Todos quieren café

La ansiedad que provoca el desafío nacionalista catalán conduce a menudo a plantear el problema como un mero conflicto bilateral entre Cataluña y España. Entre una comunidad autónoma y el Estado, entre dos Gobiernos o entre dos naciones, según se mire. Así, la solución consistiría en reformular las relaciones que mantienen ambas partes, ya sea con un nuevo acuerdo de convivencia o con una ruptura, preferiblemente pactada. Sin embargo, esta visión de las cosas olvida que cualquier fórmula afectará de lleno a la estructura estatal de toda España, que las demás comunidades no van a limitarse a tomar nota de lo que ocurra en Cataluña y que allí se juega el futuro del conjunto del Estado español. El laberinto resulta, pues, más intrincado de lo que parece a simple vista.

Desde comienzos del siglo XX, el desarrollo de la cuestión territorial ha seguido una pauta marcada por reflejos miméticos. En los periodos de mayor efusión descentralizadora —bajo regímenes liberales o liberal-democráticos—, la iniciativa correspondió a los nacionalismos catalán y vasco; pero no se circunscribió a ellos, sino que se vio acompañada por la de otros movimientos, nacionalistas o regionalistas, que reclamaban poderes para sus respectivos territorios. Porque, además de las identidades nacionales germinadas en Cataluña, en Euskadi y —de forma más tardía— en Galicia, aparecieron otras reivindicaciones identitarias que, si bien no aspiraban por lo general a la soberanía plena, tampoco se conformaban con un papel secundario. Desde luego, ese fue el caso del andalucismo, pero también de los sectores más reivindicativos en Aragón, Valencia o Canarias. Por no hablar de Navarra, con peculiaridades sustentadas por fueros como los vascos. Al darse condiciones favorables, otras élites regionales se subieron al tren en busca de influencia.

Todos quieren caféEn España cuajó una temprana oleada de protestas autonomistas al acercarse el final de la Gran Guerra, cuando la paz anunciada por el presidente Wilson, defensor del desarrollo autónomo de los pueblos, alentó en toda Europa demandas nacionalistas. El catalanismo no tenía suficiente con la Mancomunitat de las cuatro Diputaciones lograda en 1914 y reivindicaba una verdadera autonomía política, por lo que aprovechó la coyuntura para emprender una campaña masiva en favor del Estatuto. Lo mismo hicieron algunos sectores políticos vascos y navarros, que alzaron la bandera de la reintegración foral. En 1919 se discutió por vez primera en las Cortes la concesión de un régimen autonómico a Cataluña, el País Vasco y Navarra. Pero sus presiones no quedaron aisladas. Hubo asimismo manifiestos galleguistas —a cargo del nacionalismo incipiente de las Irmandades da Fala— y andalucistas —con asambleas que hablaban de patria andaluza— y otros brotes regionales.

Las turbulencias sociales de la posguerra y la dictadura liquidaron esa breve primavera de los pueblos. Pero la llegada de una República democrática reinició la carrera por el reconocimiento de poderes territoriales. La Constitución de 1931 establecía que cualquier región podía promover un Estatuto para convertirse en autónoma y reservaba algunas materias al Estado. En 1932 lo consiguió Cataluña, beneficiada por la sintonía entre las izquierdas españolas y el republicanismo catalán. Euskadi hubo de esperar unos años más, hasta que el estallido de la Guerra Civil alineó a los nacionalistas con la causa republicana y propició un efímero gobierno en Vizcaya y parte de Guipúzcoa. A la altura de julio de 1936, Galicia ya había celebrado un plebiscito para obtenerlo y estaban en marcha otros proyectos para Andalucía, Aragón o Castilla, por lo que podría afirmarse que, de no mediar el levantamiento militar de aquel verano, la República habría cobijado numerosas autonomías.

