Todos no valemos lo mismo

Un manifestante con la bandera mapuche en las calles de Santiago de Chile el pasado 10 de diciembre. Spencer Platt (Getty)
Un manifestante con la bandera mapuche en las calles de Santiago de Chile el pasado 10 de diciembre. Spencer Platt (Getty)

“Creo que en este país las personas todavía no valemos lo mismo”, declaró hace poco en una entrevista María Antonieta Alva, la joven ministra de Economía de Perú. Sus palabras causaron revuelo porque no es habitual —al menos en este país— que un funcionario de tan alto nivel describa tan crudamente el abismo social del territorio en el que vive. Lo usual, más bien, es que las autoridades doren la píldora de la inequidad. Que la endulcen entre cifras, perspectivas, planes. Alva, sin embargo, dijo la verdad sin anestesia y la llamó “el gran problema”. Acaso sin imaginar que el eco de su sentencia podría escucharse en las calles de Santiago, Puerto Príncipe, Tegucigalpa o Quito, donde desde hace varias semanas hay una marea de protestas que, justamente, pone en tela de juicio aquella triste forma de vivir en la que, en efecto, todos no valemos lo mismo.

Ese es uno de los signos desoladores de la diaria realidad latinoamericana que, por si se objetara, estadísticamente tiene números reveladores. Estamos en la región más desigual del planeta, en la esquina donde el abismo social es hondo, intenso, insondable. Un pobre colombiano, para salir de su situación y alcanzar un nivel medio de ingresos, necesitaría 11 generaciones, si es que la fuerza y la suerte lo acompañan.

Un chileno de clase media, para vivir bien, como supuestamente se vivía en ese país en el que hoy hierven las protestas, tiene que endeudarse hasta el cuello y en ocasiones pagar por años la educación de sus hijos que estudiaron media década, inclusive si fueron a una universidad pública. Casi la mitad de la población de este país presuntamente modelo, gana poco más de 500 dólares y el sueldo mínimo es 424.

Los que están abajo en la torta social chilena viven quizás como en Angola, que no es el país más pobre de África, pero sus compatriotas ricos, con los que quizás jamás tratan directamente (salvo que trabajen en el hogar de uno de ellos), viven como en Noruega. Sobre todo si pertenecen al 1% de la población que se lleva más del 25 % de la riqueza. Un panorama similar, o peor, se vive en Panamá, Brasil, Costa Rica, Honduras, México. Lo dice el Banco Mundial (BM), no el jefe una logia revolucionaria.

Entre los 10 países más desiguales del mundo, ocho son los latinoamericanos ya mencionados. Los únicos invasores de esta penosa tabla son Ruanda y Sudáfrica, que está en el primer puesto. De modo que no nos engañemos. Al margen de la especificidad de cada estallido social que hoy vemos, yace la marca indigna de la desigualdad persistente.

Muchos, demasiados quizás, convivimos con ese abismo sin inmutarnos in extremis. Con frecuencia sin mirarlo cara a cara, y olvidando que aún hay una gran cantidad de personas que viven en el pozo del olvido. Especialmente si son indígenas, porque es casi una ley maligna que los peores índices de nutrición, de falta de saneamiento o alimentación, están en esas zonas donde a veces mal viven los pueblos originarios.

El BM también tiene una cifra inquietante al respecto: la población indígena es, en promedio, dos veces más pobre que el resto de la población latinoamericana. Un reciente reportaje de este diario, escrito por la colega Alejandra Agudo, lo retrata cuando pone el foco en Guatemala, un país donde la pobreza crónica rural o indígena es brutal y donde, por supuesto, el abismo social también es sublevante.

La desigualdad social tal vez sea una proclividad humana, inevitable, pero cuando es desmesurada hiere. Irrita, como estamos viendo en estos días en Chile. De ahí que las sociedades tiendan a amenguarla, mediante diversos  —y a veces extraviados— ensayos políticos. Y que a la vez la comunidad global establezca metas como los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) y ahora los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).

El ODS 10 es, precisamente, la reducción de las desigualdades. ¿Se puede conseguir en países donde la brecha entre los afortunados y los desdichados es, en términos económicos, enorme? Alicia Bárcenas, la Secretaria Ejecutiva de la Comisión Económica para América Latina (Cepal) sostiene que estamos en un punto crítico, entre otros motivos porque el coeficiente Gini —indicativo de la desigualdad— ya no está bajando, sino subiendo.

No nos acostumbramos a la equidad, ni social, ni de género (siempre las mujeres llevan la peor parte), ni económica. Es un karma con el que pareciera que no podemos, una marca de fuego y tristeza que nos define, desde hace siglos, porque desde la Colonia y los Virreinatos casi nunca tuvimos sociedades que quisieran ser realmente más justas. Siempre aparecía la impronta del abuso, del privilegio, de la segregación.

Decir que la inequidad nos marca a fuego, por último, no es tan metafórico. Mientras escribo estas líneas leo que, en Colombia, asesinan a un indígena cada tres días y en lo que va de año ya son más de 120 las víctimas. En Brasil pasa algo escandalosamente similar, con ellos y con los defensores ambientales. ¿Han provocado marchas, tuitazos, declaraciones de emergencia o reuniones de emergencia?

Todos no valemos lo mismo, pues. Y ése es, en efecto, el gran problema de esta esquina de mundo, hermosa pero sufrida. No es un problema nuevo. Tiene mucho tiempo. Pero curiosamente ahora el cansancio frente a ello ha estallado con fuerza justamente en ese país donde, se creía, el bienestar había llegado para quedarse. En ese oasis que se vendía como el modelo de referencia. En ese territorio aparentemente feliz pero herido.

No sé cómo vamos a salir de esto. Pero sí es muy probable que luego de esta ola de protestas, salida de las entrañas sociales casi por generación espontánea, no vamos a ser los mismos. No podemos serlo porque la reina inequidad siempre estuvo desnuda. Ahora nos hemos atrevido a mirarla y ya no hay vuelta atrás. Salvo que en América Latina asumamos, una vez más, que la injusticia social es una maldición eterna.

Ramiro Escobar de la Cruz es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú, en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas.

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