Todos los mares

"Así se debía ver el mar que miró tu padre por última vez”. Con esa frase me recibió José Manuel Vázquez Lijo, encargado del Museo Marea de Porto do Son. Y me extendió una foto panorámica del puerto, de finales de la década del 20.

Allí empezó la reconstrucción de mi historia familiar que me obsequió Vázquez Lijo aquella tarde. Pero la imagen de ese mar fue apenas el comienzo. De inmediato, me mostró unos libros y golpeando sobre el lomo, dijo: “Aquí los vamos a buscar”. No entendí. Él los dejó a un lado y siguió con los obsequios. Un ejemplar de Lembranzas de Porto do Son de Manuel Mariño del Río, Os adeuses de Alberto Martí, más fotos: los niños del pueblo haciendo una ronda, las mujeres trenzando las redes de los pescadores, una barca, la playa. Y otro mar. O el mismo mar. “Éste es del año en que naciste, 1960”, me dijo. Si uno mira, cierra los ojos y vuelve a mirar, ¿está viendo el mismo mar?

Todos los maresHabía llegado a Porto do Son en medio de la gira que me trajo a España a presentar mi última novela, Una suerte pequeña. Pero ese sábado estaba dedicado al pueblo de mi padre, Portosín. “Acá están registrados todos los censos del municipio”, dijo José Manuel cuando tomó los libros otra vez. Yo no sabía con exactitud la fecha en que había emigrado mi familia. Sacamos cuentas juntos: entre el 28 y el 30. Partimos la diferencia y buscamos en el censo del 29.

Me dejé llevar por él y por su entusiasmo. “Va a ser fácil, no había muchas casas. ¿Cómo se llamaba tu padre?”. “Gumersindo, como mi abuelo”, contesté. “Creo que vi un Gumersindo”, dijo, “seguramente van a aparecer con una A mayúscula a la derecha”. “¿Y eso qué significa?”, pregunté. “Ausente”, me respondió.

Ausente. Alguien que no está. Alguien que puede volver. O no. Personas censadas en ausencia. Aunque la casa estuviera vacía. Un vecino daba sus nombres. O estaban apuntados de años anteriores. Pero ellos se habían ido. El libro no decía dónde. Ni si seguían vivos o no. Entendí, por primera vez, la otra cara de la diáspora. Los gallegos que me rodearon toda mi vida eran los presentes, los que estaban, los que trasladaron sus vidas al otro lado del océano, los que ocuparon nuevas casas en las que también yo habité. Pero aquí, frente al mar que mi padre no volvió a mirar, ellos eran sólo sus nombres en una casa vacía.

Buscamos renglón por renglón. Aparecieron, uno debajo del otro, en la casa número 17 de Portosín. Gumersindo —mi abuelo—, Benigna —mi abuela—, un tal José —a quien nunca oí mencionar—, Eladia —mi tía— y Gumersindo (hijo), mi padre. Y la A de ausente, a la derecha de todos ellos.

Leer sus nombres en ese libro viejo, con letra cursiva de trazo perfecto, fue conmovedor. Me produjo el efecto que produce una verdad que se manifiesta como una revelación. No eran letras sobre un papel sino ellos mismos en la casa 17. Casi un siglo después, yo estaba en esa casa con ellos, comiendo alrededor de la mesa, decidiendo dónde iría ese tal José cuando se marcharan a América, soñando con un mejor futuro, mientras mi padre —con apenas cuatro años— escuchaba hablar de cuestiones que no comprendía.

La memoria es un acto de voluntad. Para que haya memoria hay que querer recordar, individualmente o como sociedad. El registro es con lo que contamos para evitar sus traiciones.

Gracias a ese libro recordé que mi abuela se llamaba Benigna. ¿Cómo pude olvidarme de su nombre? En mi libro Un comunista en calzoncillos la llamé María. No llegué a conocerla, pero recordaba su imagen tal como la vi en algunas pocas fotografías. Estaba segura de que se llamaba así. Sin embargo, ni bien vi escrito “Benigna” recordé que ése era su nombre y María el de mi bisabuela. Si no me hubiera cruzado con ese registro, no lo habría recordado nunca.

A la tarde fuimos a pasear por Portosín. Intenté que mi memoria me guiara a la casa que había sido de mi padre. La casa que, ahora sabía, era la número 17. Yo había estado allí unos treinta años atrás. Siendo aún demasiado joven para reflexionar acerca de las traiciones de la memoria. La había encontrado gracias a las referencias de una tía que había pasado por el pueblo antes.

Caminamos siguiendo las imprecisiones de mi recuerdo pero no daba con el sitio. Recordaba, sí, que muy cerca había un supermercado que llevaba mi apellido: Piñeiro. Que estaba sobre la ruta, en una esquina. Y muy poco más.

Una mujer mayor que caminaba hacia la playa se detuvo a saludar a José Luis Oujo Pouso, el alcalde de Porto do Son, que nos hacía de anfitrión. La mujer se dio cuenta de que no éramos de allí y le preguntó si necesitábamos algo. Oujo Pouso le explicó lo que buscábamos. Entonces ella, que hasta ese momento parecía muy apurada, abandonó su camino y se nos sumó.

Mientras caminó con nosotros preguntaba, ataba cabos, se esforzaba por deducir cuáles de los tantos Piñeiro de la zona podrían haber sido mis parientes. Y cada tanto se detenía y se golpeaba la frente con las yemas de los dedos mientras decía: “Ésta tiene que funcionar”. Se refería a su cabeza, o a su memoria. “Por Dios, si sólo quedamos en el pueblo dos personas de mi edad; el día que no funcione más, ¿quién va a poder ayudar?”.

Me conmovió su compromiso con una memoria que no consideraba sólo suya, sino de su pueblo. De los presentes y de los ausentes. Como antes me había conmovido el entusiasmo de José Manuel para buscar en sus registros hasta encontrar el nombre de mi padre.

Y funcionó, porque después de preguntar en una tienda, de llamar a una familia Piñeiro que vivía en Castro, de localizar a la “chica” Piñeiro que tiene una tienda de artesanías donde antes estaba el supermercado de su padre, logramos llegar a la esquina en la que estuvo alguna vez la casa 17.

Esa casa ya no está. La casa que vi hace treinta años, sin real conciencia de qué significaba, hoy es un edificio. Desde la esquina no se puede ver más el mar que vio mi padre, ni el de la fecha en que nací, ni el que vi hace treinta años con la soberbia de la juventud. Ni siquiera el mar de aquella tarde.

Si uno quiere buscar hoy la casa de mi padre tiene que hacerlo en el libro del censo del año 29. Allí sigue en pie, intacta. Allí está también el mar, todos los mares de mi historia.

Claudia Piñeiro es escritora. Su última obra publicada es Una suerte pequeña (Alfaguara).

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