Cuando murió el vencedor de la contienda y se vislumbró un cambio democrático, la oposición al franquismo estaba comprometida con lo que solía llamarse la autodeterminación de los pueblos. Las energías descentralizadoras sólo podían equipararse a la decadencia del nacionalismo español, asociado con el dictador. Las manifestaciones autonomistas recorrían las calles de Sevilla, Valencia, Santander o Burgos a la vez que las de Barcelona o Vigo. Y se entrecruzaron con la aparición de los entes preautonómicos, no sólo en tierras catalanas, vascas o gallegas, sino también en el resto del país, con tal velocidad que algunas provincias, como Madrid, quedaron provisionalmente en el limbo. Como ha señalado Santos Juliá, la Constitución de 1978 se inspiró en la de 1931 a la hora de incluir un principio dispositivo que permitía la creación de comunidades autónomas, sin enumerarlas y sin trazar esta vez fronteras claras a sus competencias. Se ha acusado a los gobernantes posfranquistas de ahogar las identidades nacionales históricas en un mar de regiones más o menos inventadas, pero ya entonces era previsible que, de todos modos, el sistema autonómico se generalizaría. O que, como se diría después, habría café para todos.

Las disposiciones constitucionales, que fijaban dos tipos distintos de comunidades —nacionalidades y regiones— y dos métodos de acceso a la autonomía, acabaron por disolverse. Los andaluces no aceptaron su inclusión en el segundo escalón, sino que forzaron su paso a primera clase y se definieron como nacionalidad. Por eso celebran su fiesta el 28 de febrero, el día que en 1980 ganaron el referéndum que lo permitió. A la larga, las autonomías históricas y las demás se igualaron en sus niveles competenciales y tan sólo subsistieron algunas diferencias importantes, como el concierto económico vasco, el convenio navarro o las policías autonómicas. Hoy todas las comunidades de régimen común disfrutan del mismo porcentaje de los impuestos y gestionan el grueso de la educación, la sanidad y los servicios sociales. Por la vía de los hechos, España se ha convertido en un Estado cuasifederal.

La última oleada de reformas autonómicas reforzó esa tendencia mimética secular. La tramitación del nuevo Estatuto catalán de 2006, con aspiraciones de Constitución, coincidió con otra puja por no quedarse atrás en los niveles de autogobierno. En el plano simbólico, Canarias ya se había declarado nacionalidad en 1996 y ahora lo hicieron, añadiendo el adjetivo “histórica”, la Comunitat Valenciana, Aragón e Illes Balears. Por su parte, Castilla y León se unió a Cantabria y a Asturias al titularse comunidad histórica. En Extremadura no se atrevieron a tanto, aunque el preámbulo de su Estatuto de 2011 añadió esta perla a las reflexiones identitarias: “En los dos grandes valles del Tajo y el Guadiana, desde las cuevas prehistóricas a los centros tecnológicos, se ha ido escribiendo silenciosamente la crónica de una voluntad de sentir, pensar, ser y estar en el mundo”. Algunos artículos de los Estatutos recientes, como el de Andalucía de 2007, copiaban los del catalán. Pero nada recoge mejor la vieja mímesis territorial que la cláusula Camps, disposición adicional de la norma valenciana de 2006 que velaba para que “el nivel de autogobierno establecido en el presente Estatuto sea actualizado en términos de igualdad con las demás Comunidades Autónomas”.

Es posible que el catalanismo, si aplaza sus objetivos independentistas o renuncia a ellos, obtenga del Estado una singularidad mayor que la actual para Cataluña, por ejemplo en el campo hacendístico o en el educativo. Puede que los ciudadanos y dirigentes de las demás comunidades, atemorizados por la crítica coyuntura que atravesamos, acepten ese trato. Pero también es posible, e incluso probable, que no lo hagan y que, de acuerdo con tradiciones bien asentadas y con un lenguaje que sigue vivo, se nieguen a admitir autonomías de primera y de segunda. Que los avances de los nacionalistas tiendan a extenderse y sus deseos de distinción se vuelvan a frustrar.

En cualquier caso, la existencia en España de otros nacionalismos subestatales además del catalán, y de territorios que ya se han proclamado nacionalidades, hace poco viable una salida bilateral a la cuestión catalana. Y desde luego preludia complicaciones mayores si se reconoce su derecho a la secesión. Sólo una profunda reforma constitucional, tal vez una que refunde el Estado para completar su carácter federal, con las modulaciones imprescindibles, tendría alguna posibilidad. Siempre, claro está, que realice un reparto del café aceptable para todos.

Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.

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