¿Todos socialdemócratas?

Con ocasión de la refundación de la vieja Convergència Democrática de Catalunya en el nuevo (aunque de nombre provisional) Partit Demòcrata Català, fueron muchos los analistas que destacaron el hecho de que la refundación no consistía solo en un cambio de siglas, sino también en una reconsideración de sus principios básicos. Lo que más se destacó fue que el nuevo partido, en efecto, se definía como republicano e independentista. Pero eso significaba, como se señaló de inmediato, que desde el punto de vista electoral catalán se producía una coincidencia con los rasgos por los que se define su principal rival electoral, ERC, coincidencia que convertía en extraña la refundación puesto que, a fin de cuentas, ¿qué sentido tenía clonar lo que ya existía si, por añadidura, la clonación se llevaba a cabo con materiales de dudoso origen?

Todos socialdemócratasTal vez la atención a la dimensión electoral de la mudanza propició que pasara casi inadvertida la dimensión más propiamente político-ideológica de la misma, dimensión, si se analiza de cerca, tan llamativa como el explícito tránsito al independentismo republicano por parte de los expujolistas. Porque resulta que el nuevo partido cuyo líder, Artur Mas, se definía en sus épocas de president de la Generalitat como bussines friendly, que alardeaba de aplicar los recortes con más eficacia que nadie, que, en definitiva, hacía gala de su excelencia tecnocrática, había decidido bascular hacia un liberalismo ahora adjetivado como progresista y, más allá, hacia la socialdemocracia. Se trataba de un volantazo ciertamente rotundo, pero valdría la pena que no nos distrajéramos abundando en el más que posible oportunismo de esta reconversión, no fuera a ser que ello nos impidiera atender a lo que quizá más importa.

Porque a este paso, van a tener razón todos esos opinadores de la derecha más desatadamente neoliberal que desde hace tiempo no hacen más que quejarse de que en este país todo el mundo es socialdemócrata, incluidos muchos presuntos conservadores. De acuerdo con su argumentación, nadie hay entre nosotros que cuestione la necesidad de que el Estado proporcione a todos los ciudadanos de manera universal y gratuita una educación, una sanidad y unas pensiones dignas. Pero es que dicho consenso, continúan quejándose estos neoliberales, lejos de contentarse con permanecer en un plano de mínimos, ha ido ampliando la exigencia de servicios públicos considerados imprescindibles, además de a la tradicional prestación por desempleo, a nuevas prestaciones como la dependencia, llegando a amenazar desde hace un tiempo con incluir a la mismísima renta básica universal.

Aunque no es solo por la derecha por donde la socialdemocracia parece estar ganando adeptos. También lo hace por la izquierda, si atendemos a la reconversión de tantos excomunistas a las filas del proyecto político socialdemócrata que antaño representaba a sus ojos la traición a la clase obrera por excelencia. Si la deriva en dirección a un reformismo más propio de la tradición de la II Internacional ya era perceptible tanto en Izquierda Unida como en Iniciativa per Catalunya (en este último caso, coloreada de verde pastel en su momento), se ha hecho del todo explícita con la irrupción en el panorama político español de Podemos, fuerza que, tras la travesía por diversos modelos de sociedad, parece haber decidido recalar en las tranquilas aguas de la socialdemocracia (cuanto más nórdica, mejor).

Por supuesto que habría que plantearse, en primer lugar, si nos encontramos ante un auténtico debate teórico-político, en el que un proyecto de carácter fuertemente redistributivo estaría ganando la batalla de las ideas, imponiéndose entre amplios sectores de la ciudadanía como la forma más adecuada y justa de organizar la vida en común, o si, por el contrario, a lo que estamos asistiendo es, sin más, a una batalla por las etiquetas. Esta última posibilidad conviene tomarla en consideración. Es un hecho fácilmente constatable que el combate político en nuestras sociedades tiene mucho de combate por las palabras. Baste con señalar la resignificación, de algún modo apuntada, del término “progresista”, hasta no hace mucho sinónimo de izquierdista en sentida amplio y difuso, y ahora utilizado por sectores conservadores (facción liberal) que prefieren escamotear su auténtico perfil autodefiniéndose como “liberal-progresistas”.

De ser cierta la hipótesis de la batalla por las etiquetas, no se trataría de una buena noticia. Aunque lo cierto es que la otra posibilidad alternativa, la de que efectivamente en nuestra sociedad constituyeran una mayoría tan abrumadora como parece los socialdemócratas convencidos, tal vez sea desde un punto de vista aún más preocupante. Planteado el asunto con una verticalidad algo simplista: si, en efecto, fuera el caso que tantos somos socialdemócratas, lo menos que se puede afirmar es que nos está luciendo muy poco, a la vista del rampante crecimiento de las desigualdades al que venimos asistiendo o del imparable desmantelamiento del Estado del bienestar que estamos padeciendo, por citar solo dos circunstancias, particularmente sangrantes, que definen la situación actual.

Sin embargo, es posible que esta aparente paradoja no sea tal, ni, menos aún, que encierre contradicción alguna. Tal vez nos haya tocado vivir un momento histórico en el que la batalla de las ideas y la batalla de la realidad han pasado a librarse en escenarios diferentes. En todo caso, esa parece ser una percepción de las cosas ampliamente generalizada, quizá porque, dando un paso más, la esfera de la política y la esfera del poder en cuanto tales han dejado de quedar identificadas de manera automática. De hecho, hoy son los propios responsables políticos los que más suelen aludir, cuando precisan de la benevolencia de los electores, a los condicionamientos externos que les vienen dados (por ejemplo, desde Europa), al escaso margen de maniobra de que disponen para llevar a cabo las políticas públicas que desearían por culpa de las limitaciones de todo tipo (sobre todo económicas, impuestas por los mercados) que les vienen de fuera, etcétera.

De ser cierto todo lo anterior, habría que empezar a plantearse entonces si lo que de veras necesita empoderamiento —y con carácter de urgencia, por cierto— es la política misma, de forma que recupere la capacidad de transformación de lo real que antaño le atribuían los ciudadanos (especialmente aquellos que no tenían a su alcance otra herramienta para transformar su entorno que esa, como ha venido a defender, entre otros muchos, Flores d'Arcais al escribir que “la legalidad es muchas veces el poder de los sin poder”). Claro que no se puede postular la necesidad de empoderamiento de la política sin dejar constatada, ahora sí, una paradoja: quién nos iba a decir que, tras tanto Foucault y tanto foucaultiano, tras tanta crítica (microfísica y macrofísica) del poder, íbamos a ver a este convertido en el nuevo objeto de deseo universal.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y diputado independiente en el Congreso por el PSC-PSOE.

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