¿Todo seguirá igual para los políticos?

Las matanzas que acaban de conmocionar a Francia y al mundo entero, además de suscitar una inmensa e inédita manifestación, francesa e internacional, constituyen un fenómeno de una gran complejidad que ineludiblemente ha de tomar en cuenta las respuestas que deberían hacerles frente. Este terrorismo, en efecto, reúne tres dimensiones principales.

En primer lugar, es global, lo que significa que aunque tiene sus expresiones propias tiene asimismo significados a escala planetaria y utiliza instrumentos virtuales como internet, si bien, como digo, cuenta también con sus propias plataformas reales y concretas, sobre todo en Oriente Medio, donde sus protagonistas pueden entrenarse militarmente y prepararse ideológicamente. La geopolítica del islam radical tiene una historia incluso aunque se atienda preferentemente al periodo reciente: revolución iraní, Hizbulah libanés, GIA argelino, Afganistán de Bin Laden y de los talibanes, Hamas… El culmen de este conjunto de factores vino dado por los atentados del 11-S y, posteriormente, las diversas acciones se diversificaron, soliendo centrarse en áreas y países determinados, mientras que se afianzaba un nuevo modelo en el que ya no se perfila una organización de naturaleza piramidal y centralizada, como en la época, en muchos aspectos, de Al Qaeda, sino a través de redes múltiples en las que operaban individuos en ocasiones aislados pero perfectamente conscientes de lo que hay que pensar y qué hay que hacer para preparar las acciones correspondientes. La profundidad histórica de esta dimensión podría llevarnos muy lejos, a la época de la descolonización, al fracaso del nacionalismo árabe, por ejemplo, al odio a Occidente y de su modernidad forjada y reforzada en el curso de los últimos cincuenta años, a los orígenes de un antisemitismo virulento y nutrido del conflicto palestino-israelí. Traer a la memoria estos factores, aunque sea de forma sucinta, representa un primer eje de preocupaciones políticas que deben ser objeto de consideración: ¿qué diplomacia, qué intervenciones, qué alianzas –a escala de los distintos países y a la de Europa– deben ser objeto de reflexión? Y, del mismo modo, ¿qué clase de política internacional?

Una segunda dimensión del problema se refiere a sus orígenes internos, relativos a la sociedad francesa. En este caso, es menester atender a una historia que comienza con el fin de los años conocidos como “los treinta años gloriosos “(el auge económico tras la Segunda Guerra Mundial) y el inicio de la crisis de las banlieues, el fracaso de las políticas de integración de la inmigración y la transformación de esta última, la que se denominó como la de la “búsqueda de trabajo” y se convirtió posteriormente en una inmigración demográfica (de población), que sufrió las consecuencias del paro, la exclusión, la precariedad, el racismo y el nacimiento concomitante de una parte del islam propio de Francia, además de, por otro lado, del Frente Nacional, de la fragmentación cultural del país, etcétera. El terrorismo que acaba de alcanzar Francia es el fruto de medio siglo de dificultades sociales, de violencias urbanas, de tensiones en torno al islam. Decirlo, asimismo de forma sucinta, es subrayar que no se alcanzará este objetivo a menos que se apliquen políticas que hagan frente con esfuerzo sostenido a estos desafíos: vuelta al empleo, laicidad al servicio de la integración del islam y no de su rechazo, multiculturalismo atemperado a fin de abordar las diferencias culturales que el modelo francés de integración republicana encuentra para lograr que funcione, modificación del sistema educativo, etcétera. Si el terrorismo tiene algo que ver con la crisis de la sociedad francesa, entonces su fin no podrá considerarse como no sea al término de largos procesos que implican una visión de futuro y una capacidad de innovación que no llegan a vislumbrarse en el sistema político actual.

Por último, cada vez con más frecuencia, este terrorismo parece llevarse a cabo por parte de personalidades frágiles, individuos que han experimentado las circunstancias más extremas de las derivas sociales que acaban de mencionarse, la destrucción familiar, el paso por instituciones especializadas que han fracasado completamente en su cometido, la delincuencia, la encarcelación, que da lugar al refuerzo de las lógicas de la radicalización. Esta remite necesariamente al terreno de la psicología, incluso de la psiquiatría, y no sólo a la religión o la política. La actuación, en este caso, debería ejercerse con relación al modo en que funcionan las instituciones encargadas de estos casos de miseria moral, económica y familiar, poniendo énfasis en el trabajo social, la justicia y el sistema penitenciario.

Se abre, pues, un inmenso abanico de desafíos que exigen un planteamiento de la cuestión de tipo político y, con mayor razón, de importantes debates sociales. ¿Está Francia, verdaderamente, en condiciones de llevarlo a cabo? Cabe advertir, al respecto, la presencia de otras tentaciones.

La primera se refiere a la actitud de recluirse en dinámicas policiales que no hacen más que debilitar los valores democráticos que se trata de proteger, reforzando el poder ejecutivo en detrimento de los poderes judicial y legislativo. El debate, que recuerda el de Estados Unidos a propósito de la Patriot Act, se ha abierto ya por lo demás en Francia, donde han introducido diversas medidas, por ejemplo para restringir el derecho de salir del territorio cuando ello parezca consistir en buscar fines y objetivos conducentes al terrorismo.

La segunda tentación es la de adoptar un enfoque puramente político frente a los desafíos citados. Ya se presiente este enfoque que se ha repetido en otras ocasiones y que aparecerá cuando decaiga la intensidad de la emoción. Cabe temer que esté dominado por una única cuestión: quién será elegido presidente de la República en el 2017. Las maniobras, en este caso, no permitirán desde luego la renovación en profundidad del debate político.

La tercera es polarizar el debate sobre la única cuestión del islam; es decir, por un lado, figuran quienes a cuyo juicio es menester disociar el islamismo radical, terrorista, del islam tal como es practicado por una gran mayoría de musulmanes y, por otro lado, están quienes piensan que hay una continuidad entre el fanatismo asesino y el islam en general.

Las manifestaciones del 11 de enero han mostrado a ojos vistas una gran emoción y muchos desean pasar a otra fase, la del cambio político. Falta todavía encontrar a sus protagonistas; pero ¿dónde? El sistema clásico parece sin imaginación fuera (como se ha visto) de sus cálculos políticos, sin que se presente ningún relevo. Resulta difícil dar pruebas de optimismo.

Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa.

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