Todavía un largo trecho por recorrer

Si algo sabemos con certeza después de estos cinco largos años de crisis es que la economía española está atravesando su peor periodo desde los años cuarenta del siglo pasado, cuando la Guerra Civil y las políticas autárquicas que impuso el régimen franquista sumieron al país en un estado de miseria generalizada. Hacía mucho tiempo que no vivíamos un periodo tan prolongado de caída de la actividad, de aumento tan dramático de la tasa de paro o de pérdida tan generalizada de la confianza, tanto de los consumidores como de los empresarios. Y lo peor de todo es que tras este “quinquenio negro”, todavía hoy nadie con dos dedos de frente y algo de sentido de la responsabilidad puede vaticinar cuándo nuestra economía podrá recuperar una senda de crecimiento sostenido.

La sensación de incertidumbre y desorientación se ve agravada porque estamos ante una crisis cuya naturaleza es distinta de la que vivimos tras los shocks petrolíferos de los años setenta o de la de principios de los años noventa. Entonces, se trató fundamentalmente de unas crisis de competitividad, que obligaron a reestructuraciones profundas de algunos sectores productivos y que fueron superadas, en gran medida, gracias a devaluaciones muy importantes de la peseta. Hoy, en cambio, a una crisis de competitividad, que empieza a superarse gracias al descenso de los salarios reales unitarios, se le une una crisis de deuda, con sus derivadas de crisis bancaria y del sector inmobiliario, cuya digestión apenas está empezando. Y todo ello ocurre en el marco de una Unión Monetaria en construcción, cuyas deficiencias de diseño y de funcionamiento son cada vez más evidentes.

Nos encontramos, así, ante una situación que es nueva para todos, para la ciudadanía, por supuesto, pero también para los gestores públicos. A la vista de todo ello, quizás convendría que los Gobiernos y los policy makers en general, en España y en Europa, hicieran un ejercicio de humildad y reconocieran que cuando se trata de encontrar el camino que nos permita salir del atolladero se topan con una falta de conocimiento que dificulta la solución: apenas nadie en Europa tiene experiencia en afrontar crisis como la actual. De ahí que para tener credibilidad haya que empezar por decir la verdad, reconocer las limitaciones propias, no tener miedo a la duda y ser muy permeable a las opiniones de terceros, sobre todo si estas vienen de voces expertas. Solo así será posible ganar la confianza de la ciudadanía.

No es esto, lamentablemente, lo que está pasando. Basta analizar cómo se está gestionando la crisis del sistema financiero para comprender que el nivel de desconcierto —aquí y fuera— es importante y que desde el principio ha existido una falta de visión notable respecto de la gravedad de la situación y de cómo hacerle frente. En España, por ejemplo, de tener supuestamente uno de los sistemas más saneados del mundo, que contaba con la bendición de los stress tests y de las autoridades reguladoras, hemos pasado ya por cinco decretos de reforma, sin que el proceso pueda darse por terminado. De una estrategia de consolidación del sector, en la que las sinergias de las fusiones debían servir para sanear definitivamente al conjunto del sistema y la dotación de provisiones bastaría para sanear los balances, se ha dado paso a un escenario en el que las ayudas públicas se reconocen como inevitables, y la gran discusión es si estas deben tener forma de préstamo o de capital, y si deben ser ejecutadas a nivel nacional o comunitario. De la negación del banco malo, por innecesario, se ha pasado a verlo como la solución de muchos de los males que afligen a nuestras instituciones financieras y, de pasada, a nuestra economía. Y suma y sigue.

Quizás lo más chocante de todo este proceso inacabable es que en su diseño se están poniendo en cuestión algunos principios importantes. Por ejemplo, cuesta mucho entender que en nombre del llamado riesgo sistémico (todavía pendiente de una definición satisfactoria) se dé por descontado que ninguna institución financiera pueda acabar quebrando, cuando esa es una de las reglas fundamentales de la economía de mercado. O, peor todavía, que se apueste por la fusión de bancos, cuando se reconoce que un tamaño excesivo está en el origen de ese riesgo sistémico. ¿Si una institución financiera es “demasiado grande para quebrar”, no debería ser demasiado grande para existir? ¿O no debería, por lo menos, estar sometida a unas reglas de control de su crecimiento mucho más estrictas? Todo se andará.

No nos engañemos. Queda un largo camino por recorrer, porque si bien es cierto que en los últimos años ha descendido el ritmo de nuevo endeudamiento, la bola de nieve que hemos acumulado está en máximos históricos. El proceso de desapalancamiento apenas ha comenzado y la vuelta a una senda de crecimiento no se atisba a corto plazo. Es verdad que en el último año se han ejecutado numerosas reformas, la laboral siendo la más importante, y es cierto que algunas de ellas están empezando a dar sus frutos, pero tardaremos tiempo en ver la luz. Carmen Reinhart, quizá la mayor experta académica en crisis bancarias, ya advirtió en unas Jornadas del Círculo de Economía el pasado mes de mayo que una crisis de deuda tarda en promedio 10 años en digerirse.

El Gobierno debe entender, por tanto, que estamos a mitad de travesía y que queda mucho por hacer. Hace falta mucho liderazgo y coraje y no vale pensar que el tiempo y la corriente nos llevarán a destino. Al contrario, hay que remar más que nunca y ello supone seguir tomando decisiones de calado. La reforma de la Administración, por ejemplo, es ineludible, pues el país no tiene recursos suficientes para mantener el armazón institucional del que se ha dotado en los últimos años. Y el sistema político también requiere cambios profundos, para que la asignación de responsabilidades sea mucho más transparente. Nadie entendería que la política y los políticos quedaran al margen del proceso radical de reformas en el que nos hallamos embarcados.

A nivel económico, el camino a recorrer es menos obvio, porque la incertidumbre es grande y nos movemos en un escenario complejo, en el que muchas decisiones no dependen de nosotros. El margen de actuación que tenemos es limitado, pero en todo caso decisivo. Y habiendo tanto en juego, más vale que nos equivoquemos lo menos posible. Por ello, más allá de las medidas puntuales que hay que tomar, una iniciativa sabia por parte del Gobierno podría ser la creación de un Consejo Asesor, con las mentes más lúcidas del país, que en previsión de los momentos de tempestad que nos puedan esperar y en los que habrá que tomar decisiones de gran trascendencia, ayudasen a ver el bosque, más allá de los árboles.

La magnitud del reto que tenemos por delante es a veces difícil de aprehender. Hay que tomar todavía muchas decisiones duras y ello solo se puede hacer desde un Gobierno fuerte y estable. Pensar ahora en una “gran coalición” puede parecer una quimera y la incapacidad recientemente constatada de los grandes partidos en ponerse de acuerdo en un tema tan puntual, pero socialmente tan sensible, como los desahucios, no invita al optimismo. Pero seguramente esa es la gran prueba que debe pasar todavía España: ser capaz de desarrollar una cultura del pacto y la renuncia, que anteponga el interés general, nuestro y de nuestros hijos, al partidismo de corto alcance.

Miquel Nadal es economista y fue secretario de Estado de Asuntos Exteriores entre 2000 y 2002.

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