Todo lo que podemos hacer por Zimbabue es enviar comida

Robert Mugabe está dejando en ridículo el intervencionismo de corte progresista. Se ha convertido en un regalo de los dioses para caricaturistas, políticos y comentaristas. Las elecciones de hoy en Zimbabue son un buen ejemplo de ello. En occidente lo retratan blandiendo palos chorreantes de sangre. Lo sacan de pie, en actitud de triunfo, sobre un montón de calaveras. Es un Bokassa copiado de un Idi Amin copiado de un Charles Taylor. Es uno de esos tipos que ya tenemos vistos de toda la vida, el epicentro africano de las tinieblas, monstruoso, bufonesco, grotesco y malvado. Si Gran Bretaña, por emplear la frase burlona de Kipling, fuera capaz en algún momento de «matar a Kruger con la boca», hace mucho tiempo que Mugabe estaría muerto.

Hay un cierto sentido en el que es correcto el histérico análisis antibritánico que Mugabe hace de los aprietos por los que está pasando. Su Zimbabue es una criatura del imperialismo y el postimperialismo británicos. El último gobernador del país, Lord Soames, lo consideraba cariñosamente a Mugabe la mascota del regimiento, «un chico estupendo», tal y como me confesó en una entrevista poco antes de que le hiciera entrega del poder en 1980.

Gran Bretaña toleró, como era de esperar, la eliminación del rival de Mugabe, Joshua Nkomo, y la transformación de Zimbabue en un Estado de partido único. Hizo la vista gorda ante la matanza de Ndebele, perpetrada en 1983 por la Quinta Brigada shona [etnia mayoritaria de Zimbabue] de Mugabe al mando de su caudillo militar, Perence Shiri, quien, según dicen algunos, es el que en estos momentos tiene a Mugabe en sus manos. El Whitehall [el Gobierno británico] de Margaret Thatcher concedió a Harare ayuda a manos llenas y le dio unos consejos disparatados, y colaboró en transformar una economía viable en un caso perdido de cleptomanía pseudosocialista, magníficamente reflejado por Andrew Meldrum en sus memorias tituladas Where we have hope [Mientras nos queden esperanzas].

En estos momentos, se considera que Zimbabue se encuentra en un estado de escándalo monstruoso. Aunque posiblemente Mugabe no sea el peor dictador del mundo, está considerado «nuestro» dictador y, por tanto, nuestra responsabilidad. La opinión pública pregunta qué es lo que se va a hacer con él. Harta de «haber hecho algo», supuestamente glorioso, en lugares como Bosnia, Sierra Leona, Kosovo, Afganistán e Irak, la opinión pública ya se ha acostumbrado, sin ningún género de dudas, a esta clase de preguntas. Así pues, ¿qué se va a hacer?

La respuesta del Gobierno británico es pura farfulla. Sobre la cabeza de Mugabe ha caído toda una cascada ministerial de improperios como cruel, sanguinario, ilegítimo y repugnante. Yo ya he perdido la cuenta de las veces que, desde el ministerio de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, se han referido a él despreciativamente, con una palabra tan grandilocuente y tan reveladora de impotencia como «inaceptable». En cuanto a las sanciones, hemos tenido que escuchar el penoso conjuro de prohibición de intercambios comerciales y limitaciones a viajes en primera clase, a cuentas en [los grandes almacenes] Harrods, a guarderías en Londres y a giras de cricket, toda esa palabrería incesante de sanciones elegantes.

Esas medidas son las armas de los cobardes y los hipócritas. Nunca sirven para nada en ningún sentido que tenga alguna trascendencia y equivalen, más o menos, a lo mismo que no comer naranjas de Sudáfrica o no comprar café de Brasil. Se supone que, si incomodan un poquito a los poderosos y hunden en la miseria más absoluta a los pobres, van a hacer que nos sintamos bien. En países como Cuba e Irak, las sanciones han condenado a la pobreza y el aislamiento a generaciones enteras.

La historia más que repetida de las sanciones comerciales demuestra que las restricciones a largo plazo, sean las que sean, lo único que producen es un reajuste económico interno. El control del dinero y de los productos pasa de los comerciantes a los gobernantes, lo que empuja a los primeros al exilio y aumenta el patrimonio de los segundos. De la misma manera que las sanciones hicieron ricos a Sadam Husein y a su familia, las sanciones han hecho ricos a Mugabe y a sus compinches.

