Todo es negociable menos la supervivencia

El análisis de las catarsis gubernamentales suele resolverse en la báscula, mediante la tópica metáfora que lo reduce todo a una cuestión de peso. Hay dos razones por las que es inútil aplicar hoy el tradicional pesaje que sucede a toda convulsión en el Consejo de Ministros. Pedro Sánchez no es un gobernante convencional, porque es un plebiscitario, y su Gobierno tampoco lo es, porque es de coalición. En función de estas dos peculiaridades se explica lo que Carlos Alsina me resumió en un whatsapp de sobremesa. Este es «un gobierno con más peso político... pero de Sánchez».

Para Sánchez todo es negociable excepto la supervivencia y su crisis de Gobierno permite advertir con toda claridad cuáles son los límites de su poder presidencial. No son en absoluto aduanas morales. Los límites son tristemente materiales. Él gestiona en el Congreso una mayoría tan exigua que no puede perturbar la vida dentro de esa burbuja galeana en la que viven los ministros de la izquierda radical, esa biosfera decadente con especímenes de Podemos, el PCE o IU. La otra frontera limita al norte con la Unión Europea y en la garita es imprescindible Nadia Calviño.

El adiós de Carmen Calvo es parte del vaciado ideológico del PSOE, un proceso de dilapidación que, como todo, no atiende a las convicciones sino a la necesidad. Sánchez fía todo su futuro a llegar en condiciones suficientes de prosperidad al final de la legislatura como para que los españoles olviden todo lo demás. ¿Con qué puede transaccionar Sánchez si la economía no es soberana? Con la pura política que, en lo que se refiere al género, Calvo coordinó con demasiada convicción y escaso cinismo. Ya se ha dicho que toda ley es negociable para el sanchismo, excepto la ley de gravedad.

No ha habido un solo fichaje de esos de relumbrón con los que tanto Sánchez como Zapatero solían ilusionar a los incautos. Nadie de los que ha entrado es tan conocido como los que se van y esta circunstancia merece atención. Sánchez se ha deshecho de lo que todos identifican como un núcleo duro, José Luis Ábalos e Iván Redondo. La guerra entre Moncloa y Ferraz, que se libraba a cielo abierto desde la debacle de Murcia, no ha ido resuelta con una victoria parcial, ni siquiera con un armisticio o un arbitraje, sino mediante la aniquilación de los dos bandos en liza.

El otro día, en una sobremesa con dos socialistas de los anacrónicos, ambos coincidieron en que lo que les hizo darse cuenta, allá por 2012, de que el declive del partido ya era irremediable fue que alguien como Óscar López había alcanzado la Secretaría de Organización. No sabían que solo unos días después de acordarse de él, aquel apparatchik únicamente adornado con la virtud de la lealtad iba a sentarse en el puente de mando del Gobierno. Tras el premio discrecional de una temporada paradisíaca al frente de los Paradores de España, López será ahora el nuevo jefe de Gabinete de Pedro Sánchez. En la mudanza no hay que desdeñar la creciente influencia de los que Juan Luis Cebrián bautizó en su día como los brujos visitadores de La Moncloa, viejos amigos de Zapatero como Miguel Barroso que ahora lo son de Sánchez y que están embarcados en la abnegada labor de desfelipización de los medios que sostienen la secular hegemonía socialista.

Sánchez ha cambiado un primer ministro y una vicepresidenta política, en conflicto permanente, por un jefe de Gabinete al uso y un ministro de la Presidencia con poderes de vicepresidente. Félix Bolaños manejará la agenda legislativa y las negociaciones con el independentismo. Óscar López se relacionará mejor con el PSOE y su grupo parlamentario. Ninguno será tan poderoso como fue Iván Redondo ni tendrá tanta presencia como tuvo Carmen Calvo.

Los demás descartes son tan previsibles y explicables como hubiera sido el adiós de Fernando Grande-Marlaska, que sin embargo se queda. La manifiesta incompetencia de Arancha González Laya e Isabel Celaá le ahorra al presidente cualquier explicación. El de Juan Carlos Campo es un caso distinto, que invita a la especulación. Que un jurista que ha dilapidado todo su crédito en defender con pastueña disciplina el asalto visegrado al Poder Judicial o el autoindulto del procés reciba la destitución como recompensa sólo puede responder a una aspiración más elevada o a que no hay tarea más ingrata en esta vida que la política, a la que le entregas tu alma y te devuelve un escupitajo.

Rafa Latorre

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