Por Antoni Gutiérrez Díaz, ex vicepresidente del Parlamento Europeo (EL PAÍS, 31/03/06):
Hace unos días, en un debate radiofónico, el representante del Partido Popular confesaba con modestia, haciéndose generosamente portavoz de los ciudadanos, que no entendía nada de las discusiones, de los compromisos de pasillo y de las votaciones en la Comisión Constitucional sobre el Estatuto, una comisión en que el monopolio de la coherencia lo tenía su partido, instalado en el no ante las votaciones diversificadas de los representantes de los demás partidos. No le faltaba cierta razón al portavoz del Partido Popular al interpretar como desconcierto un estado de opinión social que se mueve en el espacio informativo entre la creciente exasperación de los extremos y los intentos de taponar los diversos frentes hemorrágicos con equilibrios homeostáticos confeccionados, demasiadas veces, con un improvisado ovillo de contradicciones. Esta parte de la confesión del portavoz del Partido Popular acertaba y ponía el dedo en la llaga. Lo que es más difícil de creer es que, dada su condición de observador político privilegiado, fuera él quien "no entendía nada", a no ser que quisiera dar una medida de su propia capacidad para comprender la compleja situación del debate. Y es que desde el interior del entramado político el laberinto puede ser razonablemente analizado si no se tiene la intención de contribuir a aumentar la confusión.
Empecemos por la diferencia global entre el brindis con cava (nadie, por fidelidad nacional, ha filtrado el nombre del celler escogido) del 30 de septiembre en el Parlament y los litros de agua sin gas consumidos en el Congreso de la Carrera de San Jerónimo, donde sus señorías han ido aprendiendo fatigosamente lo que el sentido común convirtió en sabia sentencia en boca del torero: "Lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible".
En este contexto, es más fácil comprender -que no digo justificar, pero sí respetar como legítimas- las diversas singladuras que han recorrido los distintos partidos parlamentarios. Comencemos por recordar las prepotentes exigencias maximalistas de Convergència -obsérvese que no escribo CiU- para alcanzar el acuerdo final en el Parlament, junto a las concesiones de Esquerra Republicana, los intentos del PSC de acoger a todos los protagonistas bajo su ala protectora, el meritorio esfuerzo de ICV por derrochar generosamente sentido común y el prudente distanciamiento del PP que representa Josep Piqué. La celebración del final feliz de la etapa catalana venía a mitigar el descenso en ventas de la exquisita producción de nuestros esforzados productores de cava.
Pero había un pero: no estábamos ante un proyecto de ley que terminaba su camino en el parque de la Ciutadella, sino que, por su carácter de orgánica, iniciaba un recorrido que obligaba a asumir instucionalmente que somos una parte de España, un hecho que no pueden obviar ni los que saben escribir en un aceptable inglés -lengua que por cierto tiene una larga historia de imposición colonial- que "Catalunya is not Spain".
No es extraño que, dado su hábil historial pragmático, fuese Convergència la que, haciendo suya la sentencia del torero sin necesidad de traducirla al catalán, la convirtió en positiva y en la reunión de Mas con Rodríguez Zapatero convino que "lo que puede ser puede ser y, además, es posible", configurando una nueva situación real que descolocaba inicialmente al resto de las fuerzas catalanas, y no descolocaba al Partido Popular de Rajoy, Zaplana y Acebes porque desde que perdieron la elecciones tienen puesto el piloto automático que les dejó instalado Aznar. El primero en resituarse fue ICV, que consideró que se había creado una nueva situación en la que se debían defender las posibilidades reales de dar pasos adelante en el reconocimiento nacional de Cataluña. El PSC aceptó esta nueva situación con dos sensibilidades distintas, la del presidente Maragall, obligado a defender a su Gobierno tripartito, actitud que era a la vez una forma de defenderse a sí mismo, y la de los líderes de su partido que, les gustase o no, entendían que Rodríguez Zapatero -en sentido figurado, claro- había matado dos pájaros de un tiro. En el nuevo contexto, el peor papel quedaba atribuido a Esquerra Republicana, que después de verse descalificada en los debates del Parlament, defendiendo las posiciones del tripartito frente a los ataques soberanistas de Convergèencia, se veía ahora expulsada de la fotografía hiperrealistsa de Mas junto a Zapatero.
El escenario político se configuraba como un espacio que ambos personajes iban a protagonizar a expensas de invocar el pragmatismo. Aquí, cuando menos hasta ahora, ERC no ha conseguido resituarse y se ha parapetado tras su propio piloto automático, lo que paradójicamente la ha llevado a coincidir repetidamente con el voto del PP, olvidando que la coherencia de los principios son los cimientos sólidos en los que se asientan los pies para hacer política, pero que, sin perderlos de vista, nunca se puede olvidar que los resultados siempre son fruto de la correlación de fuerzas y de la habilidad de moverse en ella, y no de declaraciones provocadoramente escandalosas.
Y es que en este caso, además, al final del camino del proceso legislativo está la convocatoria del referéndum que dará la última palabra al pueblo de Cataluña, y existe el peligro de que la división, los intereses personales o de partido, una interpretación dogmática de la fidelidad a los principios o el cansancio producido por la excesiva prolongación del proceso configuren un panorama de desaliento social que conduzca a unos resultados en el referéndum que dejen debilitado el autogobierno de Cataluña, así como cuestionada la credibilidad de todos los protagonistas, y, lo que es peor, sin que se vislumbre en el horizonte ni la fuerza unitaria suficiente ni la capacidad política para ofrecer una alternativa verosímil. Tal vez sería bueno sopesar con urgencia las hipotéticas influencias y las diversas responsabilidades que nos puedan corresponder a todos en el resultado final del referéndum.