Todo cuanto ignoro lo aprendí de él

A Emilio Lledó, en su 80º cumpleaños

Desde hace bastante tiempo, en la comunidad filosófica de este país parece haberse impuesto la costumbre de que sus miembros, cuando se ven requeridos a reconstruir en público la propia trayectoria, tengan a gala declarar que "no le deben nada a nadie". No dudo de que habrá quienes, efectivamente, han podido desarrollar su actividad y desplegar sus cualidades al margen de cualquier ayuda, sin necesidad de que persona alguna les echara una mano. Es posible pero, en todo caso, raro. Porque forma parte de la naturaleza misma de la vida en común inscribirse en un entramado de acciones y agentes por el que circulan impulsos positivos y negativos, abrazos y codazos, amistad y hostilidad, regalos y traiciones.

Resultaría materialmente imposible elaborar un catálogo, o una relación ni por asomo completa, de los que se han beneficiado del magisterio de Emilio Lledó. Magisterio que desborda con mucho a quienes tuvimos la enorme fortuna de ser alumnos suyos (y acumuló un gran número de ellos a lo largo de su travesía por diversas universidades españolas) para incluir también a todos aquellos que han aprendido de sus textos, así como a quienes le han escuchado con provecho en alguna ocasión. Tal vez la más clara prueba de la magnitud de dicho magisterio sea que no haga ninguna falta a estas alturas reconstruir los detalles, enumerar los episodios y los hitos mayores (obras, reconocimientos, galardones...) porque están en la mente de todos. Son ya historia, e historia conocida. Deuda contraída, deuda pública, si se me permite la expresión. (Tan pública que la constatación de la misma va más allá de la voluntad del protagonista, quien, lo sé de primera mano, hubiera preferido el silencio al respecto).

Y aunque el término "deuda" tenga, sin duda, antipáticas connotaciones, ello no debiera distraernos de lo fundamental. Quizá lo malo no sean las deudas en sí, sino la forma en que algunos se empeñan en saldarlas. Ni se salda deuda alguna a través del olvido impostado, ni se consigue el objetivo negando la mayor, esto es, rechazando el concepto, directa o indirectamente. Intentan esto quienes cuestionan la categoría impugnando el vínculo que establece, afirmando, por ejemplo, que maestro y amaestrar poseen idéntica etimología. Pero no dediquemos demasiados caracteres (con espacios) a la insustancialidad. De quienes plantean semejante tipo de ocurrencias -intentando hacerlas pasar por aportaciones- se podría predicar aquello que señalaba Martin Amis: "El juego de palabras es la más baja modalidad del ingenio".

Ahora bien, tampoco se saldan las deudas, en el otro extremo, elevando a los altares a aquellos a los que algo les es debido. A menudo la exageración en el elogio constituye una forma, apenas enmascarada, de autoelogio, especialmente cuando el hagiógrafo se postula como interlocutor privilegiado (y ya no digamos discípulo predilecto) de un ser presentado como excepcional. Reserva o principio general que parece de aplicación aún más necesaria cuando se trata de hablar de un filósofo. Que es grande porque ejerce de ello, esto es, porque da que pensar de tal manera, o con tal intensidad, que la tarea ya no puede entenderse de la misma forma tras sus aportaciones.

Lo último que le leí, hace escasos días, a Emilio Lledó fue un hermoso artículo, aparecido en las páginas de Babelia. En él, paradojas de la vida, venía a proporcionar -sin pretenderlo- la clave o la respuesta para lo que ahora estoy intentando plantear. Dirigiéndose a quienes han de bregar a diario con la cultura, formulaba una recomendación. Era una recomendación sólo en apariencia simple y que, por añadidura, podría hacerse extensiva a cualesquiera profesionales del espíritu: necesitamos disponer de unas pocas ideas claras y distintas, que nos sirvan para orientarnos en la selva de informaciones y discursos en la que vivimos. Para orientarnos en materia de pensamiento.

Con la elegancia estilística que le caracteriza y en un solo trazo, Lledó había puesto a Descartes y a Kant al servicio de una idea extremadamente potente. La exhortación ilustrada al saber, el grito de guerra moderno sapere aude, tiene, de manera necesaria, un reverso. El de la exhortación a atrevernos a soltar lastre, a desprendernos de la carga de banalidad, estupidez y mentira que tantas veces pasa -especialmente en el mundo de hoy- por conocimiento. Y al igual que la vida se sustancia, según algunos, en un largo aprendizaje de la muerte, así también podríamos afirmar que la genuina sabiduría no es otra cosa que el largo aprendizaje del desconocimiento. Que nunca, nunca, está al principio. En el origen no hay silencio, sino ruido: no hay ignorancia, sino engaño. Por eso, sólo enseña de verdad a pensar quien nos acompaña en ese camino, quien nos señala esa dirección, sin rehuir las dificultades. Esto es, sin temor a reconocer la oquedad en la que habitamos, la nada que nos constituye. Pero saludando a la vida, amando la vida ("toda la vida, y no sólo la nuestra, la de los nuestros", como escribía el otro día). Sócrates en estado puro. Se entenderá ahora mejor, espero, el título del presente artículo.

Manuel Cruz, catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona y director de la revista Barcelona Metrópolis.