La única sanción que sirve para algo es la que funciona de la noche a la mañana. Es de imaginar que, si Sudáfrica y los restantes vecinos de Zimbabue fueran capaces de cortar los suministros de petróleo y electricidad, podrían poner en marcha un golpe de algún tipo. Ahora bien, ¿quién lo daría? Cualquiera que se apoderara del poder en estos momentos habría de ser alguien con petróleo, y ése es el ejército, que precisamente ya tiene el poder.

En su lugar, nos encontramos en Londres con una señal inequívoca de pánico, un murmullo todavía tímido en torno a esa palabra que empieza por M, militares. Desde aquel dirigente liberal, «bombardero Thorpe», que insinuó que se pusiera fin por la fuerza a la sublevación de Ian Smith en Rodesia en 1967, Zimbabue ha despertado el machismo de la izquierda. En esta misma semana, Lord Paddy Ashdown ha seguido ese mismo camino, repleto de alusiones. Si se produjera un genocidio en Zimbabue, ha dicho el viejo aventurero, y si las Naciones Unidas lo aprobaran, y si fueran los africanos los que se encargaran de pelear, y no nosotros, entonces deberíamos ofrecer nuestro «apoyo moral».

¡Bravo por Douglas Fairbanks descolgándose desde la gran lámpara de la Cámara de los Comunes! Ni Sudáfrica ni ninguno de los estados vecinos pertenecientes a la Unión Africana han mostrado la más mínima inclinación a forzar un cambio de régimen en Harare, por mucho que puedan condenar a Mugabe. Los gobernantes africanos consideran muy poco atractivo el precedente intervencionista. Tampoco hay ninguna gana en Gran Bretaña de montar un ataque aerotransportado, desde dondequiera que pudiera lanzarse (¿Diego Garcia?). Nadie se imagina que a los aviones se les diera permiso para sobrevolar o repostar en el sur de Africa. Así de hundida está la autoridad moral de Gran Bretaña después de Irak.

Derrocar a Mugabe exigiría una fuerza lo suficientemente potente como para decapitar su ejército, como mínimo, y es de imaginar que para instalar en el poder al jefe de la oposición, Morgan Tsvangirai. ¿Qué clase de poder sería éste, conseguido gracias a las armas extranjeras? Probablemente no iría más allá de ser el prólogo de una guerra civil, que debe ser precisamente lo último que Zimbabue necesita en estos momentos.

La verdad es que Gran Bretaña y occidente han llegado a cansarse de este tipo de operaciones. No han sido capaces siquiera de reunir la fortaleza suficiente para hacer llegar su ayuda al delta del Irrawaddy, en Birmania, que no es, ni de lejos, la más drástica de las intervenciones. Las bravatas altisonantes del laborismo sobre Bagdad y Kabul se han quedado reducidas en la actualidad a advertencias plagadas de matices. La consigna del cruzado, aquélla de que «no se puede abandonar a su suerte a los pobres albaneses» (o chiíes, o pastunes), ha degenerado en una monotonía diplomática de trámites y resoluciones.

A Gran Bretaña no le queda más alternativa que asistir a la tragedia de Zimbabue sin intervenir, impotente y al margen. Si Africa quiere ayudarse a sí misma, ya lo hará. Si no, allá ellos. No podemos rendir a Mugabe por hambre, porque ésa es precisamente la estrategia que aplica a su pueblo. Nos conformamos con declarar una y otra vez que su país está «al borde del colapso», pero eso es economía para tontos. Las economías de subsistencia y giros desde el extranjero no se hunden.

Podemos pintar a Mugabe en la prensa como un gorila sanguinario e imponer las denominadas sanciones inteligentes, para que Gordon Brown y otros tantos gobernantes europeos puedan sentirse un poco mejor, pero nuestros buenos sentimientos difícilmente van a resultar claves de cara a las penalidades de Africa.

El denominado intervencionismo progresista es un fuego fatuo, una reformulación insípida y bienintencionada de la política exterior en respuesta a unos hechos que aparecen en los titulares de la prensa, motivada por nuestro propio interés o por un arranque pasajero. Deberíamos enviar comida para paliar el hambre en Zimbabue, porque eso es lo que está en nuestra mano hacer, por mucho que Mugabe manipule esos envíos. En cuanto a los sueños de derrocarle, se nos ha pasado el momento. Gran Bretaña ya ha infligido suficiente daño a Zimbabue a lo largo de años y años. La prudencia aconseja que nos quedemos calladitos.

Simon Jenkins, columnista habitual del diario The Guardian y un gran experto en Historia militar.