Todos fascistas

Una de las más chuscas elucubraciones pseudohistóricas que he leído –y oído en directo del inventor– es achacar a «orígenes árabes» (sic) la existencia de los gauchos argentinos. Ni siquiera moriscos (también hay quien lo dice), o alguna alternativa más alambicada: no, árabes, directamente y sin matices. Soslayaremos aquí el fondo del asunto por haberlo abordado en otros lugares y por no merecer mucho más espacio, pero sí es interesante enumerar, aun de pasada, las pruebas que esgrimía aquel lúcido intérprete del pasado, por cierto, libanés: gauchos y árabes montaban a caballo, componían poesías y amaban la libertad y los espacios abiertos. Como es evidente ante tales argumentos, concluir la identidad absoluta entre unos y otros no requiere ni un paso: son los mismos.

Traemos a colación esta hilarante superficialidad a propósito de otra comparación-identificación que está proliferando en nuestros días –aunque no sea nueva– y en nuestro país, de manera alarmante por la distorsión ideológica a que induce. De la mano de políticos, comentaristas, locutores y presentadores de TV ha llegado a calar en la gente –véanse las llamadas «redes sociales»– la idea de que ultraizquierdistas, separatistas o rabiosas partidarias del aborto son «fascistas», o «feminazis» en el caso de las mujeres, o nazis a secas, por las coincidencias en algunos comportamientos. Bien es verdad que en el país donde radios y televisiones machacan sin piedad con expresiones como «veintiún personas», «ese arma o este agua» o, simplemente, «Sámur» (sic), preocuparse por una inexactitud lingüística más puede parecer frivolidad de erudito. Pero aquí laten otros problemas sociales y políticos que embarcan a la población en percepciones equivocadas y condicionan la visión de los hechos, factores no decisivos pero que predisponen en un sentido determinado. Por mimetismo, pereza o ignorancia, la violencia ultraizquierdista o el separatismo que padecemos son tildados de «fascistas», «nazis», etc., viniendo a dar la razón –sin proponérselo, suponemos– a G. Llamazares cuando afirma, campanudo, que «El terrorismo nunca es de izquierdas», de suerte que la sacrosanta palabra «izquierda» queda ajena a maldad alguna.

El fascismo y el nazismo históricos hace muchos años que, por fortuna, desaparecieron de raíz en todos los órdenes (organizativo, peligro político, filosofía de la vida, etc.) y no hay la más remota posibilidad de que resuciten en ninguna forma no folclórica. Sin embargo, la irracionalidad extemporánea en el uso de esos términos ha conseguido que pierdan su significado real por el desgaste semántico inevitable, utilizándose como arma arrojadiza –y simplista– cuando se quiere descalificar lo malo en grado de pésimo, lo peor de lo peor imaginable. Así resulta ser fascista cualquiera a quien se pretende insultar. «Nazis» llama UPyD a los separatistas catalanes y estos se lo llaman a ellos y al PP y a cualquier oponente, por moderado y blandito que sea su discurso o sus inexistentes acciones.

Pero ni unos ni otros son nazis ni fascistas y los gamberros antisistema o los tiernos ácratas que campan a sus anchas por la Complutense favorecidos por las distracciones del Sr. Carrillo, se ríen al oírse apelar nazis, porque saben que no lo son. La similitud en algunas actuaciones no propicia identidad entre grupos, sino semejanza de circunstancias parciales, o del psiquismo básico del ser humano: violencia, exclusión, discriminaciones, delirios de exaltación racial o cultural, no son exclusivos de nadie, pero denotan gran originalidad y conocimiento histórico quienes, de modo invariable, los reducen a «los fascistas», insulto muy extendido entre nuestros progres y que han acabado por prohijar presentadores que no parecen serlo. Quizá la hipertrofia patológica del nacionalismo sea el punto común más claro entre nuestros bien acomodados separatistas y los nacionalsocialistas de los años veinte, treinta y cuarenta, no obstante la voz «chovinismo» por algo es de origen francés y en cuanto al patrioterismo ubicuo de los anglosajones ha llegado a formar parte del imaginario universal y ya lo tenemos por natural, o ni se percibe: ya se trate de las cursilerías de Lady Di o de la bandera de Estados Unidos, omnipresente, con razón o sin ella, en toda película de esa nacionalidad.

Pero si volvemos al ejemplo clásico, la Alemania de la primera mitad del siglo XX , y a un aspecto concreto, el de la violencia, nos encontramos con el no menos clásico fenómeno de la matonil S.A. ( Sturm Abteilung, o Sección de Asalto) del partido nazi, pero lo que no suele decirse es que esa organización paramilitar estaba bien acompañada por otras hermanas gemelas, aunque de distinto padre: los Cascos de Acero ( Stahlhelm), fundada en fecha tan temprana como el 13 de noviembre de 1918 por Franz Seldte, que llegó a contar con más de 300.000 afiliados, en principio apolíticos pero nostálgicos de Bismarck, el Káiser y la grandeza de su país y afines al Partido Nacional; la muy socialista Reichsbanner («Bandera del Imperio», nada menos), cuyas funciones y actos en poco diferían de los perpetrados por los nazis; y la Liga de Combatientes del Frente Rojo, comunistas que, no contentos con el fracaso de los espartaquistas en 1919, provocaron otros conflictos como la rebelión de un auténtico ejército rojo en la primavera de 1920 en el Ruhr (cuando el partido nazi no pasaba de mera tertulia de media docena de amigos que se reunían a tomar cerveza en torno a Anton Drexler), la Revolución de Hamburgo en 1923, o la campaña de expropiaciones –o sea, atracos– desarrollada por Karl Plättner y Max Holz. Los cometidos de todas estas bandas eran proporcionar escolta y apoyo en actos propios, reventar mítines ajenos, broncas, palizas, asesinatos premeditados y en todo caso utilizar la violencia como argumento.

En un país que sufría las condiciones leoninas del Tratado de Versalles –cobradas por la fuerza por Francia hasta el último céntimo–, con la hiperinflación de 1923, seis millones de parados en 1932 (lo que afectaba a unos trece millones de personas), horarios reducidos para no despedir a todos ante la caída de la demanda, los partidos extremistas hallaban terreno abonado, en tanto los socialdemócratas eran tildados por la retórica roja de «socialfascistas» y el gobierno alemán en pleno y el buenista sistema político de Weimar de «fascista», sin paliativos, en especial desde el virulento giro del Comintern en 1928. Como puede verse, no hay nada nuevo bajo el sol, ni en las denominaciones. Y tampoco en las tácticas de los agitadores comunistas: movilizar parados; huelgas en el pago de alquileres; declaración de bastiones proletarios y zonas rojas, como el berlinés barrio de Wedding, para atemorizar a los no comunistas; traslado de la lucha de clases del lugar de trabajo a las calles; politización de las asociaciones cívicas; proselitismo en las escuelas; manifestaciones diarias; aumento consciente de la tensión –¿les suena la idea?–, porque venía –creían– la crisis final del capitalismo.

Nada nuevo en la retórica, en las tácticas y objetivos, en el uso malintencionado del lenguaje. Podemos buscar semejanzas y diferencias con aquella lejana época, triste y convulsa –también en España–, pero no caigamos en la trampa de acordarnos sólo de algunos actores del drama, empezando por la perversión de las palabras, un regalo más a la progresía. Esta vez a cargo de sus supuestos contrarios.

Serafín Fanjul, miembro de la Real Academia de la Historia.

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