrina sobre la prevaricación para el caso Gómez de Liaño y, a partir de entonces, abandonó el criterio que sirvió para condenar a aquél, ya que supuestos de hecho en los que se ha aplicado la ley con un método interpretativo indefendible no son subsumidos por el TS, sin embargo, en el delito de prevaricación.

2. En su aspecto subjetivo el delito de prevaricación doloso exige, en el art. 446 Código Penal (CP), que el juez actúe «a sabiendas». Hasta la sentencia del caso Gómez de Liaño el TS requería, para que pudiera apreciarse ese elemento subjetivo, que el juez actuara «con plena conciencia del carácter injusto de la resolución que dicta», teniendo «plena conciencia de que, al dictar sus autos, lo hace violando las normas legales», movido por la «intención de faltar deliberadamente a la justicia» (véase, por todas, la sentencia del TS de 4 de julio de 1996). En su sentencia condenatoria de Gómez de Liaño, también el TS se aparta de su doctrina anterior, despachando el contenido de la expresión «a sabiendas» -y, apreciando, en consecuencia, su concurrencia en los autos dictados por Gómez de Liaño- de la siguiente manera: «Ello explica que en algunos casos se haya exigido que la arbitrariedad sea 'esperpéntica', o 'que pueda ser apreciada por cualquiera' (SSTS de 20-4-95; 7-2-97), pues es comprensible que un funcionario sin formación jurídica [la sentencia se refiere a la prevaricación administrativa, que puede ser cometida por funcionarios que ni siquiera tienen por qué tener el título de bachillerato, como muchos alcaldes y concejales] sólo puede percibir la arbitrariedad cuando ésta sea grosera o directamente absurda. Pero un Juez, que tiene la máxima calificación jurídica, no puede ser tratado como un funcionario, cuya profesión puede no tener ninguna connotación jurídica».

El razonamiento del TS es, por lo tanto, el que sigue: si la prevaricación consiste objetivamente en dictar una resolución en la que la aplicación de la ley «no result[a] de ningún método o modo aceptable de interpretación del Derecho», entonces, al concurrir el elemento objetivo -resolución al margen de cualquier interpretación defendible-, también tiene que concurrir, necesariamente, el subjetivo de «a sabiendas», ya que «un juez, que tiene la máxima calificación jurídica», no puede ignorar en ese caso la injusticia de su resolución. De acuerdo con este criterio, y por ejemplo, todas las resoluciones de las Audiencias Provinciales a las que me he referido anteriormente -y que el TS se limitó a anular, sin estimar que se hubiera realizado prevaricación alguna-, en las que aquéllas imponían una pena superior a la prevista por la ley, serían prevaricaciones realizadas «a sabiendas», porque no sería imaginable que, con su máxima calificación jurídica, el juez hubiera podido ignorar que no podía castigar con una sanción no contemplada en el CP. Además, la pauta que proporciona la sentencia del caso Gómez de Liaño para determinar cuándo estamos ante una prevaricación cometida «a sabiendas», debe ser rechazada por dos motivos: en primer lugar, porque confunde hasta la identificación el elemento objetivo -la resolución al margen de cualquier interpretación defendible- con el subjetivo -«a sabiendas»-, ya que, si se aprecia la existencia del primero, con ello quedaría acreditada también la del segundo; y, en segundo lugar, porque haría imposible la apreciación de la imprudencia en los resultados producidos por profesionales con la «máxima calificación» dentro de su especialidad, de tal manera que si un anestesista abandona por un momento un quirófano para atender otro, entrando el paciente que se encuentra en el primero en una fase crítica que no puede ser controlada por ese anestesista momentáneamente ausente, éste debería responder, no por un homicidio imprudente, sino por un asesinato, ya que, con su gran preparación médica, no podía ignorar que la lex artis exige la presencia continua del anestesiólogo en el quirófano.

3. Gómez de Liaño, apelando al art. 6.1 del Convenio, tal como se lee en la sentencia que le condenó, «[puso] en duda y... afirm[ó] la parcialidad objetiva de esta Sala por haber confirmado el auto de procesamiento», rechazando el TS, apoyándose en la jurisprudencia del TEDH, esa recusación. Que ahora el TEDH, la máxima autoridad y el máximo garante de la aplicación del Convenio, y argumentando igualmente y contundentemente con su propia jurisprudencia, desautorice al TS y afirme la parcialidad objetiva de éste precisamente por haber confirmado en apelación el auto de procesamiento dictado por el juez instructor, pone de manifiesto que, también en el examen de la imparcialidad objetiva, se equivocó esta desafortunada sentencia del tribunal español.

Hace más de dos siglos, Federico el Grande de Prusia, para construir el palacio Sans Soucis en la ciudad de Postdam, quería derribar un molino, que todavía hoy se conserva junto al palacio, y le hizo al molinero una oferta para comprárselo. El molinero rechazó la oferta y el rey le amenazó con expropiarle el bien. A continuación, el molinero montó en su caballo, y al preguntarle el monarca a dónde se dirigía, aquél se limitó a contestarle: «Es gibt noch Richter in Berlin» («Todavía hay jueces en Berlín»). Gómez de Liaño fue condenado por un delito de prevaricación, pero por un tribunal que, vulnerando el derecho que otorga el art. 6.1 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Públicas, no era imparcial. ¡Todavía hay jueces en Estrasburgo!

Enrique Gimbernat, catedrático de Derecho Penal y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.